Ir a clase sin sobresaltos en el pueblo más asediado de la guerra colombiana
Los estudiantes de Toribío llevan dos años sin oír un disparo, pero la sombra de la violencia asoma de nuevo. Nuevos actores armados han ocupado el espacio dejado por las FARC
Una inusitada calma inunda Toribío tras el cese al fuego y el acuerdo de paz entre la guerrilla de las FARC y el Gobierno colombiano. Encajonado entre montañas, este municipio de la región del Cauca, al sur de Colombia, vivió muchos años pendiente del fuego cruzado entre el contingente militar que se agazapaba en sus calles y la insurgencia que trataba de tomar el pueblo una y otra vez. Desde principios de siglo, los casi 30.000 habitantes de Toribío, en su mayoría indígenas nasa, soportaron hostigamientos en su casco urbano prácticamente cada semana: unos 614 en total. Eso le otorgó el triste galardón de ser la localidad más asediada de la guerra en Colombia. Esto es: muertos, heridos y centenares de viviendas destruidas.
Hace más de dos años que no se oyen explosiones ni ametrallamientos. Quienes más lo agradecen son los más de 1.000 niños y niñas que estudian en la Institución Educativa Toribio. Por fin pudieron volver a ir a clase sin el temor a ser evacuados cada dos por tres. En esta escuela, además del programa habitual, se enseñaba a los alumnos a reaccionar ante disparos o bombas y a protegerse dentro del colegio y en el camino a sus casas. Habían aprendido, incluso, a diferenciar la intensidad del fuego cruzado, que podía ser muy puntual, pero también durar horas e incluso días.
Atrás queda el recuerdo de la gente en estampida cada vez que sonaban tambores de guerra y los militares tomaban posiciones por las calles. Los profesores activaban los protocolos correspondientes: unas veces algunos padres acudían a recoger a sus hijos, otras daba tiempo a subirse ordenadamente al autobús de la ruta escolar y en ocasiones, grupos de alumnos salían a pie custodiados por guardias indígenas de la comunidad nasa. Con su bastón de mando y emisora de radio en mano, los vigilantes miraban hacia las montañas, supervisaban la seguridad de los caminos y decidían cuál era la mejor opción para que los pequeños llegasen a sus casas.
La Institución Educativa Toribío está a poco más de 100 metros de la blindada estación de policía, que fue durante años el principal objetivo de las FARC. La anterior directora del colegio, María Elena Santacruz, se había cansado de pedir sin éxito que reubicasen la escuela. “El ambiente aquí solo era de guerra, guerra y guerra. El fuego cruzado era constante”, evoca. “Los niños más sensibles quedaban en shock y necesitaban tratamiento psicológico. Había también otros más indolentes que se ponían contentos de escuchar las balas y hasta debíamos llamarles la atención cuando alguno simulaba disparar con un palito al helicóptero del Ejército que sobrevolaba el pueblo”, recuerda Santacruz.
El cargo de directora lo ocupa ahora Rosbita Gómez, que trabajó nueve años junto a Santacruz. “Pasamos situaciones muy complicadas. Muchos niños se descompensaban, vomitaban y hasta se desmayaban. Hubo días que no pudimos salir hasta caída la noche”, recuerda.
A la espera de que los acuerdos de paz traigan mejoras en educación, en la escuela trabajan para paliar las muchas necesidades. “¿De qué paz se podrá hablar aquí si los niños y niñas no tienen oportunidades y a veces solo les queda la opción de ir a sembrar coca?", se preguntaba siempre Santacruz. "Me dolía ver como muchos de los que pasaron por la escuela se iban para la guerrilla o para el Ejército”, señala.
“¿De qué paz se podrá hablar aquí si los niños y niñas no tienen oportunidades y a veces solo les queda la opción de ir a sembrar coca?”
Su sucesora reconoce que la calma se ha notado en el ánimo y el comportamiento de los niños, especialmente en este curso. “Llevamos casi tres años sin escuchar un solo disparo y eso hace que los alumnos vengan más tranquilos y estén más activos. Hoy pueden hacer educación física en los polideportivos, salir con sus profesores a realizar actividades pedagógicas, participar en danzas y jornadas culturales o jugar en todas partes. El ambiente escolar ha sido excelente”, dice.
Lo mismo ha ocurrido en el Cedicic, a escasos tres kilómetros de Toribío. Es una universidad creada por los indígenas nasa donde los jóvenes se forman en aquello que entienden será beneficioso para su comunidad. Los programas son coherentes con la propia realidad de la región e impartidos por profesores nativos o cercanos a la cultura indígena. Más de 400 jóvenes nasa estudian allí temas relacionados con la agroecología, la economía y el desarrollo o las ciencias sociales. Tienen proyectos agrícolas, pecuarios, piscícolas y una planta de procesamiento de café.
Tanto los niños del turno de mañana de San Toribío, como los jóvenes del Cedicic, se levantan muy temprano. Sus clases empiezan a las seis de la mañana. A esa hora, la plaza del pueblo hierve ya de actividad. Se sirven los primeros cafés y las primeras arepas, los comerciantes montan sus paradas de carne y empiezan la jornada. Casi siempre fue así, incluso en medio de la guerra. Pero de un tiempo a esta parte también han abierto nuevos negocios, la gente vuelve a salir tranquilamente de noche a sentarse en el parque y muchas fachadas de las casas se han pintado con hermosos murales.
Alertas prendidas
El gobernador indígena del resguardo de Toribío, Sigifredo Pavi, celebra esa aparente calma que vive el pueblo, pero no acaba de estar tranquilo. En los alrededores del casco urbano se ha advertido ya la presencia de nuevos actores armados que han ocupado el espacio que dejaron las FARC. Las alarmas vuelven a estar prendidas en todos los municipios del norte del Cauca. “Exigimos al Estado colombiano el desmonte del paramilitarismo que ha manifestado su intención de cobrar impuestos a todos los comerciantes y ya empezaron a reclutar menores”, confirma Pavi con evidente preocupación.
El personero (un híbrido entre fiscal y defensor del pueblo a nivel municipal) de Toribío, Edwin Orlando Bustos, también admite la existencia de esos nuevos grupos y la aparición de panfletos amenazantes contra líderes sociales. “Se dice que muchos serían miembros de las FARC que no se acogieron a los acuerdos de paz. No podría asegurarlo. Lo que sí tengo la certeza es que esos grupos están creciendo y lo hacen a través del reclutamiento forzado, inclusive de muchos menores de edad”, señala. La policía de Toribío, en cambio, sí afirma con rotundidad que se trata de disidentes de las FARC. Otras fuentes que prefieren guardar anonimato sostienen igualmente que en el pueblo hay presencia de milicianos que no se desmovilizaron.
Sean paramilitares o disidentes de las FARC, los nasa ya activaron el llamado control territorial, con su guardia indígena realizando recorridos y estableciendo puestos de vigilancia. Tantos años cercados por el fuego cruzado entre guerrilla y Ejército hicieron que estas comunidades indígenas desarrollaran mecanismos de resistencia para controlar sus resguardos y hacer frente a la violencia que viven todavía a diario. Por eso crearon en 2001 un contingente de unos 8.000 hombres y mujeres de todas las edades que no portan armas, sino un bastón de mando tallado en madera y adornado con cintas de colores.
Los nasa están ya cansados de un conflicto armado que llevan años resistiendo al tiempo que desarrollaban su propio proyecto de vida, que hoy cuenta con una fortalecida organización política y social. Su esperanza ahora es que los acuerdos de paz traigan las prometidas ayudas a las zonas que más sufrieron el conflicto. Y que la reparación colectiva a sus comunidades se haga efectiva con mejores infraestructuras e inversiones en proyectos productivos, salud y educación.
Entre esos acuerdos estaría en discusión la sustitución voluntaria de cultivos ilícitos en una región donde buena parte de las familias indígenas vive de la marihuana y la coca para subsistir. Los nasa saben de los riesgos que entrañan estos cultivos por el efecto llamada que tienen sobre los grupos armados, pero no quieren renunciar del todo porque forma parte de su cultura. “Nosotros hicimos una propuesta donde les dijimos al Estado que la sustitución debía hacerse de manera gradual y que deben tener en cuenta que la marihuana la hemos utilizado aquí medicinalmente toda la vida. En ese sentido, planteamos poder generar proyectos alternativos con marihuana para usos terapéuticos. Lo mismo con la coca y la amapola. Entendemos que se debería sustituir el 50% y dejar el otro 50% para esos fines”, argumenta Sigifredo Pavi. El gobernador se compromete al tiempo a fortalecer otras líneas productivas que ya manejan, como sus criaderos de truchas o sus proyectos de transformación del café y de procesamiento de frutas y lácteos.
En los alrededores de Toribío hay nuevos actores armados que ocuparon los espacios de las FARC y empezaron a reclutar menores
Otro de los temas espinosos será la reintegración de exguerrilleros a la vida del municipio. En la cercana localidad de Caldono se concentran unos 450 excombatientes en su tránsito a la vida civil. Muchos son también indígenas. Las autoridades nasa siempre rechazaron tajantemente que alguien de su etnia ingresara en la guerrilla, y sus relaciones con las FARC nunca fueron demasiado amistosas. Sin embargo, los indígenas impulsaron el programa Regreso a casa, que pretende brindar a los jóvenes excombatientes posibilidades en educación, salud y proyectos de vida. “Sabemos que será complicado porque ellos traen ya otra mentalidad, pero independientemente de que ellos prosigan con las FARC como movimiento político, vamos a darles todo el apoyo”, señala el Pavi.
Los nasa quieren también que el ejército se acabe marchando de la región. Las relaciones con ellos tampoco fueron nunca buenas. Durante años denunciaron abusos y exigieron que retirasen las trincheras que levantaban frente a sus casas o directamente incrustadas en ellas “Siempre dijimos que no queríamos a ningún actor armado en nuestro territorio”, sentencia el gobernador indígena.
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