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Columna
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Protocolo sexual preciso

Javier Marías

HAY ASUNTOS que queman tanto que hasta opinar sobre ellos se convierte en un problema, en un riesgo para quien se atreve. Es lo que está sucediendo con el caso Harvey Weinstein y sus derivaciones. Claro que, al mismo tiempo, se exige que, en su ámbito cinematográfico, todo el mundo se pronuncie y lo llame “cerdo” como mínimo, porque quien se abstenga pasará a ser automáticamente sospechoso de connivencia con sus presuntas violaciones y abusos. (Obsérvese que lo de “presunto”, que anteponemos hasta al terrorista que ha matado a un montón de personas ante un montón de testigos, no suele brindársele a ese productor de cine.) Ya sé que la cara no es el espejo del alma y que a nadie debemos juzgarlo por su físico. Pero todos lo hacemos en nuestro fuero interno: nos sirve de protección y guía, aunque en modo alguno sea ésta infalible. Pero qué quieren: hay rostros y miradas que nos inspiran confianza o desconfianza, y los hay que intentan inspirar lo primero y no logran convencernos. Era imposible, por ejemplo, creerse una sola lágrima de las que vertió la diputada Marta Rovira hace un par de semanas, cuando repitió nada menos que cuatro veces —“hasta el final, hasta el final, hasta el final, aún no he acabado, aún no he acabado” (intercaló autoritaria al oír aplausos), “hasta el final”—… Eso, que lucharían hasta el final tras la encarcelación de los miembros de su Govern.

Lo chirriante del asunto es la cascada de denuncias a partir de la primera. ¿Por qué callaron tantas víctimas durante años?.

La cara de Weinstein siempre me ha resultado desagradable, cuando se la he visto en televisión o prensa. Personalmente, me habría fiado tan poco de él como de Correa o El Bigotes o Jordi Cuixart, por poner ejemplos nacionales. Con todos ellos, claro está, podría haberme equivocado. Todos podrían haber resultado ser individuos rectos y justos. Pero no habría hecho negocios con ellos. Y creo que, de haber sido mujer y actriz o aspirante a lo segundo, habría procurado no quedarme a solas con Weinstein, exactamente igual que con Trump. Weinstein además es muy feo, o así lo veo yo; y feo sin atractivo (hay algunos que lo tienen). Así que parece improbable que una mujer desee acostarse con él. Pero es o era un hombre muy poderoso, en un medio en el que abundan las muchachas lindas. No me extrañaría nada, así pues, que hubiera incurrido en una de las mayores vilezas (no por antigua y frecuente es menor) que se pueden cometer: valerse de una posición de dominio para obtener gratificaciones sexuales, por la fuerza o mediante el chantaje. Pero obviamente no me consta que lo haya hecho, por lo general en un sofá o en una habitación de hotel sólo suelen estar los implicados. Lo chirriante del asunto es la cascada de denuncias a partir de la primera. ¿Por qué callaron tantas víctimas durante años? Y, aún peor, ¿por qué amigos suyos como Tarantino se han visto impelidos a decir algo en su contra, aterrorizados por la marea? No sé, si yo descubriera algo indecente de un amigo, seguramente dejaría de tratarlo, pero me parecería ruin contribuir a su linchamiento público por temor al qué dirán.

Pero esa marea sigue creciendo. Kevin Spacey es ya un apestado por las acusaciones de varios supuestos damnificados (¿cuántas veces hay que recordar en estos tiempos que acusación no equivale a condena?). Al octogenario Dustin Hoffman le ha caído la de una mujer a la que gastó bromas procaces y pidió un masaje en los pies… en 1985. Y el Ministro de Defensa británico, Fallon, ha dimitido a raíz de que una periodista revelara ahora, aupada por la susodicha marea, que le tocó la rodilla varias veces… hace quince años. Al parecer no era esa la única falta de Fallon en ese campo, y quizá por eso ha dimitido. Pero, después de lo de la rodilla, creo llegado el momento de que hombres y mujeres establezcan un protocolo preciso de actuación entre mujer y hombre, hombre y hombre, mujer y mujer, para que la gente sepa a qué atenerse. Ante cualquier avance quizá deba pedirse permiso: “Me apetece besarte, ¿puedo?” Y, una vez concedido ese: “Ahora quisiera tocarte el pecho, ¿puedo?” Y así, paso a paso, hasta la última instancia: “Aunque ya estemos desnudos y abrazados, ¿puedo consumar?” Tal vez convendría firmar cláusulas sobre la marcha. Ojo, no hago burla ni parodia, lo digo en serio. Porque hasta ahora las cosas no han ido así. Por lo regular alguien tiene que hacer “el primer gesto”, sea acercar una boca a otra o rozar un muslo. Si la boca o el muslo se apartan, casi todos hemos solido entender el mensaje y nos hemos retirado y disculpado. Pero que alguien intente besarnos (y en mi experiencia he procurado no ser yo quien hiciese ese “primer gesto”, hasta el punto de habérseme reprochado mis “excesivos miramientos”) no ha sido nunca violencia ni acoso ni abuso. La insistencia tras el rechazo puede empezar a ser lo segundo, la aproximación y el tanteo no. Tampoco ese grave pecado actual, tirar los tejos o “intentar seducir”. La intimidación, el chantaje, la amenaza de una represalia, son intolerables, no digamos el uso de la fuerza. Pero urge redefinir todo esto, si ahora es hostigamiento y condenable tocar una rodilla, insinuarse con una broma o pedir un absurdo masaje en los pies.

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