Elogio de la sencillez
La hispanista, que ha recuperado un recetario del siglo XVIII, recuerda la sencillez de preparar una ensalada en Vanuatu y la emoción que le suscitó.
NOS CONOCIMOS hace muchas lunas en Ambrym, tu isla natal en la región de Vanuatu. Hace una treintena de años que no te veo. “Mi no lukum yu longtaem”, como dirías hablando en el pidgin de las islas.
Me pregunto si recuerdas el día que me enseñaste cómo preparar una ensalada de pescado. Nosotros éramos tres, y habíamos viajado desde Port Vila, la capital, hasta vuestro pueblo de arenas negras teñidas por la lava. Mis compañeros, agentes forestales, fueron conduciendo hacia la selva, a través en las pendientes del volcán, mientras contemplaba cómo las profundas olas del Pacífico rompían en el distante arrecife. Tú preparabas la cena, sava, al aire libre y me invitaste a unirme. Nos sentamos un buen rato para limpiar el pescado, extrayendo diminutas espinas y retirando las plateadas escamas. Exprimimos las limas con las manos, colando el jugo con una red que te sacaste del bolsillo. Abriste los cocos a golpe de machete, pero rallar la carne era una tarea lenta y repetitiva. No hay prisa, dijiste, y empezaste a cantar en voz baja. Al final, juntamos pequeños montones de virutas blancas que exprimimos con la mano mientras la crema de coco rebosaba entre nuestros dedos. Cuando por fin terminamos, la tarde se había ido.
No hay plato más simple que una ensalada pero, aquella noche, cuando serviste el cuenco, los aromas a coco, cítrico y pescado salobre cantaban mientras tú nos contabas los diferentes nombres usados en la isla para referirse a una docena de tipos de redes de pescar, el aumento de la temperatura del agua del arrecife y el riesgo de intoxicación por consumo de sus pescados.
Cuando regresé a Europa intenté preparar la ensalada en mi casa de Londres, pero los sustitutos del coco y la lima me resultaron estridentes, como buena parte de la cultura de la ciudad. Decidí entonces bajar hacia el sur y me asenté en Madrid, donde encontré un mayor aprecio por la simplicidad que, de alguna forma, había remodelado mis gustos durante mi estancia en la isla, esa aparente espontaneidad que comporta complejidad y que se encuentra en la música, la escritura y la comida. La misma que escucho en el cante flamenco, la poesía de Miguel Hernández y la cocina del chef Andoni Aduriz, por ejemplo.
Un día me dieron un libro de recetas de 1745 escrito por un fraile franciscano llamado Juan Altamiras. Su interpretación de la sencillez, mezclada con todo tipo de sutilezas referidas al sabor, el humor, la espiritualidad y el mestizaje me dejó fascinada. Comprender la importancia de los sabores naturales me costó un largo viaje, pero todo acabó encajando gracias a esa tarde que pasé contigo, cuando vislumbré por primera vez los matices de la sencillez, la pureza y el tiempo que se necesita para comprenderlos.
Quería darte las gracias, Sempel. Tangkyu. Ayer escuché una canción de los pescadores de Ambrym pidiéndole al mar que siga en calma para que los viajeros puedan llegar sanos y salvos a su destino. Quizás fuese la que tú cantabas hace tanto tiempo, cuando cocinamos juntos.
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