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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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Pachamanca en Nasca

El guiso andino celebra la vida y la fertilidad de la madre tierra

La preparación de una pachamanca sobre piedras calientes en Lima.
La preparación de una pachamanca sobre piedras calientes en Lima.Getty Images

La pachamanca de Olivia Sejuro es de las más simples que he comido. Llegue a ella por una bendita equivocación, justo en medio de un viaje a Nasca, y me quedé enganchado desde que me la anunciaron. Esta noche cocinan pachamanca, un guiso ritual andino que se remonta muy atrás en la historia de esta parte de la cordillera andina y de su gente. Hay quien encuentra antecedentes de esta preparación, que consiste en cocinar bajo tierra aprovechando el calor de grandes guijarros previamente atemperados en un copioso fuego, en restos arqueológicos del neolítico, datados hace siete u ocho mil años, que no es poco tiempo.

La pachamanca no es un guiso cotidiano; más bien, una preparación ritual; el origen de una fiesta monumental que celebra la vida y con ella la fertilidad de la madre tierra. No es algo de cada día en un medio tradicionalmente humilde y sencillo embarcado en una lucha permanente por la subsistencia. De hecho, es una preparación que reúne lo cotidiano —la papa, el camote y algún tubérculo más, con choclo, habas, yuca…— con los grandes lujos de las despensas andinas, que vienen a ser las carnes, siempre esquivas en la dieta tradicional: cerdo, vaca, carnero, cuy, pollo, tal vez llama y muy ocasionalmente alpaca. A veces, todas juntas; otras, alguna de ellas. Además, están las hierbas aromáticas que representan los sabores esenciales de la cultura serrana: huacatay, paico, chincho, muña… No hay reglas fijas para esta descomunal celebración culinaria. Los ingredientes varían, del mismo modo que lo hacen los condimentos y los adobos que sazonan algunas carnes.

El escenario es un hueco excavado en el suelo, normalmente, forrado con una pared de piedras, en el que se hace un copioso fuego. Sobre él se calienta una buena cantidad de grandes guijarros. Consumido el fuego, los ingredientes ocupan su lugar dispuestos por capas. Abajo las carnes, luego los tubérculos, finalmente, hortalizas, choclos y queso. Los productos más delicados y sensibles al calor llegan a su vez envueltos en atadillos montados con hojas de maíz o del propio plátano. Una vez vi cómo incluían una olla de barro con arroz condimentado y agua. El conjunto se va alternando con los guijarros calientes y se protege con grandes hojas de plátano, separando cada capa de la siguiente, y acaban formando una cobertura verde que termina tapándose con arpilleras húmedas. El remate final es una lona y, sobre ella, una gruesa capa de tierra que convierte el suelo en una suerte de horno natural.

La fórmula guarda muchas similitudes con otras preparaciones tradicionales en América Latina, como el recado yucateco —lo he comido rojo o negro, dependiendo del color de los condimentos— que he visto cocinar enterrado, aunque dentro de una olla, en alguna comunidad maya, y el curanto mapuche, tradicional al sur de Chile y Argentina, más cercano a la pachamanca, aunque mezcla carnes y mariscos.

Olivia Sejuro ha convertido la ceremonia generalmente multitudinaria de la pachamanca en un acto íntimo y casi familiar. Se la encargan grupos que acuden al Wasipunko, su hotel en las afueras de Nasca. No sé cómo será otros días, pero hoy somos tres y su pachamanca ha dejado de ser un guiso comunal para convertirse en un acto íntimo y familiar, con menos ingredientes de los habituales. La están preparando delante de mí y veo enterrar, siguiendo un cuidadoso orden, una pieza de carne de cerdo adobado, un atado con pollo condimentado con pimiento rojo y algunas hierbas tradicionales, camotes, papas, habas, choclos y un fardo conteniendo trozos de queso envueltos en hojas de maíz.

Olivia utiliza las brasas del fuego en el que ha calentado las piedras como lecho para las piezas de carne, lo que reduce el tiempo de cocción a poco más de hora y media. La ternura y el sabor de las carnes respaldan su preparación. La pachamanca más bizarra que he comido me la sirvió hace años un grupo de reclusas del penal de mujeres Anexo 1, en Chorrillos (Lima). No había hueco en el suelo —imposible excavarlo en aquel patio sellado con hormigón armado—, así que lo prepararon en una olla, como a menudo se cocinan el curanto y los recados en México y Chile.

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