Cómo sobrevivir a vecinos ruidosos (y al ruido en general)
Lecciones para encontrar (y disfrutar) el silencio en las situaciones más cotidianas, de la mano de la monja budista Kankyo Tannier que acaba de publicar 'La magia del silencio'
En 'La magia del silencio' la monja budista Kankyo Tannier, máster en Derecho público y conferenciante TED, nos guía para que encontremos (y disfrutemos) el silencio en as situaciones más cotidianas. Publicamos en exclusiva el primer capítulo del libro:
Son las seis de la tarde. En esta época del año, oscurece temprano y el bosque se sume en una suave penumbra. Un viento leve mece los árboles, a lo lejos se oye el tañido de las campanas de la iglesia y, a continuación, las del templo protestante. Los pájaros han dejado de cantar. Se oyen algunos roces y crujidos que revelan la presencia de animales salvajes. Por estos lares, uno se cruza a menudo con ciervas o jabalíes, además de un sinfín de aves rapaces, cuervos o gatos salvajes. El atardecer es sosegado, todo está como en suspenso: el invierno es tan apacible para quien sabe oírlo...
Pues de eso se trata: de aprender a oír de nuevo. Oír el silencio, el espacio entre las palabras, la calma en la tormenta y el paso del tiempo. Aprender a paladear de nuevo: el gusto de un instante, el sabor de un plato, la espuma de los días y el calor del fuego.
Aprender a sentir de nuevo: el contacto de las manos, un corazón palpitante, el espacio que se abre y el tiempo que se detiene... Desde luego, ¡se trata de un programa vastísimo!
Pero, para empezar, como en cualquier materia de estudio, debemos definir el marco. Siempre que el asunto en cuestión —el silencio— se muestre conforme, desde luego, pues es un tipo astuto, que no se deja encerrar fácilmente en una casilla, por suave y mullida que sea. Así que intentemos amansarlo un poco... ¡y ya veremos!
Intento de definición
Esta mañana trataba de recordar el lugar más silencioso que me ha regalado la vida. Sin duda alguna, fue aquella duna del Sáhara, en Marruecos, a donde viajé con unos amigos hace años. Me levanté antes del amanecer para presenciar la aparición del astro solar. No había viento ni ruido; tan solo dunas rojas hasta el infinito. Desde tiempos inmemoriales, los ermitaños y otros buscadores del absoluto se han refugiado en los desiertos. Aquella mañana comprendí por qué. Sentada en la arena, sola, no había nada más que hacer. Todo estaba allí, tal cual, sin pasado ni futuro. No tenía sentido corretear en todas direcciones para demostrar algo, ni perseguir éxitos ilusorios, ni intentar atrapar la cola de los cometas. Solo cabía respirar hondo y saborear la paz del instante.
¿Y luego qué? Pues llegaron los demás, exclamaron «¡Oooh! ¡Qué bonito! Vamos a hacer un selfie», y la magia se desvaneció. Instagram acogió nuestras caras de sorpresa con el hashtag #somoszen y el desierto suspiró pacientemente ante tanta tontería. Yo había recogido a escondidas algunos granos de arena. Y su crujido en mi bolsillo sonaba como un recordatorio: el infinito siempre está aquí, disponible para quien quiera verlo.
El silencio no tiene nada que ver con la ausencia de ruido
Todo el mundo ha experimentado alguna vez lo ilimitado: en el recodo de un bosque, al detenerse repentinamente y quedarse quieto en medio de una muchedumbre en movimiento, volviendo a casa en autobús en plena noche, escuchando —de lejos— las conversaciones de amigos sin prestarles atención... En todas esas ocasiones, el silencio estaba al acecho. Entre las palabras, entre las imágenes habituales o entre las sensaciones familiares, existe un universo paralelo, una calma absoluta y beneficiosa, cuyo acceso está celosamente vigilado por los centinelas de la concentración y de la plena consciencia. Lo diré sin tapujos: el silencio no tiene nada que ver con la ausencia de ruido.
¡Sería demasiado sencillo! Si para saborear el silencio y la paz interior bastara con encerrarnos un par de horas al día en un tanque de aislamiento sensorial, ¡todo el mundo lo sabría! Esta tendencia, que estuvo muy de moda en la década de 1970, ha resurgido recientemente en las grandes ciudades en forma de «flotación amniótica». No se lo aconsejo a quienes padezcan claustrofobia o tengan un presupuesto ajustado. En las páginas siguientes prefiero proponer experiencias más poéticas y completamente gratuitas.
Pero detengámonos un instante en el oído humano. Según los científicos, empieza a percibir sonidos a partir de 20 hercios. ¿Significa eso que las otras frecuencias no existen? Como paso mucho tiempo con gatos y caballos, cuyo oído es extremadamente fi no, a veces me sorprendo al ver que aguzan el oído sin que yo oiga el menor sonido. Entonces miro en la dirección a la que apuntan sus orejas y, a menudo, poco después aparece una persona o un perro. Su universo sonoro es de los más ricos que existen, y su búsqueda del silencio es muy distinta a la nuestra, sin duda. A fuerza de estar en contacto con esos expertos, yo también aguzo el oído con frenesí y curiosidad, en todas direcciones. El hecho de oír más cosas me conecta con el presente y, a fin de cuentas, con el silencio.
Cuando regreso a la ciudad, necesito hacer justo lo contrario. La verdad es que resulta muy difícil volver al epicentro sonoro en hora punta tras haber pasado horas y horas desarrollando la sensibilidad auditiva. En ese momento, como por arte de magia, mi cerebro pone en marcha una técnica sencillísima y muy eficaz: el olvido sonoro. En la ciudad, se olvida de escuchar. Deja que los sonidos atraviesen el cuerpo, sin prestarles atención. Resulta muy práctico; de hecho, es lo que hace la mayoría de la gente para sobrevivir al estruendo reinante. A menos que se sufra un gran agotamiento, los sonidos solo nos llegan filtrados, por fortuna, como una especie de insensibilización sonora automática. Desde luego, la capacidad de adaptación del ser humano es admirable.
¡La buena noticia es que las ciudades también están repletas de silencio y de serenidad! Volveré a hablar de ello un poco más adelante.
El silencio interior frente al silencio exterior
Desde el fondo del silencio, una vocecilla me susurra: «¡Haz el favor de hablar de una vez del silencio interior!». Aunque su impertinencia me deje atónita, no puedo sino constatar que tiene razón.
El silencio interior, pues. Esa es la clave. Se basa en el sencillo principio de que es difícil actuar sobre el entorno y solo perduran los cambios que dependen de nosotros y de nuestro comportamiento. ¿Conoces la famosa plegaria que dice «Concédeme serenidad para aceptar las cosas que no se pueden cambiar, valor para cambiar las que sí se pueden cambiar y sabiduría para discernir la diferencia»? Pues partiendo de esta sentencia, si no puedes mandar callar al vecino a las dos de la madrugada o a tus hijos cuando juegan (o más bien cuando «desarrollan su creatividad», como dicen los pedagogos modernos, sin duda un poco sádicos), sí que puedes cambiar tu percepción de la situación..., o mudarte..., o vender a tus hijos (ah, no, me recuerdan que la ley lo prohíbe).
El camino de la sabiduría, pues, radica en el desarrollo del silencio interior, que te permite seguir en paz en situaciones tensas, en universos sonoros sobrecargados o en vuelcos emocionales.
¿En qué consiste el silencio interior?
El concepto de «silencio interior» requiere algunas explicaciones. Lo desarrollaré en detalle en los capítulos siguientes, estudiando distintas situaciones de la vida cotidiana, pero he aquí algunas pistas.
Retomemos el ejemplo del vecino ruidoso, un clásico que hace las delicias de un blog francés titulado Queridos vecinos, que publica notas de vecinos pegadas en la portería o en el ascensor. Si te ha tocado un vecino grosero, la práctica del silencio interior consiste en recobrar la calma aprendiendo, por ejemplo, a:
• dejar pasar las imágenes mentales de tu querido vecino intentando amargarte la vida a propósito;
• dejar pasar esa vocecilla interior que te dice: «Voy a demostrarle cómo me las gasto»;
• estudiar la sensación de ira, de humillación o de impotencia que surge en ese tipo de situación y, una vez identificada, dejar que se apacigüe por sí misma.
Una vez que hayas establecido esas nuevas modalidades, puede que tu ritmo interior sea diferente, más sosegado y propicio a la vida plácida. Esos ejercicios de aprendizaje del silencio interior atañen a las distintas esferas de la percepción: la vista, el oído (a través de las palabras) y el cuerpo.
Daré ejemplos precisos de cada una de ellas, además de algunos trucos, con el fi n de guiarte lo mejor posible.
Algunos beneficios de una vida más silenciosa
Tiene muchos, muchísimos. Permíteme que nombre los principales. Algunos conciernen al bienestar individual, otros a la vida social y otros incluso... ¡a la paz en el mundo!
Toma distancia y vuelve a centrarte
El hecho de guardar silencio permite integrarse en otro tiempo, más lento y mesurado, frente a la agitación reinante. Tras los atentados islamistas de 2015, la exageración mediática tal vez fue más responsable del malestar general que los propios acontecimientos. Seguimos la detención de los terroristas en tiempo real en todas las cadenas de televisión, cambiamos la foto de perfil de Facebook por «Je suis Charlie» y comentamos hasta la saciedad la menor información. Al cabo de unas semanas, recibí muchas consultas, como hipnoterapeuta, de gente que no lograba conciliar el sueño. Todos presentaban el mismo perfil: se habían pasado días enteros ante el televisor para no perderse ni una migaja de información. Las imágenes que se habían tragado y los mensajes divulgados en bucle en las redes sociales habían calado tanto en ellos que formaban un aterrador nubarrón negro que les impedía pasar página.
La situación habría sido muy distinta si hubieran practicado el silencio mediático, es decir: escuchar las noticias con cuentagotas, no entrar en las redes sociales durante unos días y evitar las largas conversaciones ansiogénicas; algunos gestos de supervivencia mental que me permito recomendar en caso de atentado. Así no se sufre tanto estrés, tanta inquietud latente y tanta sensación de peligro, ni se propaga tanta negatividad por el mundo.
El silencio consentido y la fuga de la agitación reinante nos permiten tomar distancia respecto a la situación, a la vez que nos ahorran tener que seguir a ciegas los análisis de los medios de comunicación o de otros supuestos especialistas cuya neutralidad suele ser muy discutible.
La misma regla puede aplicarse a los conflictos que surgen en el trabajo, en la familia o en cualquier otro lugar. Guardar silencio consiste, por ejemplo, en esperar antes de responder un correo electrónico desagradable, dejar pasar la noche y respirar hondo: ¡prácticas capaces de hacer florecer un zarzal!
Una misión de interés general: contribuye a la paz en el mundo
¡Nada menos! Puestos a ser ambiciosos, mejor que sea a lo grande, ¿no?
La paz en el mundo, pues... El ser humano funciona mucho por mimetismo. Cuando llevas unos minutos con una persona sosegada, sueles sentir que tu ritmo interior se modifica, apaciguándose. Los estados de ánimo son contagiosos y permanecer sereno constituye una verdadera misión de interés general. Quisiera dar las gracias, con el corazón en la mano, a las personas que cada día renuncian a añadir su voz al estrépito reinante, a las que no dan su opinión, a las que dejan hablar a los otros, a las que prefieren dar un paseo con su perro que tomar el aperitivo con amigos y, por último, a las que apagan la radio al entrar en el coche: sin duda alguna, ¡son los santos del siglo XXI!
Hace poco, me invitaron a un cóctel que se ofrecía después de una tarde de conferencias. Como todo el mundo, fui pasando de un grupo a otro para charlar un poco, preguntar por las novedades y presentarme. Me encontré a muchísima gente, fue un gusto. Sin embargo, a veces las conversaciones parecían dos monólogos en lugar de un verdadero intercambio de opiniones. Antes del cóctel, uno de los conferenciantes había propuesto un juego: volvernos hacia el vecino y sostenerle la mirada durante medio minuto. ¡Medio minuto cara a cara con un desconocido es mucho tiempo! Pero el caso es que aprendí más en ese ratito de silencio que en todas las conversaciones posteriores. Clavándonos la mirada, algo incómodos al principio, mi vecino y yo nos zambullimos en lo desconocido, sin red de seguridad. Todo eso en una sala repentinamente llena de un silencio religioso roto apenas por algunas risas.
De esa experiencia surgen las siguientes preguntas: ¿cómo compartir el silencio con otra persona?, ¿cómo estar presente en la sociedad sin recurrir a las palabras?, ¿cómo lograr que el cuerpo manifieste serenidad y presencia?
Respondiendo poco a poco a estas preguntas, se abrirán las puertas de una nueva forma de ser que nos permita contribuir a un mundo mejor.
Un «pequeño» minuto de silencio
Nada como un pequeño experimento para probar en tiempo real las virtudes del silencio. No sé dónde estás leyendo ahora mismo: en el tren (¡qué felicidad leer en el tren!), en la cama, debajo de un árbol, en España, en Estados Unidos, en Tailandia... Deja el libro un instante y levanta la mirada. Mira el paisaje, toma conciencia de tu cuerpo, de tu respiración, y quédate quieto, sin hacer nada, durante algunos segundos. Apenas sesenta. Un pequeñísimo minuto, mucho más alegre que esos minutos de silencio apesadumbrado que compartimos en caso de duelo nacional. Nada que ver, de hecho: aquí se trata de un minuto de silencio consentido y voluntario, arrancado al paso del tiempo.
Ya ha terminado. Los sesenta segundos han volado. ¿Te has dado cuenta? El tiempo no pasa tan deprisa... ¿Lo notas? Se abre un espacio distinto. ¿Lo ves? Los contornos del mundo son más nítidos... y eso no es nada comparado con todo lo que podrías descubrir parándote de vez en cuando en medio de la vida cotidiana y alzando la mirada hacia el cielo.
El minuto de silencio parece detener el tiempo. ¡Es mágico! Y resulta más fácil de constatar cuando el cuerpo también permanece inmóvil. Así que intenta practicar esos minutos sin moverte: simplemente presta atención a lo que cambia y a lo que aparece.
El secreto
Para vivir de lleno la experiencia del minuto de silencio, piensa en la siguiente metáfora. Estás en la autopista, conduciendo a gran velocidad. El paisaje desfila ante tus ojos, habitual y reconfortante; a veces encuentras alguna curva, pero predominan las líneas rectas. En la autopista no hay ningún peligro, desde luego, pero corres el enorme riesgo de empezar a aburrirte. No hay gran cosa que ver, las áreas de servicio son bastante aburridas y el aire del habitáculo se va enrareciendo. ¿Y si tomaras la primera salida? ¿Y si te aventuraras unos cuantos kilómetros por una carretera desconocida? ¿Y si te arriesgaras a «salir de los caminos trillados»?
Un minuto de silencio arrancado a un día ajetreado es como un riachuelo que empieza a bajar por una colina... ¡Ya sabes a dónde llega!
Supera los obstáculos
Volvamos a asuntos más serios. No cabe duda alguna, el silencio es de oro, como demuestran todos los filósofos y los sabios. Si lo sabemos, ¿qué nos impide practicarlo más a menudo? ¿Qué se opone a que ofrezcamos al mundo el don sublime de nuestro mutismo? Y eso que todos conocemos la advertencia: «Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra en un tribunal».
Reconozcámoslo: el camino del Noble Silencio está sembrado de obstáculos. A continuación presento una lista de algunos de ellos, no para desalentarte, sino con la idea de que es preferible conocer al adversario antes de hacerle frente.
Pequeña digresión de paso: ¿sabías que en la lengua de los indios koguis no existe el término «enemigo» ni «adversario»? Resulta muy interesante, en esta época convulsa en la que las ideologías se enfrentan encarnizadamente. Si ante mí no se alza ningún enemigo sino «otro sistema de pensamiento», si el otro no es un adversario sino alguien con valores distintos, entonces no hace falta combatir nada ni reforzar a nadie por medio de ataques. Y hasta puede ser una buena ocasión para guardar silencio...
Las carencias
A menudo, el silencio asusta, especialmente, como ocurre hoy en día, si estamos bombardeados de ruidos, de imágenes y de sensaciones fuertes. El culto a la emoción, la obsolescencia rápida y programada de los jolgorios populares, el paso incesante de una idea a otra... ¡Uf ! Ya nos gustaría respirar un poco. Pero, para ello, hay que apartarse del camino trillado para poder enfrentarse al mayor desafío que existe en la vida: la sensación de carencia. Hace ya varios miles de años, Buda la señalaba como la fuente del sufrimiento humano: la carencia o la insatisfacción brotan en cualquier situación. Eso no significa en absoluto que todo, en sí mismo, sea negativo o causa de sufrimiento, sino que las situaciones son «potencialmente» fuentes de carencia o de insatisfacción.
Dicho de otro modo, a la manera de Blaise Pascal, toda nuestra desdicha se debe al hecho de que no podemos quedarnos sentados disfrutando plácidamente una noche de verano con amigos... sin empezar a hacer fotos y a subirlas a las redes sociales. «Para compartir», me dirás, y la intención es noble, desde luego. Pero repasemos un instante la escena a cámara lenta. Son las ocho y media, estás sentado en una terraza con tus colegas. El ambiente es festivo, es fin de semana, todo debería ir viento en popa. Entonces, si te fijas un poco, ¿de dónde viene esa sensación de aburrimiento, esa agitación o esa inquietud que aparece al cabo de unos minutos? ¿Qué más esperas? ¿Qué habría que añadir al instante presente? Y, sobre todo, ¿de dónde viene esa sensación de que falta algo? ¿Más ruido, más música, más alcohol, más amigos, más ambiente, más calma o más conversaciones interesantes? ¿Qué es lo que falta?
«Este libro está escrito para todos aquellos que alguna vez han dicho “no puedo más” o “me falta el aire” en esta época llena de tensiones en la que todo va demasiado rápido y en la que no cabe la opción de parar», Kankyo Tannier
Desbordados por la falta de tiempo, por la sobreinformación y por una vida profesional y personal que a menudo nos exige más de lo que podemos dar, a veces explotamos y nos sentimos perdidos, cansados y hartos de todo. ¿Y si la solución fuera la magia del silencio? Kankyo Tannier, la autora de este libro, es monja budista laica y practica el silencio desde hace varios años en una idílica cabaña en los bosques de Alsacia, en plena conexión con la naturaleza y los animales. A través de ejercicios sencillos y prácticos, Kankyo nos enseña. (Editorial Planeta, 2017. 250 páginas).
La cita de Pascal a la que me refería es esta: «Toda la desdicha humana se debe a una sola cosa, que es no saber permanecer en reposo en una habitación». Jamás se me ocurriría decirte que debes enclaustrarte en tu casa, pero esta frase de los Pensamientos ilustra de maravilla la insatisfacción y las carencias a las que se refería Buda. Seguro que las conoces. Una sensación de vacío en el vientre o el plexo solar, de incomprensión, de miedo latente, de peligro invisible... No hace falta que lo describa con todo lujo de detalles, porque ya es bastante desagradable por sí mismo, y estoy convencida de que ya lo conoces. ¡Continuemos!
Siéntate en silencio para superar la carencia
Entonces, ¿qué ocurre a continuación? ¿Cómo se puede escapar a las carencias?
La solución número uno, adoptada desde tiempos inmemoriales, ¡consiste en moverse! El ser humano se marcha de viaje, va al teatro, tiene hijos, crea una empresa, etcétera, todo ello para escapar al vacío. Se trata de establecer una especie de sociedad de la distracción que siempre nos lleva más lejos, al exterior de nosotros mismos. Todo parece diseñado para alejarnos de nosotros mismos, dado que, si alguna vez el ser humano se detiene un momento, si se para en silencio, inevitablemente tendrá que confrontarse con sus carencias... sin saber demasiado qué hacer.
Por suerte, se está dando a conocer un camino para los héroes que se ignoran: ¡el de la meditación! Sentarse frente a (o más bien junto con) las propias carencias, siguiendo un método, claro (si no, la experiencia sería una pesadilla). En los capítulos siguientes lo describiré con detalle.
El descubrimiento: las carencias y las emociones no son permanentes
Esa es la clave de todas las explicaciones: el hecho de sentarse en las carencias, de permanecer sentado con las carencias, se basa en el principio de que las emociones no son permanentes. Todo aparece y todo desaparece de manera natural. Todo, incluidas las emociones. Eso sí, a condición de dejar de darles vueltas y de alimentarlas, como volvió a demostrar un experimento llevado a cabo recientemente en la Universidad de Stanford (Estados Unidos).
Después de colocar unos sensores de actividad en el cráneo de los voluntarios, los investigadores les enseñaron distintas imágenes para suscitarles miedo, repugnancia o ternura (¡seguro que eran de gatitos!). A continuación, midieron el tiempo que tardaban los conejillos de Indias en recuperar su estado emocional «básico». ¿Cuánto tiempo crees que dura una emoción? Como máximo, ¡unos minutos!
No obstante, se considera que otras emociones como la tristeza, la culpabilidad o las carencias perduran mucho más. Y así es, puesto que se rumian, se les da vueltas y se mascan como si fueran un hueso viejo. Una emoción —un vacío— que tan solo se observe aparecerá y desaparecerá de forma natural. Si se la deja tranquila y se acepta su existencia momentánea, acabará apareciendo la calma.
Es esa experiencia fundacional —nada dura, tampoco las emociones— la que te permitirá quedarte sentado plácidamente mientras todo se agita y domar el silencio.
La soledad luminosa
He tomado prestado el título del de una parte de las memorias del escritor chileno Pablo Neruda, tituladas Confieso que he vivido (1974), que recoge sus impresiones de viaje y, en especial, su alegría por encontrarse solo. Se trata de un texto breve y sencillo —que a veces se publica en un pequeño volumen— que te recomiendo de corazón. Es la clase de libro que puedes devorar en una tarde de verano, con la espalda pegada al tronco de un árbol. Desde luego, el silencio y la soledad se llevan bien, como dos voces que, mezclándose, crean una tercera, de resonancia infinita.
Para algunos, estar solo representa el summum, ¡un sueño dorado! Pienso en las madres de familia que han tenido que desterrar esa palabra de su vocabulario. «¿Sola? ¿Para leer o escuchar música? Sí, lo había hecho de estudiante, pero ahora...» Para otros, la soledad es algo de lo que huir a cualquier precio: bajo ningún concepto quieren encontrarse consigo mismos, por temor a caer en la depresión. Esas personas encadenan los planes y las aventuras. Cualquier cosa con tal de no volver a su casa vacía a última hora de la tarde.
En ambos casos, todo es —como siempre— una cuestión de perspectiva. Fulanita dará un portazo, se quitará los zapatos y se tumbará en el sofá, suspirando de alegría y de alivio. Menganita dejará a los niños en la escuela y saboreará el placer de volver a casa sin prisas, paladeando la calma... Solas, en la luz.
Al silencio le encanta desplegarse en la soledad. Por «soledad» se entiende esa sensación de estar ligado a uno mismo. De tener la latitud, el espacio y el tiempo para estar conectado a la intimidad más dulce. Conviene hablar, entonces, de una soledad consentida, de una cómoda media vuelta hacia el interior, capaz de nutrirte antes de regresar al mundo. Una soledad voluntaria, buscada, en la que aprendes más deprisa.
El secreto
A veces basta con programarte algunas horas «sin hacer nada», como si fueran momentos robados, para aprender a estar solo y desembarcar en las orillas soleadas de tu verdadero ser, que es mucho más vasto de lo que te imaginas.
La regla de las tres «R» y «PTPA»
Esta regla esencial la aprendí de mi amigo Salah-Eddine Benzakour, que da conferencias por todo el mundo sobre la economía digital. ¡Me hizo muchísima gracia! Lo de las tres «R» y «PTPA» es muy fácil: «Repetir, Repetir, Repetir: ¡Parece una Tontería Pero es Así!». En aquella época, Salah-Eddine se encargaba de hacerme de coach para una conferencia TED, cuyo formato «a la americana» es muy particular. Así que repetimos, repetimos y repetimos la charla... para lograr el resultado que deseábamos.
Las tres «R» y «PTPA»: «Repetir, Repetir, Repetir: ¡Parece una Tontería Pero es Así!». ¡Toda la sabiduría de la humanidad —o casi— resumida en una frase! El cerebro aprende por medio de la repetición. El gesto o el acto que repite miles de veces le permite reforzar la conexión entre las neuronas.
Asimismo, si repites muchas veces los ejercicios de este libro, la configuración de tu cerebro acabará modificándose. Tus nuevos caminos interiores se van a ensanchar poco a poco, llenándose de flores. Pero ¡eso no es todo! La mente también funciona en «arborescencia»: eso significa que todo está ligado. Cambiando una sola costumbre (contemplando el cielo más a menudo, respirando por el vientre o escuchando los sonidos del mundo), todo el cerebro recibe los influjos del nuevo comportamiento. Al igual que las ruedas de un reloj se arrastran las unas a las otras, o las piezas de dominó caen las unas detrás de las otras..., un pequeño ejercicio modifica la configuración del conjunto.
• «Repetir, Repetir, Repetir: ¡Parece una Tontería Pero es Así!»
• «Repetir, Repetir, Repetir: ¡Parece una Tontería Pero es Así!»
• «Repetir, Repetir, Repetir: ¡Parece una Tontería Pero es Así!»
• ... a voluntad...
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