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Rohingyas, víctimas de la víctima

En la imagen, refugiados rohingyas en Palang Khali (Bangladés) tras haber cruzado la frontera desde Myanmar.
En la imagen, refugiados rohingyas en Palang Khali (Bangladés) tras haber cruzado la frontera desde Myanmar. Jorge Silva
Martín Caparrós

LA HISTORIA es de esas que no le importan a nadie —y que suelen ser las que importan. Hay unos señores y señoras y niñas y niños que se llaman rohingyas: son un millón de personas que hablan bengalí, creen en Mahoma, viven en Myanmar/Birmania y ahora huyen en masa porque el ejército birmano los está matando en masa. Lo triste es que ese ejército —como el resto del país— responde a la dama Aung San Suu Kyi.

La dama Aung San es la hija del padre de la patria birmana, el héroe Aung San. Las hijas de los padres fundadores gobernando —democráticamente— el país de papá son el mayor invento asiático de estas décadas, junto con los autos baratos y los teléfonos astutos y los condones con escamas. Indira Gandhi en la India, Benazir Bhutto en Pakistán, Begum Khaleda Zia en Bangladés, Chandrika Bandaranaike en Sri Lanka fueron buenos —o malos— ejemplos. La dama Aung San fue la más desafortunada de todas las princesas: se pasó 15 años presa, sufrió, perseveró, recibió el apoyo de la dizque comunidad internacional, recibió un Premio Nobel de la Paz y al fin, como correspondía, recibió el poder.

Los rohingyas huyen en masa porque el ejército birmano los está matando en masa. Lo triste es que ese ejército responde a la dama Aung San Suu Kyi.

Fue cuando sus dictadores muy asesinos tuvieron que dejarlo después de varias décadas y pareció que todo empezaba a ser distinto. Myanmar se ha abierto: ya no es como era cuando lo visité hace 20 años. Entonces lo que más se veía era lo que no se veía, y me entretuve apuntándolo: pantalones, autopistas, ascensores, pizza, apuro, comida para todos, prensa independiente, aceitunas, cochecitos de bebé, música en inglés, zapatos, vino, teléfonos, orquesta sinfónica, ambulancias, 65 canales de televisión, impermeables, ordenadores, cuchillos para comer, corbatas, minifaldas, bifes, trabajo para todos, embotelladoras de coca-cola, cocaína, medicina prepaga, soda, Parlamento elegido, Constitución votada, moteles, tiritas, embotellamientos, límites para la corrupción, vidrieras, estufas, calcetines y tantas otras cosas. Era, me pareció entonces, el país más distinto del mundo.

Y no permitían periodistas; cuando pedí la visa en su consulado de Bangkok tuve que incluir una profesión y se me ocurrió catador de vinos: pensé que en un país donde no había ni una botella nada les resultaría menos amenazante.

Pero ellos sí amenazaban. En las calles de Rangún había razias, rumores sobre muertes, camiones con soldados, disparos lejanos, miedo espeso. Y yo me enfrentaba a una de las disyuntivas más extrañas de tantos años de periodismo: qué hacer con los que me querían hablar. Estaba allí para buscar historias, para escuchar personas, pero sabía que cualquiera que me contara algo se lo estaba jugando todo. Si un policía —había tantos— nos descubría, yo podía pasarme unos días en la cárcel antes de ser extraditado: un gran final para mi historia. El local, en cambio, se arriesgaba a muchos años de cárcel —o peor. Qué hacer entonces: si alguien decide ponerse en peligro para contar lo que pasa en su país, ¿es mejor no escucharlo para protegerlo o escucharlo para honrar su coraje?

Hablé con algunos, me escabullí de otros. Pero la mayoría me decía que todas sus esperanzas estaban puestas en la dama Aung San Suu Kyi. Que, con el tiempo y las presiones de Occidente fue liberada, ganó unas elecciones, gobernó. Y ahora manda matar a esos señores y señoras y niñas y niños que se llaman rohingyas y dice que no lo hace y que son terroristas y todas esas cosas que se dicen. Y nos muestra otra vez que el problema no son las personas: que hay algo mayor que nos hace hacer lo que antes condenamos, lo que una vez sufrimos. Nada suena más aterrador.

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