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Carta blanca
Columna
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La vida en otros mundos

Patricio Pron

El escritor encomienda sus dubitaciones a la disquisición del autor Edward Lear. Que este lleve muerto más de un siglo solo juega a su favor.

DEAR MR. LEAR,

Que esté muerto no debería resultarle una sorpresa, pienso. Después de todo, desde niño tuvo una salud frágil, fue asmático, corto de vista, epiléptico: morirse debía estar en sus planes, por decirlo así. “En este mundo nada puede ser dado por seguro, excepto la muerte y los impuestos”, afirmó Benjamin Franklin. De hecho, morirse parece ser una actividad enormemente popular entre las personas sin vida, lo cual no quita que sea una excentricidad comparable a la de su “viejo señor de Cromero / que se puso en un pie para leer a Homero”: lo último que supimos de él es que a continuación se cayó de un muro.

Quizás morirse sea (también) extraordinariamente divertido: en casi todos sus limericks (esas composiciones de cinco versos que lo han hecho inmortal, lo cual no está nada mal para alguien muerto) los personajes fallecen de formas terribles y absurdas. Pienso en su “dama de El Paso / de virtudes y vicios escasos / [que] de puro diligente / tragó un pastel caliente / y pasó a mejor vida en El Paso”. O en su “vieja persona de Buda / cuya conducta era cada vez más ruda”: lo “acallaron a martillazos” cuando ya no pudieron más con sus ofensas. Vivir siempre acaba costándonos la vida.

Últimamente me acuerdo mucho de usted porque acaban de publicar una pequeña novela mía: sorprendentemente, dicen que es “para niños”

Últimamente me acuerdo mucho de usted porque acaban de publicar una pequeña novela mía: sorprendentemente, dicen que es “para niños”. Pero ¿qué determina que un libro lo sea? (Usted escribió uno de los más famosos que existen, su Disparatario o Nonsense, de allí mi pregunta). Mi pequeña novela trata un tema que no parece “infantil”: la responsabilidad que nos cabe (y preferimos ignorar) frente a las personas que se ven forzadas a marcharse de su país de origen; lo hace con un venado, un puercoespín, un cerdo que finge ser un perro, una ballena suspendida en el aire sobre Europa. Y sin embargo, posiblemente sea el libro más personal y autobiográfico que haya escrito en mi vida. Su inspiración fueron sus limericks: escritos en plena época victoriana, ponen de manifiesto que ni siquiera el imperio más poderoso de su tiempo puede domesticar la naturaleza descarriada de sus súbditos. Todavía hoy, sin embargo, son considerados aptos para la lectura infantil, lo cual habla muy bien de la inteligencia de los niños y relativamente mal de la de sus prescriptores. ¿O no hay algo inquietante, algo completamente alejado de cualquier inocencia, en su “viejo señor de Coblenza / cuyas piernas eran de longitud inmensa”? Para este “sorprendente señor”, “un paso era la distancia / entre Turquía y Francia”, pero miles de personas mueren en nuestros días intentando esa u otra ruta similar. Quizás exista una relación estrecha entre lo que tememos revelar y lo que contamos a nuestros niños, y la literatura “infantil” sea el último refugio de una cierta sensibilidad frente al dolor, siempre insoportable, de los demás. Tal vez sea ese refugio lo que hace los “libros para niños” tan importantes (también) para quienes somos adultos. 

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