‘Procés’ antieuropeo
El desafío independentista supone una amenaza a la estabilidad de la UE


El excepcionalismo español es un mito. Ni la leyenda negra ni la Guerra Civil fueron producto de una nación extraordinaria en la brutalidad de su carácter o en su atraso cívico. Si la Transición nos homologó como una democracia europea más, hoy el brote en su seno de un nacionalismo irredento constata cómo España sufre con el resto de las democracias avanzadas una epidema de populismo identitario derivado de la crisis de 2008.
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La UE nació para contrarrestar los nacionalismos que han ensangrentado el continente. De ahí que resulte paradójico que los independentistas catalanes —excepto la CUP, que gusta de quemarla— enarbolen la bandera europea para su proyecto divisorio. Alegar que otros pequeños países se independizaron y entraron en la UE es retorcer la historia: si el proyecto europeo acogió a los países bálticos o de los Balcanes fue porque se trataba de la única salida para unos territorios ensangrentados por el nacionalismo xenófobo o por el colapso de un imperio ocupante y represor de las libertades como la extinta Unión Soviética.
El Govern de Cataluña no ha logrado engañar a la comunidad internacional: todos saben que vulneró su propio Estatut y la Constitución española para convocar un referéndum ilegal. A pesar de los tristes acontecimientos del 1-O, con imágenes de una intervención policial que dieron la vuelta al mundo, su propaganda sobre el derecho a decidir y a la autodeterminación frente a un Estado opresor no ha encontrado eco alguno.
La UE ha señalado con rotundidad las nulas posibilidades de que una Cataluña independiente fuera aceptada en su seno. Más aún, ha advertido de que el plan de los secesionistas representa un ataque directo al corazón de los principios básicos sobre los que se sustenta: democracia y respeto al Estado de derecho. Y ha otorgado un más que contundente espaldarazo al Estado español y su marco jurídico, sembrando el desconcierto en las filas secesionistas, que consideraban estar a las puertas de la estatalidad.
En su discurso de respuesta al rey Felipe VI, Puigdemont quisó dotar de legitimidad a su proyecto independentista argumentando que muchos habían seguido ese camino antes y muchos otros lo seguirían después de Cataluña. Craso error. En una Europa con un clara memoria de los desastres que los cambios de fronteras por la fuerza han traído y con una profunda diversidad nacional y lingüística, las palabras del president han despertado una manifiesta intranquilidad. Porque si como pretende Puigdemont, el resultado de violar la ley y desafiar a un Estado miembro es lograr una mediación para obtener un referéndum de secesión legal, pactado y que implique la permanencia en la UE, el camino quedaría claro y expedito para todos los secesionistas del continente, desde Flandes hasta Venetto.
A las prácticamente nulas simpatías que el secesionismo ya tenía en Bruselas, Puigdemont ha añadido ahora la certeza de que su proyecto implica reconocer el derecho de autodeterminación de todos los pueblos de Europa. Paradójicamente, en su ansia de internacionalizar el procés, Puigdemont ha convertido a una hipotética Cataluña independiente en una amenaza de primer orden para la estabilidad de la UE.
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