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Caracas: vivir y morir en el río Guaire

En una orilla del mayor río de la ciudad, mineros empobrecidos intentan hallar oro con escaso éxito. En la otra, personas sin hogar buscan comida en la basura. Les une la difícil situación que atraviesa el país

Inés mira hacia el río Guaire debajo de un puente de la autopista Francisco Fajardo, donde vive con otras cinco personas.
Inés mira hacia el río Guaire debajo de un puente de la autopista Francisco Fajardo, donde vive con otras cinco personas.JM López
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Como cada día, Augusto Rengil hunde sus pies descalzos en las ponzoñosas aguas del río Guaire, al mismo tiempo que empieza para él otra jornada de trabajo. No es pescador, y parece poco probable que aquí pueda encontrar algún tipo de vida que no sean bacterias y microbios. El río Guaire son las cloacas de Caracas, el lugar a donde van a parar todas las aguas fecales de la ciudad, tiñendo de color marrón su recorrido e inundando el ambiente de un hedor nauseabundo a su paso.

Pero no son peces lo que Augusto ha venido a buscar, sino oro, plata, y cualquier metal que tenga un poco de valor. “Se sorprendería de la cantidad de joyas que se cuelan por los desagües de las casas y van a parar a las alcantarillas. Nosotros las recogemos mezcladas con las toneladas de porquería que se vierten en el cauce todos los días y las traemos en sacos hasta aquí para cribar con ayuda de la corriente”, afirma mientras se afana en esta tarea con el agua cubriendo sus rodillas.

A su lado, Tomás Melo, de 23 años, realiza la misma operación. “Hemos escogido esta parte del río porque es de fácil acceso y aquí no lleva mucho caudal. Solemos trabajar en grupo, nosotros somos cinco, y lo que sacamos lo repartimos entre todos”. Fuera, sus compañeros van haciendo montones con los restos cribados. Ahora, con ayuda de un cuchillo, irán separando cuidadosamente los pedazos que quedan en busca del preciado metal.

En un país sumido en una grave situación económica marcada por el descenso en el precio del barril de petróleo, la inflación y la crisis institucional, son muchos los venezolanos que han tenido que buscarse la vida para obtener unos ingresos extra o, simplemente, conseguir algo de dinero para mantener a su familia. De acuerdo la última Encuesta sobre Condiciones de Vida en Venezuela (Encovi), de 2016, el 81,8% de los hogares venezolanos vive en la pobreza. A sus 21 años, Augusto, casado y con un hijo, lleva cuatro trabajando como minero en el río Guaire. “El gramo de oro se paga a 180.000 bolívares (72 euros) y eso es lo que podemos conseguir en una jornada de cinco o seis horas. Lo que más se encuentra son pendientes y cadenas”, comenta orgulloso, mientras muestra en la palma de su mano las capturas del día que, calcula, pesarán unos 1,2 gramos entre todas.

En poco más de 100 metros, al menos tres o cuatro grupos de mineros se reparten el cauce del río, aunque este número puede variar de un día a otro. Rodeados por los restos de basura y bolsas de plástico que el agua va arrastrando, aseguran que cualquiera que esté dispuesto a trabajar es bienvenido, y no hay luchas ni peleas entre ellos por el territorio. No muy lejos de allí se encuentra el Palacio de Miraflores, sede del Gobierno de Venezuela y despacho oficial del presidente de la República, donde se toman las grandes decisiones.

Recientemente, una vez más, el mandatario Nicolás Maduro aumentó el salario mínimo para hacer frente a la inflación, situándolo en unos 250.000 bolívares mensuales, unos 100 euros. Este incremento viene acompañado de una situación de mucha tensión y expectativa, con una crisis social desbordada y una devaluación de la moneda frente al dólar incontrolable que, unido a las pocas divisas disponibles para importar productos ha acelerado el coste de la vida. Un kilo de carne de res equivale a la tercera parte de un salario mínimo y una barra de pan puede costar 10.000 bolívares o cuatro euros.

Antes este país era muy rico, ahora somos muy pobres Hombre sin hogar de Caracas

Con estas cifras no parece mal negocio dedicarse a este oficio aunque no está exento de riesgos. Vladímir Pérez tiene 25 años y lleva siete trabajando en el río. “Con el dinero que gano aquí me da para vivir y mantener a mi familia, pero me gustaría dedicarme a otra cosa. El olor es insoportable y no te lo quitas nunca de encima. Las enfermedades de la piel son muy frecuentes y también las gastroenteritis por tragar algo de agua, pero lo más peligroso son las crecidas repentinas del cauce debido a las lluvias, que provocan avalanchas que te pueden arrastrar y morir ahogado”.

Río abajo discurre la autopista Francisco Fajardo, columna vertebral de esta urbe que se encuentra encajonada en un valle y que, ideológicamente, esta divida en dos partes. Por un lado, los seguidores mayoritariamente chavistas que ocupan la parte oeste, donde están ubicados todos los órganos de poder, el centro de la ciudad y también algunos de los barrios más pobres. Por otro lado, al este, sede de entidades bancarias, grandes empresas y urbanizaciones, se encuentran los opositores.

“En la basura se encuentra de todo, la basura lo da todo”. Quien así habla es un joven que, como muchos otros caraqueños, se ha visto obligado a buscar en la basura su alimento diario. Se les puede ver al caer la tarde, cuando cierran los supermercados y los centros comerciales tiran las sobras de los restaurantes y los productos en mal estado. “A veces da para vivir, pero de qué vale vivir de los deshechos de otro”, afirma mientras se lleva a la boca los restos de una tarta de chocolate pegados a su embalaje original. “Antes este país era muy rico, ahora somos muy pobres”, concluye.

Para combatir el desabastecimiento y prevenir tanto los saqueos en los centros de distribución como el contrabando y el mercado negro, se crearon los CLAP (Comités Locales de Abastecimiento y Producción), un sistema de reparto de productos de primera necesidad. La idea original era que el arroz, harina de maíz y aceite llegaran casa por casa a todos por igual, priorizando a las personas con más bajos recursos económicos. El problema es que esto excluye a todos aquellos que viven en la calle, al no poder contar con ningún tipo de registro. Otras de las quejas han sido la corrupción y la arbitrariedad en el reparto, así como la poca cantidad de alimentos suministrados.

En la esquina de una calle, Adriana revuelve el interior de una bolsa de basura en busca de algo que llevarse a la boca. No muy lejos, una amiga suya sostiene en brazos a su hija de año y medio. La piel de la pequeña está cubierta de costras, síntoma de falta de higiene y mala alimentación. “Averiguo la calidad de la comida por su olor y el color que tiene”, explica mientras va separando trozos de fruta y restos de pollo asado.

Averiguo la calidad de la comida por su olor y el color que tiene Adriana, mujer sin techo

La necesidad no distingue entre chavistas y opositores. Cada vez son más los venezolanos que se ven en esta situación. “Yo ahora estoy en la calle, pero sigo yendo a ver a mi familia. Me fui porque no quería ser una carga más para ellos”, comenta El Blanquito, un joven de 23 años que no quiere dar su nombre real. “Hace tres años todo era más económico, había más trabajo, buenos sueldos. Ahora con el salario mínimo es imposible”, suspira con cierto aire de nostalgia. Y continúa: "Aquí hay mujeres con dos y tres muchachos; no puedo yo conmigo mismo, ¿cómo van a poder ellas?"

En el distrito de Bello Monte, la realidad no es tan bonita como su nombre indica. Un grupo de sin techo, más enganchados a las drogas que a la vida, cocinan arroz con carne debajo de un puente de la autopista Francisco Fajardo, a orillas del río Guaire. “Todo lo que sacamos es de la basura. Aquí vivimos seis y no dejamos que venga nadie más, nos protegemos unos a otros”, comenta Germán, mientras da vueltas al guiso dispuesto sobre una hoguera improvisada. “Antes vivía abajo, al lado del río, tenía cocina y una mujer, me podía lavar… Pero los bichos me comían y la mujer se fue con otro. Ahora me siento cómodo, pero mejor que en una casa no, porque decir eso es mentira”.

El ruido de los coches pasando por encima de la cabeza es constante y el ambiente está impregnado de olor a chamusquina. No en vano, varios colchones calcinados se esparcen en el fondo de la estancia. Para acceder a esta particular vivienda con vistas al Guaire hay que encaramarse a uno de los pilares que sostienen la autopista, dejando el cuerpo suspendido en el aire por unos momentos a cinco metros del lecho del río, un movimiento que sus habitantes realizan con la agilidad propia de quien lo ha repetido muchas veces.

“Hoy El Blanquito no ha venido”, comenta Germán mientras señala un reguero de sangre que se pierde en el cauce del río. “Parece que ayer acuchilló aquí a un hombre y tal vez lo ande buscando la policía”, continua diciendo con total normalidad. La violencia en la capital venezolana es un mal endémico que ningún Gobierno ha podido erradicar. El año 2016 se cerró con 5.741 muertes, el peor dato de la última década. Muchas de ellas están relacionadas con el hampa y el crimen organizado. Otras son ajustes de cuentas entre malandros que a veces acaban aquí, en el fondo del río Guaire.

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