Las 52 veces de Rajoy
Antes un compareciente debía dar explicaciones a quien le citaba. Ahora convoca él, y se las exige a otros
Recuerdo una anécdota repetida en las redacciones. Un periodista le dice entusiasmado a su jefe inmediato: “¡He conseguido una entrevista con el ministro!”. Y el jefe le pregunta: “¿Y qué ha dicho?”. A lo que el otro redactor responde: “Nada, pero tengo las declaraciones”.
El presidente Mariano Rajoy explicó el 30 de agosto ante los diputados que ya ha hablado de corrupción 52 veces en el Parlamento. ¿Y qué dijo? Nada, pero tenemos sus declaraciones.
Quizás esto guarde relación con el culto que se está concediendo al verbo “comparecer”, cuya presencia en la información importa más que lo dicho en la comparecencia. Se trata de conseguir que alguien comparezca, y obligarlo así a personarse en un lugar en una hora determinada, mientras que las preguntas planteadas y las palabras con las que responda se quedan reducidas a un hecho menor.
La oposición logró que Rajoy compareciera en el Congreso una vez más, y se supone que eso constituyó un gran éxito. Pero tal verbo ha perdido ya su valor, destrozado por el lenguaje político y su cómplice el periodístico.
Cada vez que alguien hace declaraciones, “comparece”; y como todos los días habla alguien a los periodistas, el verbo “comparecer” comparece mucho.
Antes de la manipulación, la comparecencia (diccionario en mano) se refería al acto de presentarse ante alguna autoridad (un Parlamento, un juez, la madre de uno), que convocaba al compareciente para pedirle explicaciones sobre algo. Es decir, se comparecía a requerimiento.
Eso fue cambiando, y a finales del siglo XX se empezó a comparecer en el Parlamento a petición propia. En nuestros días asistimos a otra vuelta de tuerca en ese verbo, que no sólo permite a menudo elegir cuándo y dónde se comparece, sino también prescindir de dar explicaciones o ser preguntado; y en caso de haber preguntas, sin penalización por no responderlas.
Paralelamente, las comparecencias han ido alterando la representación física del poder. Antaño, el hecho de comparecer implicaba una subordinación del compareciente ante quien lo convocaba, y eso tenía reflejo en su posición espacial. Ahora, por el contrario, los comparecientes lo hacen desde una tribuna o atril, a menudo de pie, y no con la cabeza a similar o inferior altura de quien le cita.
Antes de esta nueva acepción de “comparecer”, en casos similares los personajes públicos se presentaban, se personaban, convocaban a la prensa o hacían una declaración. Hoy en día, hasta comparecen los futbolistas en ropa de entrenamiento. Y además, los comparecientes no sólo se niegan a dar explicaciones sino que incluso las piden.
Tan grande se ha hecho esta subversión del lenguaje que quizá deberíamos preguntarnos ya si los comparecientes son en tales casos el político y el futbolista… o más bien los jueces, los periodistas o los parlamentarios, de modo que podríamos escribir: “Los diputados comparecieron ayer ante el presidente del Gobierno, quien les pidió explicaciones por las críticas que le hicieron, así como por sus testimonios en otros procesos judiciales y por sus casos de financiación exterior”.
El prestigio del término “comparecer” ha sobrevivido, y eso provoca cierto orgullo en quien obliga a que otro comparezca. Pero es éste quien se ha apropiado ya de la palabra.
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