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MIRADOR
Columna
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Todo es forma

La explosión combinatoria de partículas elementales y átomos nos convierte en unos objetos estrictamente impredecibles

Javier Sampedro
Richard Henderson, uno de los tres ganadores del Premio Nobel de Química.
Richard Henderson, uno de los tres ganadores del Premio Nobel de Química.UNIVERSIDAD DE CAMBRIDGE (EFE)

Poco a poco vamos acostumbrándonos a la belleza hipnótica que los grandes telescopios extraen de las zonas del cosmos más alejadas en el espacio y en el tiempo, como los residuos del estallido de las supernovas y el detalle intrincado de las nebulosas planetarias, obras de arte sin más autor que las leyes poderosas de la naturaleza. Pero también el mundo microscópico está preñado de hermosura, y en este caso solo estamos empezando a atisbarla. De hecho, la lógica profunda de la biología está hecha por entero de formas, de geometrías ocultas, de simetrías elegantes. El Premio Nobel de Química concedido ayer reconoce al equivalente del telescopio espacial Hubble en el mundo enigmático de lo pequeño, donde moran las nanomáquinas que conforman nuestro cuerpo y nuestra mente. El microscopio Hubble.

Si hay un truco para construir un universo, es seguramente el de la complejidad emergente. Con solo un puñado de partículas elementales, la naturaleza genera la notable variedad de átomos que puebla la tabla periódica de los elementos, y de la combinación de estos elementos surge el marasmo de moléculas que constituyen el mundo. Esta complejidad es “emergente” porque no somos capaces de predecirla de la mera lista de componentes básicos que subyacen a ella. Por expresarlo con un haiku zen, ni el nitrógeno (N) ni el hidrógeno (H) huelen a amoniaco (NH3).

La vida es seguramente el fenómeno emergente por antonomasia. Los seres vivos estamos hechos de las mismas partículas elementales y los mismos átomos que el suelo que pisamos o el aire que respiramos, pero la explosión combinatoria de esos ladrillos básicos nos convierte en unos objetos estrictamente impredecibles. Los humanos somos un producto de la historia, de una evolución y una adaptación al entorno local que habrán sido distintos en cualquier otro planeta, y que por tanto no esperamos hallar en otro barrio de la galaxia inmensa que nos acoge. Es seguro que, si encontramos vida en otro lugar del cosmos, estará hecha de las mismas partículas y átomos, pero igual de seguro es que no habrá producido nada similar a un ser humano. Este es el error más clásico, y más gordo, de la ciencia ficción convencional. Para caracterizar un marciano, se coge un humano, se le ponen las orejas de punta y hasta luego, George Lucas.

El hilo de Ariadna para orientarse en ese laberinto evolutivo es la forma: la forma de las moléculas, del ADN, de las proteínas y de los complejos de proteínas que forman esas geometrías hechiceras y eficaces.

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