A las barricadas… del marketing
El Gobierno cree que la ley hace innecesaria la política y, lo que es peor, la comunicación
Hay imposturas formidables. Billy Wilder se asombraba del talento de los austríacos —“son gente brillante: lograron hacer creer al mundo que Hitler era alemán y Beethoven austríaco”— pero quizá haya más motivos para admirar el caso catalán: han logrado que el 1-O se percibiera como una rebelión democrática reprimida brutalmente por un Estado autoritario. Hay que quitarse el sombrero, o a falta de sombrero, como diría Valle-Inclán, quitarse el cráneo. Han dominado el relato, esa batalla tan relevante en la sociedad líquida de la información, rentabilizando los errores del Gobierno de Rajoy.
Incluso en la UE, donde no se engañan a pesar de las insidias nacionalpopulistas o del entorno Podemos, porque además asusta la secesión de una comunidad rica por ventajismo económico, al final nadie, literalmente nadie, deja de mencionar “la violencia”. Es su triunfo. Los medios titulaban un día después “Cientos de heridos…”, desde Financial Times a The Jerusalem Post. Parecía la secuela de una razia de Milosevic. ¡Como Erdogan! percutían Puigdemont y otros tantos. “Caos”, “fuerza bruta”, “tormenta policial”… “La vergüenza de Europa” en CNN con Turull. Sin ningunear los excesos, de los que se lamentan los policías enviados al matadero denunciando la mala planificación y la miopía del Gobierno al no prever su viralización, resulta evidente el oportunismo. La chica de los dedos falsamente rotos uno a uno es una metáfora. Pero esa violencia es la imagen global del 1-O.
Ahora, más allá del bloqueo, vuelven a ganar la mano del lenguaje. Situar el eje del debate en “mediación” para propiciar “diálogo” se suma a la impostura, al menos hasta regresar de la ilegalidad. Y quien domina el lenguaje domina el escenario. Como ha sucedido con fetiches retóricos como el “derecho de autodeterminación” o “un sol poble”, el discurso de la mediación es clave. Equiparan Cataluña a conflictos como Colombia o Bosnia. Y ahí entra la muleta de Iglesias y Colau para contribuir decididamente a debilitar al Estado, que es su objetivo. Por supuesto, nadie ignora que la estrategia de comunicación —como ha acreditado Trump, con lo mejor de Obama y lo peor del Brexit— no va unida a la verdad sino a la persuasión. Cuenta Le Monde que Tremosa, hombre del PDeCAT en Europa acostumbrado a brillar en el barro, enlazó la foto de una carga policial en Chile. Es la otra trinchera de los conflictos. Ahora no importan tanto la fotografía del president entre rejas como en 1934, sino evitar que la portada de The Economist represente que la próspera Cataluña sufre un apartheid.
La batalla de la comunicación no determina el desenlace, pero es relevante. Y el Gobierno no solo ha cometido el error de creer que la ley hace innecesaria la política, sino además, algo imperdonable en el siglo XXI, la comunicación. Tal vez, al final, acierte y esto se pudra (“a veces la mejor decisión es no tomar ninguna decisión”), pero se habrá perdido mucho. Hay que recuperar la ley, pero también la iniciativa. Además de barcos de Piolín llenos de policías, hay que fletar una tropa de expertos en marketing político. Hay que exhibir la fuerza, sí, pero la fuerza de la comunicación.
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