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Tribuna
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Una decisión noble

La renuncia del embajador de EE UU en Panamá ejemplifica la labor de un diplomático

Jorge G. Castañeda
El presidente estadounidense, Donald J. Trump.
El presidente estadounidense, Donald J. Trump.MIKE THEILER / POOL (EFE)

El 12 de enero se hizo pública la renuncia del embajador de Estados Unidos en Panamá. Junto con el encargado de negocios norteamericano en Pekín, se trata del único par de jefes de misión bajo Donald Trump en negarse a seguir siendo sus representantes ante otro gobierno.

John Feeley fue consejero político en la embajada estadounidense en México a principios de este siglo, y después Vicejefe de misión entre 2009 y 2012 y tiene muchos y buenos amigos en México, entre los cuales me siento orgulloso de contarme. La nota que escribo debe leerse en ese contexto.

Habiendo sido marine, Feeley ingresó al servicio exterior de su país hace treinta años. Así explicó su renuncia: “Como joven funcionario del servicio exterior, firmé un juramento de seguir lealmente al presidente y a su administración de manera apolítica, aun cuando pudiera no estar de acuerdo con algunas posturas determinadas. Mis mentores me aclararon que, si yo llegaba a creer que no podía cumplir ese juramento, mi honor me obligaría a renunciar. Ese momento ha llegado”. En sus diversos cargos, Feeley transitó por uno de los momentos más difíciles de la historia de las relaciones entre México y Estados Unidos en 2010, cuando el presidente Felipe Calderón expulsó al Embajador Carlos Pascual de México (entonces jefe y amigo de Feeley), con el pretexto de un cable de WikiLeaks, pero en realidad por haberse relacionado amorosamente con la hija de un alto dirigente del PRI (entonces partido de oposición). Aunque la Secretaria de Estado Hillary Clinton reconoció en sus memorias que se trató del momento más doloroso de su gestión, aceptó sin mayores miramientos la expulsión. Actitud que algunos pudieran haber cuestionado. Feeley no.

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Pero Trump rebasó el límite de lo aceptable para Feeley, incluso antes de haberse referido a Haití, El Salvador y a varios países africanos en los términos que lo hizo. Su decisión refleja el dilema que viven todos los integrantes de un servicio civil de carrera, como lo es el servicio exterior en la mayoría de los países. Por un lado, trabajan para el Estado, y su lealtad se debe precisamente al Estado, no al presidente de turno. Pero en política exterior, las decisiones presidenciales revisten un peso específico que no siempre puede ser ignorado. En México tuvimos el caso de Octavio Paz, miembro del Servicio Exterior Mexicano, quien solicitó licencia en 1968 después de la matanza de Tlatelolco, un acto de política interna que sin embargo imposibilitó la estadía del poeta en la India como representante del Estado.

Tanto en América Latina como en Europa, abundan las circunstancias que a lo largo de los últimos cincuenta años han llevado a numerosos diplomáticos de carrera a “bellos gestos” como el de Feeley. El costo es elevado: con 56 años de edad, John Feeley poseía un futuro atractivo en el Departamento de Estado.

Por eso es tan noble y encomiable su decisión, y tan aleccionadora. Hay momentos en la vida de un funcionario, aún de carrera, cuando su permanencia en un gobierno resulta intolerable, porque lo vuelve cómplice de comportamientos reprobables. Cada quien tiene su propio límite, y los de un funcionario no son extrapolables a otro.

El ejemplo sirve para comprender y cuestionar la obcecación de personas en teoría dotadas de ciertos principios en el gobierno de Trump. En particular de los llamados cuatro adultos: los generales Kelly, MacMaster y Mattis, y el secretario de Estado Tillerson. Se supone que estos personajes arriesgan algo al persistir en su afán de mantenerse al lado de su excéntrico jefe extremista. Disponen de prestigio propio, criterio académico, cosmopolita o empresarial, y de cierto sentido del Estado.

El pretexto para justificar su permanencia en la administración tiende a ser que sin ellos todo sería peor. Alegan que solo ellos ponen orden y evitan una catástrofe. Sabemos que nadie es indispensable, pero este tipo de explicaciones además de ser falsa, debe ser inaceptable para una persona de bien. Nadie puede afirmar que una alternativa puede ser peor que el statu quo, pero cualquiera comprende que, si el statu quo es impresentable, hay que hacerse a un lado. Lo otro es oportunismo disfrazado de falso heroísmo.

Jorge G. Castañeda fue ministro de Asuntos Exteriores de México.

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