¡Silencio, por favor!
RUIDOS COTIDIANOS de muy baja intensidad como masticar chicle, estrujar una botella de plástico o no parar de hacer clic con el bolígrafo pueden suponer un auténtico suplicio para muchas personas. Para la mayor parte de la gente, tener activado el sonido de las teclas del móvil de manera que no pare de sonar cada vez que escribe un mensaje quizá pase inadvertido. Pero para otros puede resultar insoportable; les provoca verdaderos ataques de furia. No lo pueden tolerar.
Este tipo de padecimiento recibe el nombre de misofonía, una palabra que procede del griego misos (que significa aversión u odio) y phonia (sonido). Se trata de una molestia que el ser humano ha sufrido siempre, pero que no se empezó a estudiar hasta los años ochenta del pasado siglo. Uno de los escollos con los que se enfrenta un misofónico es la falta de comprensión. Son tachados —incluso por sí mismos— de tiquismiquis e histéricos. Para muchos, las enfermedades con una alta carga psicológica merecen ser nombradas como afecciones del siglo XXI sufridas en el primer mundo. Pero hay que ser consciente de que con esa despectiva aserción están incurriendo en un grave error desde un punto de vista estadístico, pues están pasando por alto un inmenso número de sesgos, de factores de confusión. En 2016, el productor Jeffrey Scott Gould estrenó Quiet, please. A documentary on Misophonia (Silencio, por favor. Un documental sobre la misofonía) en un intento de promover su conocimiento ante el gran público. La sensibilidad hacia los sonidos de baja intensidad no está incluida en la lista de enfermedades raras. Ni siquiera se considera un trastorno psicológico; sin embargo, cada vez son más los expertos que estudian los criterios diagnósticos y las escalas de gravedad de esta posible dolencia.
Los sonidos repetitivos molestan menos al misofónico si el que los origina es un ser querido y no un desconocido.
Un grupo de investigadores holandeses especializados en los efectos de la misofonía hallaron reacciones fisiológicas específicas en aquellos que padecen este malestar relacionadas con la activación del sistema nervioso simpático (SNS), que es el que nos alerta de que existe un peligro. La misofonía podría estar relacionada con los trastornos obsesivos: quien lo siente sabe perfectamente que su reacción está siendo desproporcionada, pero no puede evitarlo y le genera un profundo desasosiego. Este curioso padecimiento no tiene tratamiento. La única salida es no exponerse a estos estímulos, y en casos graves supone un gran impacto en la calidad de vida, pudiendo conducir al aislamiento absoluto. Intentan enmascararlos usando tapones, escuchando música o contrarrestándolo con los llamados “ruidos blancos”, como el zumbido de un ventilador o cualquier otro que no les moleste. Esta dolencia suele aparecer al final de la infancia, aunque puede comenzar a cualquier edad. Es tan frecuente en hombres como en mujeres y al parecer su incidencia es muchísimo más elevada de lo que a priori imaginamos. Tiene un componente psíquico, como casi todo. Y es curioso que se amplifica o decrece en función de los lazos sentimentales del emisor y el misofónico. Es decir, que molestan menos si el que origina el ruido es alguien a quien estimamos y no un desconocido.
El infierno son los móviles de los otros
- No teníamos suficiente con las personas vociferantes, con los televisores encendidos en restaurantes, las máquinas tragaperras, la discoteca de abajo de casa o con el continuo ladrido del perro del vecino. La irrupción de los móviles, de los vídeos que la gente se pone a ver en el metro, puede convertir los espacios públicos en un infierno.
- ¿Es necesario tener activado el sonido de las teclas de nuestros smartphones? ¿O de verdad tiene que enterarse todo el vagón del tren de su conversación telefónica? ¿No se da cuenta de que molesta?
- Si la hipoacusia o pérdida de audición justificara el volumen del sonido al que tantas personas tienen configurado su teléfono, los otorrinos no darían abasto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.