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Tribuna
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¿Vuelta a la normalidad en Cataluña?

España necesita cambios estructurales, en contra de lo que el presidente del Gobierno presupone y de la parálisis de los principales líderes del arco parlamentario

Juan Luis Cebrián
NICOLÁS AZNÁREZ

Desde que el Senado aprobara el pasado otoño la intervención de la autonomía catalana por los poderes del Estado ha sido unánime el clamor en demanda del regreso a la normalidad en el antiguo Principado. Tanto el Gobierno y los partidos que aplaudieron la aplicación del artículo 155 como los líderes independentistas, para no hablar de la nutrida tropa de tertulianos que asola los medios, han insistido en que ese retorno a lo que cada quien considere normal se producirá como consecuencia del resultado de las elecciones, cuya primera derivada ha de ser la inminente constitución del Parlamento salido de las urnas. Si por normalidad se entiende el ajustarse a la norma, que es la ley en el Estado de derecho, las decisiones judiciales y la propia aplicación de la Constitución lo garantizan. Pero la fractura social y política que vive Cataluña, y la que se aprecia entre esta y el resto de España, tardará años en soldarse en el mejor de los casos, por lo que es difícil imaginar nada parecido a una vuelta inmediata a la normalidad en la política española, víctima de heridas que podrían ser letales si no se toman las medidas adecuadas.

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Pacificados en parte los ánimos, aunque solo sea en virtud de la aplicación del orden, no son pocos los líderes que insisten en que de lo que hay que hablar ahora es de lo que preocupa a los ciudadanos: futuro de las pensiones, generación de empleo, lucha contra la corrupción, etcétera. Siendo esto absolutamente cierto, la mayoría de esos problemas se deben a fracasos del sistema, cuyo funcionamiento es preciso revisar. La democracia es antes que nada un método, una formalidad que garantiza entre otras cosas que el fin no justifica los medios. Y si sus reglamentos no sirven para atajar los problemas de fondo es preciso reformarlos. Hoy por hoy, varios millones de ciudadanos españoles, casi un tercio del censo, otorgan su voto a formaciones políticas abiertamente beligerantes contra ese sistema, al que consideran culpable de las desigualdades e injusticias, de la agresión a las identidades de todo género y de la privación de derechos (algunos llegan incluso a hablar de libertades) a amplias capas de la población. Es la revolución de los indignados que lo mismo sirve para sostener a Trump en la Casa Blanca, sacar al Reino Unido de Europa, entronizar la extrema derecha en Polonia y Hungría o dejar los intereses y las ensoñaciones de un puñado de plutócratas catalanes en manos del movimiento okupa. En definitiva, las dificultades se refieren a la crisis institucional de la democracia representativa, que en España adquiere perfiles singulares, pero no tanto que no puedan aplicarse recetas y soluciones de ámbito casi universal.

Tenemos un país gobernado por un partido en minoría, cuya principal táctica a corto plazo es destruir en lo que pueda a su principal socio en el Gobierno, del que depende de manera casi absoluta para la gobernanza efectiva; con una izquierda fragmentada y desorientada, que maneja eslóganes en vez de ideas y facundia antes que proyectos; un calendario judicial que hace previsible la próxima entrada en prisión por robo al erario público de un cuñado del rey, mientras un exvicepresidente y varios exministros de los Gobiernos del actual partido gobernante han sido o pueden ser condenados a cárcel por corrupción. Hay también cinco miembros del anterior Gobierno catalán fugados para eludir la acción de la justicia al tiempo que otros podrían ser investidos con el poder político, pero se verían obligados a ejercerlo desde sus celdas. Y de todos los honorables nacionalistas que han sentado sus reales en el trono de Berenguer durante la actual democracia solo el breve e inolvidable Tarradellas ha evitado comparecer ante los tribunales. O sea, que después de lo sucedido con Jordi Pujol, que de protagonista de la Transición se ha convertido en algo parecido a un capo mafioso, o con Puigdemont, un bufón en la presidencia de su Barataria particular, hablar de volver a la normalidad en Cataluña supone un empeño loable y una asignatura obligatoria, cuyo aprobado final nos puede exigir una década de esfuerzos y evaluaciones permanentes.

Nuestro modelo de convivencia se ve ahora amenazado por una corriente de nuevo centralismo

Las encuestas ponen de relieve que la preocupación ciudadana por el proceso catalán está en declive y sin duda es víctima del hartazgo que provoca en la opinión pública. Esta ha comprendido que la unidad de España no está en peligro, toda vez que el poder del Estado la garantiza, pero quizá no sea consciente de la amenaza que se cierne sobre el modelo de convivencia emanado de la Constitución de 1978. Se nos llena la boca y la memoria al recordar que gracias a ella nuestro país ha conocido una etapa sin precedentes desde hace siglos en el crecimiento económico, el disfrute de la libertad y la proyección e influencia en el resto del mundo. Pero nuestro modelo de convivencia se ve ahora amenazado por una corriente de nuevo centralismo, como acto reflejo frente a las revueltas populares alentadas por los líderes de la sedición en Cataluña. Los éxitos de nuestra democracia se deben a la existencia del Estado de las autonomías y es preciso insistir en que los errores o excesos cometidos son culpa en gran parte de la renuncia de los Gobiernos de Madrid a la hora de cumplir con su obligación, a cambio de eventuales apoyos parlamentarios de quienes luego han decidido echarse al monte. En una palabra, a la ausencia de un poder federal que garantice la solidaridad y lealtad mutuas entre los diversos componentes de ese Estado.

Hace más de cinco años, Artur Mas visitó Madrid un día de septiembre para pronunciar una conferencia en el hotel Ritz y entrevistarse con Rajoy, al que le solicitó soberanía fiscal para Cataluña. Tuve la oportunidad de almorzar en privado con él después de su visita a Moncloa y fui testigo de su convicción a la hora de poner en marcha lo que luego se convertiría en el procés, toda vez que se sentía arropado por la presión de la calle en las manifestaciones de la Diada. Le advertí entonces sobre la reacción extrema que su actitud podría provocar en lo que da en llamarse la España profunda, representante de un sentimiento nacionalista tanto o más exacerbado que el de los independentistas catalanes. Despreció mis comentarios sobre el despertar de ese león dormido, cuyos rugidos dijo haber escuchado ya, pues los confundía con algunas opiniones editoriales de periódicos de la derecha, e insistió en que sería una sinrazón la eventual suspensión de la autonomía catalana, que no creía pudiera llegar a producirse. Le insistí entonces en que los nacionalistas catalanes acusan con frecuencia a los observadores foráneos de no entender bien lo que pasa en su país, y quizás tengan razón en muchas ocasiones. Pero no deberían desoír a quienes les advierten de que ellos tampoco entienden ni saben calibrar el sentimiento y actitud política del resto de los catalanes ni de la mayoría de los españoles. A las pruebas me remito.

Es preciso robustecer el Estado de las autonomías reconociéndole su carácter federal

El regreso a la normalidad en la política catalana y en la española exige por todo ello cambios estructurales, en contra de lo que la abulia del presidente del Gobierno presupone y de la parálisis de iniciativas que atenaza a los principales líderes del arco parlamentario. La reforma de la Constitución no es una de las opciones posibles sino, contra lo que opina el partido del Gobierno, la necesidad primera que permita consolidar el futuro del régimen del 78. Los profesores Muñoz Machado y Aja pusieron sobre la mesa hace ya meses una propuesta que merece más atención y estudio que la que hemos visto. Es preciso robustecer el Estado de las autonomías reconociéndole su carácter federal y proporcionándole las fortalezas e instrumentos que garanticen a un tiempo la solidaridad y la eficacia de su acción. Una revisión del Título VIII, una refundación del Senado, cuya mejor contribución a las autonomías de este país ha sido paradójicamente la suspensión de una de ellas, y una eliminación de la protección constitucional a la provincia como circunscripción electoral son algunas de las mudanzas necesarias para revitalizar nuestra vida política y poder hacer frente a los llamados problemas reales, como si la ruptura de la convivencia entre las gentes, la fuga de empresas y profesionales, el deterioro del turismo y la inversión no lo fueran. Todo ello permitiría en un futuro no lejano la revisión del Estatuto de Cataluña y de otros si así lo quisieran, y la convocatoria en un referéndum legal a los ciudadanos a fin de que pudieran expresar su apoyo al modelo de relación con el resto de España.

El mejor de los argumentos que se le ha oído a Mariano Rajoy para oponerse a estas iniciativas, o cuando menos retrasarlas todo lo que pueda, es que “todo esto es un lío”. Pues para lío, este en el que andamos metidos ahora por no haber emprendido las reformas a su debido tiempo y andar siempre mirando para otro lado.

Juan Luis Cebrián es presidente de EL PAÍS y miembro de la Real Academia Española.

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