El cocido
Pero los oprimidos preferimos jugarnos la vida por entidades fantásticas como Dios o la patria antes que por un pedazo de pan tan real como nuestra hambre
Si los dos millones de seres humanos que en Cataluña han salido a la calle por la independencia se hubieran unido para enfrentarse a la desigualdad y a la pobreza, habrían provocado en el mundo y en el resto del Estado una cantidad tal de adhesiones que España sería hoy un modelo de progresismo. Nos hallaríamos de golpe en la vanguardia de un movimiento imparable de trabajadores que cumplirían el viejo sueño del internacionalismo obrero. Por desgracia, quienes continúan más unidas que nunca son las fuerzas del capital y de la reacción. Pero los oprimidos preferimos, y esto resulta una rareza histórica increíble, jugarnos la vida por entidades fantásticas como Dios o la patria antes que por un pedazo de pan tan real como nuestra hambre. De acuerdo, no se amontonen, servidor no es un buen ejemplo de oprimido. Hago tres comidas al día y aún puedo encender la calefacción, además de disponer de tribunas como la de este periódico en donde se me permite decir lo que quiera (¡lo que quiera!) siempre y cuando mantenga unos niveles de cordura que este texto no rebasará. Pero del mismo modo que a otros les dolía España, a mí me duelen los mendigos, los explotados, los menesterosos, los jóvenes sin horizonte, las clases medias venidas a menos y los enriquecimientos repentinos, fruto de la especulación o de la evasión de impuestos, y no del sudor de la frente.
Imaginemos, pues, que las cantidades de soberanismo puestas en marcha durante el procés se transformaran en energías solidarias que, en vez de alimentar a Rajoy (y de rebote, a Puigdemont o a Mas), hubieran creado un caldo de cultivo para unir a los perdedores del sistema. Pero donde haya una bandera vistosa o un Dios airado, que se quite el cocido de los jueves.
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