Carmen Martínez, la maga de las cepas centenarias
U na mañana de 1986, Carmen Martínez tocó el timbre de la casa del señor Maceiras. Ella era una bióloga asturiana de 22 años; él, uno de los viticultores gallegos más ancianos de Pontevedra. La joven se había propuesto recuperar antiguas variedades de vino de Galicia y Asturias, supuestamente extinguidas tras la plaga de filoxera que arrasó con los viñedos de media Europa en 1870. Nadie entonces creía que fuera posible localizarlas. Tres decenios después, Martínez atesora el reconocimiento de la comunidad científica y ha resucitado hasta 30 variedades autóctonas de vid desaparecidas. También ha descubierto unas cepas de albariño con características especiales que han removido los cimientos del sector vitivinícola. Hoy, desde su despacho en la Misión Biológica de Galicia —un centro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en el que se estudia cómo hacer más eficiente y sostenible la agricultura local y donde Martínez dirige a su propio equipo— rememora aquella mañana de 1986.
“Sin la ayuda de los viticultores más ancianos no habría sido posible recuperar tantas variedades desaparecidas”.
Durante su primer encuentro con el señor Maceiras, la bióloga disfrutó de la hospitalidad gallega. Él le ofreció una copa de vino. “Como el de la casa no hay ninguno”, dijo. Ella lo cató. Era tan fuerte que notó cómo el líquido le quemaba la garganta. Pero no dejó que su rostro la delatara. Sabía lo orgulloso que él se sentía de su producto. Así que sonrió, le dio las gracias y encendió su aparatosa grabadora.
—Cuénteme, ¿qué variedades de vid se plantaban aquí en el siglo XIX?Maceiras tomó un trago de su vaso y comenzó a hablar de sus abuelos, de sus padres y de los viejos viñedos de su familia.
Hubo muchos señores Maceiras en la vida de esta bióloga. No solo en esos años de investigación, sino también cuando de niña jugaba en los terruños de su Asturias natal y ayudaba en la vendimia. Ya entonces le fascinaba escuchar las historias de los más ancianos sobre los vinos “de antaño”. Por ellos sabía que habían sido de gran calidad y se propuso recuperarlos.
La clave para localizar vides desaparecidas estaba en hallar cepas centenarias que hubiesen sobrevivido a la feroz plaga de filoxera del siglo XIX. Pero entonces no existían registros oficiales de los nombres de esas variedades ni estaban descritas. Martínez sabía que los datos que necesitaba para encontrarlas estaban almacenados en la memoria de los viticultores y en el conocimiento transmitido generación tras generación. Así que durante cuatro años, la estudiante y su director de tesis, José Luis González Mantilla, entrevistaron a los propietarios de todas las parcelas de vino de Galicia y Asturias. Y recorrieron con ellos todo el territorio vitivinícola. “Sin su ayuda, nada de esto habría sido posible”.
La variedad de vid de una hoja se identifica por su silueta, el grosor de su nervadura y el trazado de sus lóbulos.
En las estanterías de su despacho, Martínez guarda hoy las cintas de casete que grabó durante aquellos encuentros de finales de los ochenta. Y en el corcho de la pared cuelgan decenas de fotos. Tiene una con su marido y sus dos hijos, de 17 y 19 años; otra con su director de tesis (“y buen amigo”), que falleció en 1992, cuando ella todavía era becaria; otra con el señor Maceiras y su cepa de albariño centenaria. Martínez se detiene en esta imagen. “Su caso ayuda a entender el éxito de mi proyecto. Maceiras había tenido que ampliar la casa y la viña de sus abuelos estaba en medio. Como se negaba a cortarla, construyó el edificio con parte de la planta dentro y parte fuera. Las ramas salían por la ventana”. Quizá fue el caso más peculiar que encontró, pero no era una excepción.
Muchos paisanos, cuando llegó la filoxera y plantaron variedades más resistentes en sus viñedos, decidieron conservar alguna cepa originaria en sus jardines o residencias. Era una forma de mantener el legado familiar. “Si localizamos más de 100 ejemplares centenarios fue gracias a ese carácter de los gallegos y asturianos”. Tan arraigados a su tierra, a su tradición y a su familia. Tan orgullosos de lo suyo.
La investigadora empezó su búsqueda marcando en el mapa todos aquellos ejemplares centenarios. Los visitó periódicamente durante años. En verano estudiaba in situ los racimos y uvas. En primavera recogía muestras de cada parte de la vid para analizarlas en el laboratorio. Las hojas eran como mapas del tesoro. Según su silueta, el grosor de su nervadura y el trazado de sus lóbulos, podía averiguar a qué variedad pertenecía cada planta. Una ciencia que estudia la forma de las hojas y se conoce como ampelografía. Ya en 1990, la científica fue una de las tres españolas que acudieron a la convención europea de perfeccionamiento de esta técnica. Hoy es una eminencia internacional.
En el archivo de la Misión Biológica se apilan cientos de álbumes donde Martínez conserva las hojas que recopiló y estudió. Abre uno al azar. Mientras pasa las páginas con hojas secas, todas idénticas para el ojo inexperto, apenas duda: “Esta es caíño blanco; esta, verdejo negro; esta, albariño”. Así podría seguir hasta enumerarlas todas. A lo largo de su trayectoria, ha resucitado más de 30 variedades hasta entonces desconocidas. Ningún otro proyecto de recuperación de vides en la Península ha alcanzado cifras similares. La clave en Galicia y Asturias recae sobre el minifundio: al tratarse de regiones formadas por cientos de pequeñas parcelas de entre 500 y 2.000 metros, cada viticultor plantaba una uva diferente. Nada que ver con lo que ocurría en el latifundio que impera en el resto del país, donde los terrenos abarcan decenas de hectáreas de una misma planta. “Por eso, en otra región, con otro sistema y otras gentes, no habríamos tenido tan buenos resultados”.
En Galicia, unos 5. 300 viticultores viven del albariño y se venden más de 21 millones de botellas cada año.
Al principio fueron necesarios años de trabajo invisible. Pero Carmen Martínez ya era de joven la científica tenaz, concienzuda y paciente que hoy describen sus compañeros del CSIC. Y la conocen bien. Ha sido la directora de tesis de todos ellos y ha luchado “con uñas y dientes” para conseguir que uno a uno se fuesen quedando en el equipo. Dicen que si ella cree en algo, encuentra la manera de sacarlo adelante. Y rara vez se ha equivocado en sus visiones.
Así ocurrió en 1993, cuando se propuso mejorar la productividad de los vinos gallegos y asturianos. Y lo hizo. En los años que pasó estudiando las cepas centenarias, la investigadora había observado que algunas, como la de albariño del señor Maceiras, poseían características especiales. “Resistían mejor ciertas plagas que atacan a las vides, como el mildiu o el oídio”. Enfermedades que obligan a los viticultores a dar año tras año tratamientos fitosanitarios —con pesticidas— que son muy caros, contaminan el suelo y hacen menos rentable el viñedo. Con el tiempo, el proyecto atrajo el interés de las instituciones autonómicas y de algunas bodegas.
pulsa en la fotoEn la Misión Biológica de Galicia, Martínez y su equipo realizan estudios de resistencia a enfermedades.Lino Escurís
La primera fue Terras Gauda, la más grande de la Denominación de Origen Rías Baixas (sin contar las cooperativas), con 160 hectáreas de terreno y una producción de un millón y medio de botellas al año. Esas inyecciones económicas le permitieron contratar a sus alumnos de tesis José Luis Santiago y Susana Bosso, que 17 años después siguen a su lado. Martínez se refiere a ellos como sus “hijos científicos”. Un sentimiento recíproco. “Es un ejemplo en todos los sentidos: científico y humano”, dice Santiago. “Es como nuestra madre”, añade Bosso.
Juntos, como una familia, demostraron que cinco de sus cepas centenarias de albariño eran extraordinarias. Desde 2012 las comercializan a través de Viveros Provedo, en La Rioja. A cambio, reciben un porcentaje por la venta de cada planta, que cuesta 1,5 euros. Y la demanda supera ya la oferta. El albariño es uno de los blancos más cotizados del mundo. Solo en Galicia se etiquetan entre 21 y 22 millones de botellas anuales. Estas cepas prodigiosas han despertado el interés de los más de 5.300 viticultores de la región. La pionera en plantarlas fue de nuevo Terras Gauda, que lleva años colaborando con el CSIC. “Las usamos para reponer las que se van muriendo. Es un proceso lento, pero la idea es que, en 15 o 20 años, todas nuestras parcelas sean de las cepas de Carmen”, dice Emilio Rodríguez, director técnico de la empresa.
Cuando en 1986 Carmen Martínez tomaba aquellos vinos imposibles en casa de viticultores como el señor Maceiras, no imaginaba lo mucho que cambiaría todo después de sus investigaciones. Galicia tiene en la actualidad más de 40.000 hectáreas de un albariño de calidad suprema. Otras variedades de la región, como el godello o el mencía, empiezan a ganarse el respeto de los paladares más exquisitos. E incluso los vinos asturianos, esos que ella se empeñó en recuperar al escuchar de niña a sus paisanos, atraen hoy a curiosos y amantes de nuevos aromas. Por eso, cuando Martínez saborea una copa de albariño, de verdejo negro o de alvarín blanco, recuerda con cierto orgullo las palabras que Maceiras pronunció en su primer encuentro: “Como el vino de casa, ninguno”.
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