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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Por qué las instituciones para menores no protegen a la infancia

En América Latina y el Caribe, unos 240.000 adolescentes y niños viven en instituciones, hogares u orfanatos, pero esta solución les expone a violaciones diversas de sus derechos

Una menor en un instituto de Guatemala.
Una menor en un instituto de Guatemala. Unicef/Manuel Moreno
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En América Latina y el Caribe, unos 240.000 niños, niñas y adolescentes viven actualmente en instituciones, hogares u orfanatos. De ellos, se estima que el 10% es menor de tres años y unos 50.000 tienen alguna discapacidad. Una realidad intolerable que tiene como víctimas a los más vulnerables e indefensos de nuestras sociedades. Pero ¿por qué decimos no a que vivan en estas instituciones? ¿Estamos en contra de los orfanatos? ¿Acaso preferimos que haya niños en la calle? Evidentemente, no. Entonces, ¿por qué insistimos en que no existe ninguna razón objetiva para que continúe habiendo niños menores de tres años internados? ¿O que el encierro de niños, niñas y adolescentes para su “protección” es inadmisible?

En primer lugar, y al contrario de lo que se suele pensar, la mayoría de los niños, niñas y adolescentes institucionalizados no son huérfanos, sino que tienen una familia y están internados fundamentalmente por razones de pobreza, en algunos países llegando al 80% del total. Por falta de otra opción, la respuesta de las autoridades frente a las dificultades que enfrentan las familias es el envío a una institución, mientras que lo que realmente respondería al interés superior del niño, lo que respeta su derecho a vivir en una familia y lo que, además, es más barato, es invertir esfuerzos y recursos para fortalecer y apoyar a esas familias, evitando en primer lugar la separación entre padres e hijos.

Por supuesto, esto no siempre es posible y hay casos en los que un niño o niña no puede seguir viviendo con sus padres o no los tiene. Aquí es cuando hablamos de cuidado alternativo para el que se abren ante nosotros una serie de opciones, desde el cuidado por parte de la familia extendida (abuelos, tíos, otros parientes), por parte de familias amigas no emparentadas con el niño, por parte de familias de acogida o adopción… y, finalmente, la institucionalización, que debe ser siempre el último recurso temporal, por el menor tiempo posible y revisable periódicamente. Hay que privilegiar siempre las opciones de base familiar y aquellas que ofrezcan una solución permanente.

La mayoría de los niños y adolescentes institucionalizados no son huérfanos, sino que están internados fundamentalmente por razones de pobreza

Además, porque los daños emocionales y cognitivos causados por la permanencia a largo plazo en estas instituciones, sin la atención individualizada que requieren, pueden llegar a ser irreversibles. La institucionalización deja a niños y niñas expuestos a violaciones diversas de sus derechos, incluso una mayor exposición a violencia y abusos. El Informe mundial sobre la violencia contra niños y niñas ha documentado que la violencia en las instituciones es seis veces más frecuente que en los hogares de acogida y que la niñez institucionalizada tiene una probabilidad casi cuatro veces mayor de sufrir violencia sexual que aquella que tiene acceso a alternativas de protección basadas en el cuidado familiar. Los estudios confirman que el cuidado institucional temprano daña el desarrollo infantil en el ámbito social, cognitivo y de comportamiento. Los niños menores de tres años son particularmente vulnerables. De hecho, diversas investigaciones demuestran que los bebés que se crían bajo cuidado residencial antes de los seis meses sufren un retraso en el desarrollo a largo plazo.

En la mayoría de los países de América Latina y el Caribe se observa un uso desproporcionado de la institucionalización. En muchos casos son enviados por sus propios padres con la mejor de las intenciones, con el deseo de garantizarles el acceso a servicios que ellos no pueden cubrir; en otros, simplemente porque no existen alternativas de base familiar a los orfanatos; a veces, por la discriminación que sufren las madres solteras; en otros casos son organizaciones religiosas u ONG, muchas veces extranjeras, que pretenden hacer un bien con la creación de hogares (pese a que en los países más desarrollados esta práctica se está abandonando); en otros, se trata de un negocio que mueve mucho dinero, en ocasiones ligado a la demanda de bebés para adopción. Sea cual sea la causa, es responsabilidad del Estado garantizar el derecho del niño a una familia e impedir que crezca en una institución de tipo residencial.

Las instituciones suelen restringir los derechos de las niñas y los niños y el contacto con familiares y allegados, generando una situación de aislamiento. Otro de los aspectos preocupantes de la región es el que refiere a la existencia de instituciones muy grandes, especialmente en el caso de niñas, niños y adolescentes que requieren cuidados particulares, como es el caso de menores de tres años o con discapacidad. Es en estas “macroinstituciones” donde regularmente se repiten los mayores casos de violaciones de derechos y tragedias, como la que hace un año, el 8 de marzo de 2017, costó la vida a 41 niñas en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción de Guatemala. O la que ocurrió en noviembre de 2015 en Belice, en la que murieron otras tres adolescentes en un incendio. Esto es intolerable y nunca más debería suceder.

Los estudios confirman que el cuidado institucional temprano daña el desarrollo infantil a nivel social, cognitivo y de comportamiento

En conformidad con la Convención sobre los Derechos del Niños, los Gobiernos deben asumir sus obligaciones con respecto de la garantía del derecho a vivir en familia y reafirmar su compromiso de orientar sus políticas hacia el apoyo a los cuidadores en sus responsabilidades de crianza. Ejemplos de otras regiones indican que una reforma total del sistema es posible, como por ejemplo en Rumanía, donde hubo una reducción de 90.000 niños institucionalizados en 1989 a 9.000 en la actualidad. Nicaragua, que en los últimos 10 años ha logrado reducir el número de niños institucionalizados un 80%, puede servir de ejemplo para aquellos que piensan que no es posible. Sí es posible. Lo que hace falta es una voluntad política decidida para dar el paso y asegurar que los niños, niñas y adolescentes más vulnerables de nuestra América no vean doblemente atropellados sus derechos, primero por las duras circunstancias que les ha tocado vivir, y luego por los Estados que tienen la obligación de protegerles.

Ya es hora de cambiar. Pongámonos en su lugar. Pensemos que ese niño, esa niña, ese adolescente es nuestro hijo, nuestra sobrina, nuestra nieta… y que pasa un día tras otro, un mes tras otro, un año tras otro, encerrado junto a muchos otros niños y niñas en un lugar que no puede ofrecerle los estímulos, cuidados y atención individualizados que necesitan, sin oportunidades de socialización y desarrollo verdadero. ¿Lo aceptaríamos? Si no lo queremos para nuestros hijos e hijas, no lo permitamos para los demás. Terminar con la institucionalización no solo es posible, sino también deseable. Se lo debemos a los más indefensos, a los más vulnerables. Se lo debemos a todos los niños y niñas de Latinoamérica y el Caribe. Y por eso no nos cansaremos de decir no a la institucionalización.

José Bergua es asesor regional de Protección de la Infancia Unicef América Latina y el Caribe.

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