Movida
Nadie mejor que un exconseller que no se da por destituido pero ha cobrado el finiquito para saber lo lejos que está dispuesto a llegar
Produce nostalgia leer en las vísperas a Salvador Pániker. “Yo estoy muy a gusto aquí porque este país, a pesar de un cierto racismo emergente, es un país de híbridos y mestizos, un país abierto a Europa, un país moderno. Aquí no ha hecho falta una movida como en el resto de España, aquí estábamos ya al día”. Han pasado más de veinte años de estas declaraciones que Pániker le hacía a Joan Barril. Siempre están pasando veinte años de algo.
La SER ha colgado, en Podium, las intervenciones de Ortega y Gasset y Azaña en 1932 a propósito del Estatut: han pasado algo más de veinte años. Ortega habla del nacionalismo particularista: uno de intensidad variable “que se apodera de un pueblo y le hace desear vivir aparte de los demás pueblos”. Azaña dice que exagera y describe un “concepto sensual de la existencia poco compatible con el destino trágico” que dejaba caer Ortega.
Parafraseando el dicho sobre los buenos patriotas, se diría que un catalán piensa que es buen catalán si espera en la acera cuando el semáforo está en rojo y cruza cuando se pone en verde, aunque vea perfectamente cómo se acerca un camión a toda velocidad. Aun con los semáforos trucados para la ocasión, el independentismo se dispuso a cruzar la carretera siguiendo las nuevas directrices de quienes, al ver al camión, salieron corriendo a todas partes.
Nadie mejor que un exconseller que no se da por destituido pero ha cobrado el finiquito para saber lo lejos que está dispuesto a llegar. Nadie mejor que un expresident por Bruselas, camino de ser allí una figura tan popular como Pikachu en Sol, para declararse legítimo y presentarse a las elecciones convocadas al calor de una ley que no reconoce. Ni el que salió de la cárcel, después de la inspiración de Rosa Parks y Mandela, diciendo que la comida le había dado gases. Ni los dirigentes —todos— que tras anunciar que se separaban de un Estado autoritario y opresor, monstruoso en su ejercicio de la fuerza que había amenazado con muertos en las calles, no pudieron hacerlo porque “jamás pensamos que el Estado llegaría tan lejos”: aplicar la ley.
Esperaban de semejante dictadura oscura que fuese el primer Gobierno en reconocerles la independencia; de los “cerdos” de la UE, los segundos; de la democracia de bajísima calidad, que incumpliese sus propias leyes para plegarse a unas inventadas y también incumplidas, surgidas de una democracia tan impoluta que medio Parlament se tuvo que marchar para no ensuciarla.
No sólo de casi todo hace ya veinte años, como escribió Gil de Biedma: ahora para todo también hacen falta otros veinte.
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