Moda cubana, una historia de resistencia
CUANDO ME encuentro con amigos o colegas que llevan una vida hipster y encarnan una existencia militante, me pregunto si un cubano nacido y criado aquí podría asumir esa corriente. Reviso las casas de los hipsters, los restaurantes a los que acuden, los pomitos de conservas reciclados para tomar café o vino tinto, y todo eso me recuerda tanto a la vida real que, por fuerza, hemos llevado aquí por casi 60 años. Contemplo sus espesas barbas, sus miradas ¿miopes? o ¿agudas? y me pregunto: “¿Serán Camilo Cienfuegos o el Che los primeros hipsters del mundo?”.
Recorro sus costosas pero desteñidas camisetas, los pantalones de camuflaje, las botas cañeras emblemáticas en la zafra de los 10 millones y mi espalda siente el fusil AK que acompañaba ese uniforme desvencijado o las camisetas desgastadas que hoy resultan gran novedad. Todo eso parte de nuestro imaginario colectivo, la verdadera diferencia estriba en que aquí la comida orgánica es mi única realidad, las heridas de guerra en los atuendos son cicatrices naturales y, hasta el momento, gratis.
Jugar a la izquierda con códigos miméticos, disfrazarse de guerrilleros, incluso escoger deportes de defensa personal como entrenamiento, es una postura de moda. Para nosotros los cubanos, cobra otro significado la agotadora reproducción de un fenómeno que parte del canon rebelde. Cuando nací no había cuchillas para afeitarse, ni tintes o cremas, el jabón estaba escaso y el champú lo conocí en los años ochenta gracias a los búlgaros. Las abuelas crearon recetas de resistencia a base de aguacate o pepino. El uniforme y las botas rusas invadieron el espacio visual. Tras la crisis de los misiles nuestra vida pretaporté descartó la posibilidad de tiempo o espacio para el cuidado o la contemplación del ser. El cuerpo en los años sesenta y setenta empezó a ser —oficialmente— una herramienta de trabajo y defensa. La ideología minaba los espacios estéticos, una mujer demasiado arreglada desentonaba con la afinación revolucionaria.
El “hombre nuevo” no debía ser bello.
En este universo de plaza sitiada poco supimos los cubanos de lo que el mundo conocía como tendencia.
Cuenta la leyenda que la famosa modelo cubana Norka Korda, esposa del fotógrafo Alberto Korda, autor del canónico retrato del Che Guevara, desfilaba en la casa Dior de París, pero regresaba a Cuba en los años de verdadera efervescencia política a vestir de miliciana y enfrentar cada uno de los dramas y carestías que nos generó y hasta hoy nos genera la crisis. Los que se fueron o los que murieron nos heredaron sus pertenencias, pero siembre hubo mujeres creativas y elegantes que supieron reciclar la ropa de sus padres, conservar las prendas o accesorios adquiridos en tiendas como El Encanto o Fin de Siglo.
Desde 1980, con los llamados viajes de la comunidad, aparecieron los primeros intentos de acercamiento entre el exilio y los cubanos de la isla, se autorizó el envío de paquetes con medicinas, ropas y zapatos. Así, de a poco, se coloreaba la croma de un país en blanco. El servicio secreto se apropió de las guayaberas, y las mujeres empezaron a salir a la calle con rulos y batas de casa. Siempre hubo un grupo de personas que luchó por que la moda tuviera cierta coherencia, pero contra estos diseñadores se alistó un ejército del mal gusto armado hasta los dientes. Aparecieron las anodinas camisas marca Yumurí y los toscos, pesados pantalones de marca Jiquí.
A fines de los setenta, desde su cargo de secretaria de los Consejos de Estado y de Ministros, Celia Sánchez Manduley creó el Taller Experimental de la Moda, empresa destinada a la fabricación de una moda cubana, basada en telas y diseños frescos, modernos y precios asequibles. Entrados los ochenta, Caridad Abrantes, Cachita, inauguró Contex. Allí, el diseñador cubano Lorenzo Urbistondo, responsable del departamento de diseños masculinos, renovó con ingenio y creatividad la sagrada guayabera cubana, abogando por modelos inspirados en nuestras raíces, aligeró los camiseros femeninos y desaparecieron los horribles trajes de safari que tanto les gustaba llevar a los dirigentes. En 1987, Cachita inauguró la casa de moda La Maison, con sede en la elegante barriada de Miramar. El objetivo era ofrecer al turismo —y a ciertos cubanos— una pasarela compuesta de hermosas modelos criollas con lo mejor de la moda hecha en Cuba.
En este universo de plaza sitiada poco supimos de lo que el mundo conocía como tendencia, solo algunos intercambios con el llamado campo socialista nos permitieron vestirnos y calzarnos con indumentarias que, francamente, no se nos parecían. Aparecieron los catarritos, zapatos rusos que terminaban rompiéndose tras los frecuentes aguaceros tropicales, y cómo olvidar aquella ropa interior soviética tan poco sexy a la que mi madre le llamó: “Moscú no cree en lágrimas”. En esos años abrió sus puertas la casa de préstamo o ventas El Louvre, con abrigos o ropas elegantes para viajar a países de la Europa del Este o América Latina. Pero allí compraban solo los pocos privilegiados que salían al exterior de manera excepcional. Las quinceañeras tuvieron, desde mediados de los años ochenta, su sitio para adquirir zapatos el día en que cumplieran sus 15: la tienda se llamaba Primor y ofrecía tacones muy visibles en los años cincuenta en La Habana. Durante un tiempo breve compramos en el mercado artesanal de la plaza de la Catedral. Allí adquirimos guaraches, sandalias y zapatos más adecuados para nuestro clima tropical, pero una fuerte operación policial, producto del resquemor del Estado al enriquecimiento de quienes confeccionaban estos artículos, acabó con él.
Telarte fue una de las mejores iniciativas aparecidas en Cuba. Se creó en 1974 y pudimos disfrutar sus productos textiles desde 1983 hasta 1991. Se trataba de un maridaje entre la industria textil y los artistas visuales, auspiciado por el Ministerio de Cultura con la colaboración del Fondo de Bienes Culturales y Contex. A este experimento le debemos la confección de telas diseñadas por importantes artistas locales e internacionales como Mariano Rodríguez, Robert Rauschenberg, Raúl Martínez o Luis Camnitzer.
La ideología minaba los espacios estéticos, una mujer demasiado arreglada desentonaba con la revolución.
El periodo especial comenzó a principios de los años noventa, tras la caída del muro de Berlín, y durante esta terrible fase, que nadie aquí aún ha declarado oficialmente extinta, vivimos una precariedad que daba miedo. Escaseaba todo: el detergente, el aceite, la pasta de dientes. La industria cubana no fabricó una sola pieza que nos pudiera abrigar. Nos quedamos desnudos frente al espejo. Andar limpio y calzado se convirtió en una odisea. Algunas familias decidieron cambiar las joyas heredadas de sus antepasados en las llamadas casas del oro y la plata, pertenecientes al departamento Cimex del Ministerio del Interior. Las joyas se cambiaban por alimentos, electrodomésticos, zapatos y ropa casual llegada, sobre todo, desde Panamá. Dentro de estas piezas se encontraban los pantalones prelavados, las blusas y camisas llamadas bacterias —una alegoría a su estampado—, jeans, trajes de baño y ropa interior barata.
¿Cómo y con qué se viste hoy el cubano? La nueva generación posee poca referencia sobre la moda internacional y una vaga idea de lo que es correcto usar en sitios como hospitales, oficinas, iglesias o teatros. De Miami o Panamá llega de contrabando todo lo peor. De Ecuador o de los mercados chinos de las afueras de Madrid, colándose clandestinos por la aduana de Cuba, recibimos la llamada pacotilla: jeans bordados con pedrería, blusas llamadas bajaychupa o licras fosforescentes. Allí puedes encontrarte cualquier cosa, por ejemplo los zapatos originales de Christian Louboutin diseñados por el mismísimo creador para la delegación cubana durante los últimos Juegos Olímpicos, tallas grandes y en solo 50 pesos convertibles. Existen también jóvenes diseñadores que intentan trabajar y exponer sus propuestas, algunas de estas piezas con precios exorbitantes. ¿Dónde conseguir las telas? ¿Cómo traerlas o producirlas sin cometer una ilegalidad? ¿Se encuentra hoy un buen sastre que sepa entallar el voluptuoso cuerpo de una cubana? ¿Cómo no transformar con un traje de mal gusto a una estudiante en jinetera profesional? Muchas de estas prendas de diseñador no tienen un terminado cuidadoso.
En un precioso estudio rodeado de cristales en La Loma del Ángel, en La Habana Vieja, se abre al público la exposición permanente de Jacqueline Fumero, quien ha vestido, por años, a artistas y amantes de la moda cubana que aprecian la delicadeza de su estilo. Pero si quiere disfrutar de un panorama del mejor diseño cubano actual, puede pasar los sábados por la Fábrica de Arte Cubano (FAC), creada por Equis Alfonso, que es, en sí misma, un centro de exposición para jóvenes diseñadores. La pasarela de la FAC expone la atractiva obra de artistas tales como Michel D’Zuarez, el exquisito trabajo de Sandra Huelves y el proceso de enriquecimiento de ropa reciclada que realiza con buen gusto Ismael de la Caridad, apreciar el talento de las modelos Yéssica Borroto, Johana Borrego y Lupe Blázquez, quienes, además de su espectacular aparición en el desfile de Chanel en La Habana la primavera pasada, llevan en sus cuerpos el trabajo de creadores que intentan establecer un lenguaje criollo en la moda insular, reto bien difícil en un país donde la comunicación y el abastecimiento conspiran con la creación de códigos cubanos en el vestuario.
El aislamiento ha creado un concentrado estético muy interesante, llevamos años conviviendo en un circuito cerrado, carnaval de tópicos del que Chanel se apropió para jugar con ellos en nuestro patio y en su propio lenguaje. Es hora de eliminar el prejuicio interno de que moda es frivolidad, la moda cubana necesita existir, reconocerse y contar, desde nuestros cuerpos, esta larga historia de resistencia.
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