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Columna
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Soy pesimista

Tras más de dos meses, estamos donde estábamos, lo cual implica que estamos peor

El presidente del Parlament de Cataluña llega a la reunión de la mesa del Parlament con la Junta de Portavoces este martes.Foto: atlas | Vídeo: Massimiliano Minocri (EL PAÍS) VIDEO: ATLAS
Francesc de Carreras

Un amigo me dijo el otro día: “No me negarás que en Cataluña las cosas van mejor que hace cinco meses”. Desde luego, no lo negaré. Sobre Cataluña ya no niego, ni afirmo, nada. Es una continua caja de sorpresas. Pero albergo muchas dudas de que allí las cosas estén mejorando.

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En efecto, en septiembre y octubre hubo un intento, algo ridículo, de golpe de Estado cuyo protagonista fue el Gobierno de la Generalitat. No fue una asonada militar a la antigua usanza. Fue un golpe blando, tecnológico, postmoderno, se utilizó más la astucia que la violencia, como Ulises entrando en Troya. Pero fue un golpe de Estado: se quería sustituir un orden legal democrático por medios ilegales.

Con razón, aunque tarde y mal, se aplicó el artículo 155 de la Constitución. Tarde porque el derecho sirve para prevenir y sólo en último término para curar. Mal porque no se debían convocar elecciones a la vez que se decretaba la intervención: el único programa electoral de los partidos independentistas fue “¡libertad para los presos políticos!”, una mentira directa al corazón. Dejar pasar un tiempo con la Generalitat intervenida, averiguar todos los entresijos de la trama golpista, esperar a que se pronunciaran las sentencias y entonces convocar elecciones hubiera sido más inteligente. Faltó cuajo, sobró miedo. La culpa no fue solo del Gobierno, también del PSOE y de Ciudadanos.

Las elecciones del 21-D, con récord de participación, repitieron más o menos los resultados de las anteriores de 2015, al menos en la relación entre separatistas y unionistas. Además, mostraron la gran fisura de la sociedad catalana, Tabarnia y el resto, con incrustaciones de unos y otros en cualquier parte del territorio: una auténtica división existencial entre catalanes.

Tras más de dos meses, estamos donde estábamos, lo cual implica que estamos peor: hay pocas esperanzas para unas nuevas elecciones que cambien la correlación de fuerzas, los independentistas acabarán entendiéndose y, lo más probable, apoyados por los comunes/Podemos en lugar de la CUP.

Mañana empieza el teatro de la investidura, de momento a la mayor gloria de Puigdemont, que quiere ejercer de reina madre desde Waterloo. Desfilarán como candidatos todos los procesados y a punto de inhabilitar para demostrar la implacable persecución española. Lazos amarillos, guerrilla urbana, adoctrinamiento en los medios de comunicación, mentiras en las redes sociales. El proceso sigue, por ahora no parará. Mientras, Cataluña y Barcelona están entrando en una clara decadencia, España quedará tocada, el nacionalismo nunca falla.

Ojalá me equivoque pero soy pesimista.

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