En Bangassou hay dragones
La situación en la República Centroafricana empeora tras casi cinco años de conflicto
Bangassou, una ciudad de unos 35.000 habitantes situada en el sureste de la República Centroafricana y separada de la República Democrática del Congo por el impresionante río Mbomou, es un paraíso natural. La selva intensa de esta parte del mundo, de una fertilidad y belleza absorbentes, contagia de vida, hipnotiza con sus sonidos y obliga a vigilar tu cabeza porque en cualquier momento puede caer sobre ti un mango, una piña, un coco o cualquier otro fruto de la variedad infinita de árboles que la pueblan. Muchos de ellos milenarios. Desde hace un poco menos tiempo, desde mayo de 2017, si uno se adentra por los caminos, también hay que vigilar, además, para no recibir un disparo de los antibalaka, de los séléka, de saqueadores sin pretexto revolucionario o, incluso, de un soldado de los cascos azules que pueda confundirte con uno de los anteriores. Así están las cosas.
El origen de todo esto está en el golpe de Estado que en 2013 dio la guerrilla Séléka, cuya bandera era la reivindicación de derechos para los musulmanes centroafricanos (el 15% de la población). A partir de entonces el país entró en una espiral de decadencia que le ha impedido salir del último lugar de la lista del Informe sobre Desarrollo Humano del PNUD. No es que antes del conflicto estuviera mucho mejor, pero se hace más llamativo aún por el hecho de ser un país prácticamente tutelado por las Naciones Unidas.
Hasta hace pocos meses, Bangassou se consideraba como el último bastión de la concordia centroafricana. Una muestra de que la ahora tan manida cohesión social era posible, en un contexto en que uno de los motores principales del desarrollo y referencia de seguridad con que contaba la población era la misión católica del misionero comboniano y obispo de la región, Juan José Aguirre. Ahora, la verdadera cohesión social, como he escuchado aquí, se presenta en las fosas comunes donde se entierran juntos a musulmanes y no musulmanes.
Bangassou es la fotografía del vacío, es habitual el sonido de las balas
Recién despedido 2017, tras mucho tiempo y esfuerzos empleados para la convivencia y la concordia, Bangassou es la fotografía del vacío. La mitad de la población y parte de los religiosos y religiosas ha huido, la misión ha sido atacada y saqueada varias veces y sus obras y servicios están paralizados, como las escuelas, los institutos y los centros médicos. Y en medio de todo esto llega a trabajar aquí el nuevo obispo auxiliar, Jesús Ruiz, un misionero comboniano burgalés con gran recorrido en Chad y en el suroeste de RCA y un buen conocedor, por tanto, de los laberintos centroafricanos. Un hombre tranquilo, analítico y sensato como antídoto a este paroxismo del odio.
Es notable que cuando peor se ponen las cosas y huye de aquí todo el que puede, no solo se haya quedado Aguirre sino que además llega otro misionero para llevarle la contraria a las apariencias y proclamar que esta región no está dejada de la mano de Dios. Hay que tener mucha fe para aceptar este desafío.
Más allá de esa complejidad que encierra este conflicto, entre la población nadie tiene muchas dudas del porqué de este episodio. Si bien ya había antes una cierta mirada envidiosa hacia la próspera comunidad musulmana, el paso de la Séléka por aquí en 2013, saqueando a placer y respetando solo las propiedades de musulmanes, reactivó una bomba de rencor de efectos retardados que terminó de explosionar el pasado 13 de mayo, cuando un grupo antibalaka, (originalmente milicias contra la Séléka) llegó a Bangassou imponiendo su violencia sectaria y atacando la base de la ONU y las zonas habitadas por musulmanes. La comunidad musulmana se refugió en la mezquita central, que fue asediada a tiros por los antibalakas con la intención de asesinar a todos ellos; hombres, mujeres y niños. La intervención del misionero Aguirre durante tres días evitó una carnicería situándose incluso físicamente como escudo humano frente al edificio para evitar que disparasen. Habían asesinado ya a 40 personas y había más de 100 heridos cuando llegó.
Aguirre ofreció a los musulmanes refugio en la misión, en el otro extremo de la ciudad, logrando llevar hasta allí a unos 2.000, gracias a la protección eficaz y diligente de cascos azules portugueses. Se habilitó un campamento de refugiados ad hoc y se encargó su protección a los soldados marroquíes de la MINUSCA (Misión Multidimensional Integrada de Estabilización de las Naciones Unidas en la República Centroafricana), también de religión musulmana, dato importante en esta coyuntura.
Entonces comenzó el acoso armado de los antibalaka a lo largo del perímetro del campamento, con ataques también al dispositivo militar. Los soldados marroquíes de la MINUSCA respondieron disparando al aire durante sus patrullas, pero también a todo lo que se movía. Y, a veces, lo que se movía era una señora lavando ropa junto a su casa o un muchacho llegando a la suya por los caminos de la selva.
La población se ha cocido en el jugo venenoso de la revenganza
Tras esto, la población se ha cocido en el jugo venenoso de la revenganza y de la exacerbación de los mensajes violentos contra los musulmanes (y viceversa) que han generado un rosario de desencuentros y una sucesión de muertes que se traducen en una completa fractura social.
Los musulmanes siguen viviendo en lo que es ya un campamento de refugiados en toda regla y, como zona caliente que es, en un par de kilómetros a la redonda ha huido todo el mundo y se ha paralizado la ciudad. Entre otras razones porque alrededor de 50 de los refugiados son conocidos violentos, están armados y la población les teme.
Esa parálisis de Bangassou se extiende al mercado central, decorado por un siniestro silencio roto simbólicamente por graznidos de cuervos, a los cientos de casas abandonadas, a los antiguos caminos vencidos por la pujanza del verde de la selva, a los pequeños puestos de multiventa desocupados a lo largo de los caminos o a las instalaciones de las ONG, que ya han abandonado la ciudad salvo la honrosa excepción de Caritas y Cordaid. Médicos sin Fronteras se fue en noviembre después de que su sede fuese asaltada y saqueada por ese grupo de musulmanes violentos que vive en el campamento.
Precisamente, en una visita fotográfica al mercado central, me topo con un grupo de cinco sujetos armados con fusiles. Se sorprenden de verme tanto como yo a ellos y me someten a interrogatorio. Se presentan como antibalakas a lo que suman automáticamente el apellido de “grupos de autodefensa por la paz” y “para echar a los musulmanes extranjeros de Bangassou”. Después de invitarme a entregarles un “regalo” en forma de dinero, mi reloj o algo de valor, se identifican los cabecillas; son dos de los cuatro jefes antibalaka que se dividen el dominio de los barrios. Dos tipos causantes de muchos asesinatos, entre ellos, el del infeliz musulmán que hace unos meses fue capturado y arrastrado del cuello con una moto por toda la ciudad frente a su familia y amputado antes de tirar sus restos al río.
Me explican, entre risas, que están trabajando para defender la ciudad cazando a todos los musulmanes que puedan hasta que estos se marchen a Sudán y a Chad. Sus ojos inyectados en sangre y su actitud alterada y violenta tienen mucho que ver con el consumo de Tramol (Tramadol, un analgésico opioide) ingerido con bebidas alcohólicas de calidad deplorable. Una epidemia en la que muchos jóvenes de Centroáfrica se refugian desde hace años para evadirse de la tristeza, del hambre y de la falta de esperanza.
Poco después de marcharse, escucho ráfagas de disparos durante unos 10 minutos. Es tan habitual el sonido de las balas aquí que las dos personas que me encuentro en el camino y que circulan sin inmutarse me dicen que no pasa nada, que esté tranquilo: “solo es la gente de uno de los cabecillas, pero están disparando al aire”... Lo normal, en suma.
Para ampliar visión sobre estos grupos, gestiono una cita con el líder más importante de estas milicias en esta ciudad, el general Kevin Bere Bere, un antiguo cabo de las antiguas Fuerzas Armadas Centroafricanas, que no se presenta como antibalaka sino como “los autodefensa” y me recibe dispuesto a posar con sus hombres aunque para ello antes le haya exigido dinero a mi cicerone.
El cuadro se me antoja un poco grotesco, el general está sentado apoyando su AK47 en las piernas después de colocar su pistola sobre la mesa, fumando y con gesto de desdén, con su desigual ejército formando una cortina a sus espaldas, con pose no menos agresiva. La mayoría son muchachos de no más de 19 años, nada ajenos a la sensación de matar y torturar a una persona. Y recuerdo en ese momento los cines (casetas con un televisor y un DVD al fondo) de Bangassou y de tantos otros lugares de África con una cartelera de títulos imposibles y contenidos extremadamente violentos y primarios de serie z, atestadas de niños de todas las edades que miran absortos todo tipo de excrecencias narrativas de brutalidad.
Ante las cuestiones que le planteo a Bere Bere, este se centra en una idea: ellos quieren la paz por encima de todo, pero para dejar la violencia el Gobierno debe comprometerse a proporcionarles casa, trabajo y dinero. No puede haber un resumen más elocuente de uno de los grandes males de la RCA de hoy: grupos de delincuentes tienen a la población como rehén y exigen un rescate para dejarles en paz. Una fórmula que se corresponde llamativamente con algunos incentivos de las políticas de DDR (Desarme, Desmovilización y Reintegración de combatientes) de las Naciones Unidas. Esa es su paz. Si alguna vez los antibalaka fueron una expresión popular de autodefensa, como ellos dicen, hoy son pura y simplemente delincuentes que incluso en algunas zonas actúan aliados con sus supuestos archienemigos Sélékas.
¿Qué tiene esto de enfrentamiento religioso?
Ya en el campamento de los musulmanes, me he encontrado con viejos conocidos de cuando en 2014 y 2015 rodé un documental aquí. Alí Idriss, presidente entonces de la juventud musulmana, es ahora el líder de toda su comunidad. Le encuentro charlando con Bitené, un carnicero con quien tuve muy buena relación hace cuatro años y que me saluda efusivamente. Los dos me ponen al día de la situación, de su punto de vista sobre el conflicto y constato que sus posiciones se han radicalizado mucho respecto a hace tres años. Hablan desde la frustración por haberlo perdido todo y acusan a los no musulmanes de pretender expulsarles para apoderarse de sus propiedades.
Tras visitar su antiguo barrio, Tokoyo, ciertamente se puede decir que en gran medida es cierto. Ocurrió igual con la llegada de la Séléka respecto a los no musulmanes y esta vez toca a la inversa. En ambos casos se sumaron al saqueo también algunos elementos civiles freelance. En definitiva, el gran clásico del lado oscuro del ser humano actuando en una guerra civil, cuando afloran venganzas por viejas deudas, celos y envidias.
Para evaluar la situación y tratar de mejorar las cosas, ha venido aquí el jefe de la MINUSCA, Parfait Onanga-Anyanga, a quien algunos señalan como el verdadero presidente de la RCA en la sombra. Su programa incluye reuniones con Juan José Aguirre y con Alí Idriss, por este orden.
En la sede de la misión católica, Juan José Aguirre, acompañado de Jesús Ruiz y de varios religiosos de la diócesis, le ha expuesto, en resumen, la necesidad de actuar deteniendo y desarmando también a los refugiados armados y de tratar de cambiar de sitio el campamento para normalizar la vida de los vecinos y permitir el inicio del curso escolar y la llegada de pacientes a los hospitales, entre otras cosas. Le ha hecho ver que si se mantiene el statu quo, la posibilidad de que todo acabe en un baño de sangre es elevada, tal y como están los ánimos, y por la gran cantidad de armas en manos de la población.
La réplica de Onanga-Anyanga ha sido terriblemente árida y en tono severo y elevado. Tan vehemente que, poco después de comenzar su respuesta, me ha ordenado que deje de grabar la conversación porque lo que tenía que decir era “muy grave” y no quería que pudiera “verse en Youtube”.
La idea que traslada es, fundamentalmente, que Aguirre debe ocuparse de sus asuntos diocesanos, no sugerir intervenciones militares de la MINUSCA y, como cristiano que es, si finalmente se desata un enfrentamiento sangriento, asumir su rol religioso y entregarse al martirio. Receta parecida para los soldados de la ONU: su eventual muerte está asumida en virtud de su compromiso laboral.
La ONU está fracasando en Centroáfrica, especialmente en seguridad
Quizá este mal humor y esa dureza exhibidas por Onanga-Anyanga estén potenciadas por la sensación cada vez más latente y generalizada de que la misión de la ONU está fracasando en Centroáfrica, especialmente en lo que se refiere a la seguridad pero también por la desafección de la población general hacia la presencia extranjera y a que esta guerra civil se está enquistando. Pero me da la impresión de que lo que más le ha desquiciado es el hecho de que se plantee la existencia de armas en un campamento de refugiados protegido por la ONU, lo que contraviene las propias reglas de esta organización. Y dudo que ignore este hecho porque los cascos azules senegaleses, tras una investigación, obtuvieron unas fotografías de esas armas en manos de varios de sus propietarios dentro del campamento.
La reunión con Alí no me han autorizado a grabarla ni a presenciarla. Al finalizar, Alí me cuenta que está muy decepcionado. Según dice, el jefe de la MINUSCA le anuncia que por el momento seguirá todo como ahora, confinados en el campamento, pero a su vez le ha trasladado una frase de Aguirre que depende de cómo se diga es peligrosa: si no abandonan este campo de refugiados “habrá un baño de sangre”.
Nunca sabremos si ha sido una interpretación que ha hecho Alí o una manera torpe por parte de Onanga-Anyanga de explicarle la postura de Aguirre, pero es revelador del absoluto maniqueísmo y toxicidad que reinan aquí, que alguien entienda (o sugiera maliciosamente) una cierta connivencia del obispo Aguirre con los Antibalaka. Un hombre que ha arriesgado varias veces su vida por salvar la de otras personas (en muchos casos de religión musulmana) o que conoce el tacto nervioso de la boca de un Kalashnikov balaka en su cabeza por llevar a gente escondida en su coche para ponerles a salvo en el otro lado del río, por ejemplo.
En cualquier caso, la corriente de aire polvoriento que deja al marcharse la caravana de seguridad de cinco vehículos que acompaña a Onanga-Anyanga en su visita de unas horas, ha ayudado a avivar un poco más este fuego de enfrentamientos.
En general, la gente está tocada y la esperanza ha caído en desuso. El monotema se trata durante las 24 horas del día con pesimismo y con la convicción de que el desastre aspira a acompañar durante mucho tiempo, quizá una o dos generaciones. El rencor es cosa muy adherente. Todo ello a pesar de que por aquí han pasado el presidente de la nación y varios ministros, el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, el cardenal Nzapalainga, autoridades varias y un buen puñado de informadores acompañando a estos, que han ofrecido cumplida información. Nada ha mejorado. Bueno, quizá sí, ahora también hay un grupo de cascos azules gaboneses protegiendo la misión católica además del citado grupo marroquí protegiendo el campamento. Como admiten todos, una metáfora del componente de identidad religiosa que marca este conflicto: musulmanes frente a no musulmanes hasta en la asignación de cascos azules.
Lo que también es una idea que circula de boca en boca (el rumor es la fuente de información por excelencia en Centroáfrica) es que Bangassou es ahora mismo un enclave estratégico de primer orden para el mantenimiento de esta vaporosa paz actual de Bangui, capital del país. Si se expulsa a los musulmanes, la noticia llegará inmediatamente al barrio del PK5 (barrio musulmán de la capital) y retornará allí una violencia que ahora se administra solo en pequeñas y puntuales dosis. Y eso es algo que política y estratégicamente hay que evitar, aunque cueste el sufrimiento de unos pocos en la esquina remota de Bangassou.
Supongo que en el resto del mundo todo esto se ve minúsculo y demasiado lejano e inhóspito, quizá imaginando que aquí hay dragones, como decía la cartografía antigua cuando se trataba de tierras desconocidas. Ni que decir tiene que para los vecinos de Bangassou, de todos estos movimientos y decisiones políticas de Nueva York, Bruselas, Addis Abeba y Bangui, dependen sus vidas nada menos. Todo lo cual invita a una reflexión acerca de las distintas categorías que establecemos sobre los conflictos y al valor que le damos a unas y a otras vidas, en función de la cercanía a la que pueda salpicar su sangre o en la medida en que influirán los acontecimientos en la factura de la luz o el precio de mi móvil.
Y sí, en Bangassou hay dragones.
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