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Columna
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Repensar la ley de partidos

Quienes pretendan lograr sus objetivos al margen de las leyes no deberían poder presentarse

Joaquim Coll
Los candidatos del 21-D antes del debate de La Sexta del pasado 17 de diciembre.
Los candidatos del 21-D antes del debate de La Sexta del pasado 17 de diciembre. Alejandro García (EFE)

En su queja, los independentistas algo de razón tienen. Es contradictorio que sus líderes puedan ganar unas elecciones al Parlament, como ocurrió en 2015 y tal vez vuelva a suceder este jueves, y acaben perseguidos penalmente por llevar a cabo aquello que habían prometido en sus programas electorales. A muchos nos satisface que nuestra democracia no sea militante, que la Constitución también ampare a quienes la rechazan, y puedan concurrir a las elecciones candidaturas que persigan objetivos que están fuera del consenso de 1978. Todo esto está muy bien, pero es evidente que lo que ha sucedido en Cataluña demuestra que algo falla.

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Durante muchos años una hiriente paradoja se producía en Euskadi hasta que en 2002 se revisó la ley de partidos para que una fuerza política pudiera ser declarada ilegal si “complementa y apoya la acción de organizaciones terroristas”. Poco después, el lehendakari Ibarretxe promovió una consulta soberanista que, tras aprobarse por la mínima en el Parlamento vasco, murió en el Congreso al ser ampliamente rechazada. Y ahí se acabó todo, porque no intentó materializarla. Pero el independentismo catalán no ha seguido este camino. El procés ha sido una sofisticada operación de desobediencia institucional para ejercer la autodeterminación.

Que los votantes puedan avalar programas a favor de la secesión unilateral, planteando vías de hecho, genera una contradicción que debería ser resuelta repensando la ley de partidos o con algún otro tipo de reforma. El objetivo en ningún caso puede ser prohibir la existencia de candidaturas que propugnen el llamado “derecho a decidir”; aspiración que, como aclaró el Tribunal Constitucional en 2014, tiene cabida siempre “que su consecución efectiva se realice en el marco de los procedimientos de reforma de la Constitución”. Ahora bien, lo que no puede ser es que alguien concurra a unas elecciones prometiendo llevar a cabo actuaciones que luego no podrá hacer sin cometer delitos. Esto es lo que ha pasado con los programas de Junts pel Sí y la CUP, situación que podría volver a repetirse ahora, aunque la implementación de la república catalana (que los separatistas consideran ya declarada) no tenga fecha en el calendario. La dura pugna entre ERC y la lista del huido Puigdemont empuja a que el mensaje sea “volveremos a unilateralidad si el Estado no quiere negociar”.

Después de lo sucedido urge una reflexión para evitar que la promesa de respetar la Constitución que efectúan los cargos electos sea mendaz y contradictoria con su programa electoral, que siempre pueden esgrimir como un contrato con sus votantes. En conclusión, aquellas fuerzas que pretendan avanzar en sus aspiraciones políticas utilizando vías de hecho, al margen de los mecanismos de la reforma constitucional, no deberían poder presentarse a las elecciones. Porque en democracia el problema no es el qué, sino el cómo.

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