Fútbol contra la Yihad
EN BANGLADÉS, un país más pequeño que Uruguay, viven 170 millones personas. Si España tuviese la misma densidad de población, tendría 600 millones de habitantes; Argentina, 3.400 millones; Estados Unidos y China, 11.000 millones cada uno.
Agréguesele la omnipresente miseria, el lacerante sol tropical y que buena parte de este país, incrustado como una uña en el noreste de India, se inunda en la época de lluvias, y uno piensa —o pensé yo tras aterrizar hace unas semanas y por tercera vez en mi vida en el aeropuerto de Daca, la capital— en el aguante heroico que tanta gente debe tener para lograr sobrevivir día tras día en un espacio tan apretado con tan poco para repartir.
Sumergirse en la jungla que es el tráfico de Daca, en el que cada segundo vehículos de todos los tamaños y de todas las épocas —motorizados y de pedales— evitan rozarse los unos contra los otros por milímetros, o no, refuerza la impresión. Pero solo hasta que uno alza la mirada y ve que la mitad de las personas que pululan por las aceras, las mujeres, lucen todas vestidos cuya variedad de colores, finura y riqueza floral demuestra que, por más desesperadas que sean sus condiciones materiales, el ser humano siempre aspira a algo más que la estricta necesidad animal. En este hormiguero de país, ante el agobiante espectáculo de tanta, tanta humanidad, es fácil perder de vista que cada uno de sus habitantes sufre sus dramas personales únicos, tiene sus sueños y busca su dignidad y su razón de ser en el trabajo, en la familia, en la política, en la religión, incluso en el deporte.
La historia que voy a contar es la de dos de estos 170 millones de individuos: una niña de 12 años de clase baja llamada Nupur Akter y un niño de 14 de clase alta al que, por motivos que pronto se entenderán, le daremos el nombre ficticio de Ahmed. Ambos viven en Daca; ambos —como el 90% de la población de Bangladés— son musulmanes.
Rebobinemos a la noche del 10 de septiembre de 2016. Nupur seguramente estaba durmiendo en la cama doble que comparte con sus dos hermanos pequeños. La cama ocupa dos tercios del espacio de la habitación, en la que también duermen su padre y su madre, ambos en el suelo. Esta habitación es el hogar de los cinco miembros de la familia Akter. No hay más. Aquí, en las profundidades de un laberíntico y maloliente slum [barrio marginal] llamado Bauniabandh, cocinan, comen y disfrutan de su único lujo, ver la televisión. Es posible que, siendo un sábado, el padre de Nupur aún estuviera despierto viendo un partido de la Liga española de fútbol, o de la inglesa. Es posible también que Nupur tuviera medio ojo abierto, especialmente si jugaba su ídolo, Lionel Messi.
Si Ahmed dormía en ese momento, podemos estar seguros de que se despertó de golpe, preso del pánico. Policías armados de la unidad especial antiterrorista estaban derribando la puerta del piso que compartía con su padre, uno de los hombres más buscados de Bangladés, y con su madre, también en la mira del aparato de seguridad estatal. Ahmed, una pequeña fiera, se lanzó contra los policías con un cuchillo en la mano. Le desarmaron, pero en el caos de la acción su padre tuvo tiempo de cumplir con el propósito que se había planteado en caso de verse a punto de ser detenido: acabar con su propia vida. Con un arma blanca, según informarían las autoridades, se degolló. La madre cayó herida y fue conducida a la cárcel. A Ahmed lo internaron en un centro de menores.
La mañana siguiente, domingo 11 de septiembre, el padre de Nupur salió de casa, como de costumbre en un día laboral, a las 5.30. Se dirigió andando por las callejuelas de su slum, inmune al hedor de las alcantarillas grisáceas que fluyen como pequeños canales por el vecindario, al garaje donde guarda su rickshaw, el triciclo que es su principal herramienta de trabajo. Todo el mundo estaba comentando ya la noticia del drama policial de la noche anterior, pero el padre de Nupur pronto la olvidó, obligado a concentrar la totalidad de su energía física y mental en la tremenda labor con la que se gana el pan. No carga pasajeros ni ofrece un servicio de taxi, como la mayoría de los conductores de rickshaws: carga grandes bultos de patatas y cebollas, habitualmente de unos 350 kilos de peso, a lo largo de un recorrido fijo de cuatro kilómetros. La hazaña, por la que le pagan un euro, pondría a prueba a un ciclista del Tour de France, pero él la repite, cuando tiene suerte, 10 veces al día.
Ahmed se lanzó contra los policías con un cuchillo en la mano. Le desarmaron. Su padre se suicidó y a su madre la encarcelaron. A él lo llevaron a un centro de menores.
La madre de Nupur probablemente salió de casa a las siete de la mañana para ir a la fábrica de textiles donde trabaja ocho horas al día, a veces 10, dependiendo de las exigencias de las multinacionales que pagan su sueldo. Nupur era la encargada de dar el desayuno a sus dos hermanos pequeños antes de ir a su colegio, un pequeño cuarto alfombrado, patrocinado por Unicef, donde ella y otros 10 niños aprenden a leer, escribir y sumar bajo la atenta mirada de dos jóvenes profesoras. No es habitual que las niñas estudien en estos barrios pobres de Bangladés, pero es menos habitual aún que, como Nupur, jueguen al fútbol. Las tendencias más conservadoras del islam se han impuesto aquí, tras un par de décadas de infiltración saudí, y donde más se nota es en la creciente sumisión de las mujeres. Los padres de Nupur aspiran a ir contracorriente: a que su hija no sucumba a la presión social para casarse joven, que no tenga que depender materialmente de un hombre, que logre realizar su potencial y, si Dios quiere, que saque a la familia de la pobreza.
Ahmed y su familia habitaban otro mundo. Desde el día que su madre nació, nunca hubo ninguna duda de que acabaría poseyendo las herramientas educativas para competir a cualquier nivel con los hombres, hombres preparados, como su marido, en el terreno laboral. La madre de Ahmed se crio en el seno de una familia de la élite bangladesí, estudió en una escuela privada cara y, a diferencia del 95% de la población de su país, aprendió a hablar un perfecto inglés. Moderna al estilo occidental en sus costumbres y en su manera de pensar, consiguió un trabajo bien pagado con una ONG internacional. Antes de ingresar en el centro de menores, Ahmed había estudiado no en un pequeño cuartito como Nupur, sino en el edificio grande, blanco e imponente de uno de los colegios privados de más alcurnia de Bangladés. Su futuro estaba asegurado.
¿Qué pasó? Lo que pasó fue que su padre abandonó su proyectado destino burgués y se radicalizó, incorporándose a una célula de fanáticos responsable de la peor atrocidad terrorista de la historia de Bangladés. Él no estuvo presente en el sangriento desenlace del atentado, pero sí formó parte del equipo de apoyo logístico de los cinco yihadistas que el 1 de julio de 2016 irrumpieron con armas de fuego y machetes en uno de los pocos restaurantes de Daca donde cometían el pecado de servir vino. Tras un enfrentamiento con policías y soldados que duró 10 horas, los cinco, todos ellos de alto nivel educativo, cayeron abatidos, pero no sin antes haber despedazado a machetazos a 18 clientes extranjeros y a 4 locales.
La madre de Ahmed compartía el culto a la muerte de los responsables de la masacre. Unos meses antes, su marido la había convencido de que le acompañara a Arabia Saudí a cumplir el peregrinaje a la Meca conocido como el Hajj, obligatorio para todo musulmán practicante que pueda pagarse el viaje. Según una conocida de ella, volvió transformada. En vez de vestir vaqueros y camisas, como había hecho antes, se cubrió el cuerpo y la cara de arriba abajo, sometiéndose a los mandamientos de la doctrina wahabí, la más fundamentalista del islam, la que tiene sus orígenes en Arabia Saudí, país cuya vocación proselitista ha sido identificada por muchos expertos como la principal causa no solo del creciente conservadurismo de los fieles por todo el mundo, sino de la radicalización que convence a los integrantes del Isis, de Al Qaeda y de otros grupos similares de que Dios agradece y premia la muerte violenta de los infieles.
Las pistas que la policía descubrió después del atentado en el restaurante derivaron dos meses y medio después en la operación que acabó con el suicidio del padre de Ahmed, la encarcelación de su madre y la detención de Ahmed en el centro de menores, un presidio para chicos de entre 9 y 18 años conocida oficialmente como Centro de Desarrollo del Niño.
De repente, el futuro de Nupur pintaba mucho mejor que el de Ahmed. Para los padres de Nupur la vida se reducía a la urgencia de la lucha diaria para poder dar de comer a sus hijos y pagar el alquiler de su diminuto hogar. Nunca tuvieron tiempo para amargarse con el resentimiento o de envenenarse con el odio que alimenta el nihilismo asesino de la ideología yihadista. Las grandes causas, sean estas religiosas o políticas o una mezcla de las dos, son bienes de lujo: encuentran terreno fértil no en la gran masa de los pobres, sino entre aquellos que tienen las condiciones básicas de vida aseguradas. Nupur jamás se iba a contaminar del incipiente fanatismo que le inculcaron a Ahmed. Ella tiene más que suficiente con encargarse de cuidar a sus hermanitos cuando los padres se ausentan del hogar por sus trabajos, con sus estudios escolares y con el fútbol, al que juega cinco días a la semana. La vida de Nupur es dura, pero nunca ha tenido que soportar nada que se aproxime a la desolación y al dolor que sintió Ahmed, huérfano de padre y sin saber si a su madre la volvería a ver, el día que la policía lo encerró en el centro de menores.
Fui para allá nada más llegar a Daca y me encontré con un recinto espartano dominado por un edificio de cinco pisos, una gran jaula diseñada para 200 niños en la que comparten celdas 380. La mayoría está a la espera de comparecer ante un tribunal, acusados típicamente de tráfico de drogas, robos o asaltos. Pero aunque el Estado gasta menos de un euro al día por niño en comida, la impresión que tuve hablando con el director del centro y los hombres y las mujeres bajo su mando es que hacen lo posible en circunstancias difíciles para tratar a cada uno de los jóvenes presos con humanidad. El ejemplo más visible del esfuerzo por ayudarles a reintegrarse en la sociedad es un campo verde en el centro del recinto, un inusual oasis en el desierto de asfalto de la ciudad, donde juegan al fútbol. La hierba es alta, y el lodo, abundante cuando llueve, pero aquí es donde los niños tienen el inmenso placer y desahogo, gracias a Unicef y a la Fundación FC Barcelona, de olvidar sus penas corriendo alegremente detrás de una pelota.
No es habitual que las niñas estudien en estos barrios pobres de Bangladés. Pero es menos habitual aún que, como Nupur, jueguen al fútbol.
Lo hacen a las órdenes de instructores adiestrados por la fundación que siguen un programa detallado concebido para niños de todo el mundo que, por un motivo u otro, han tenido mala suerte en la vida. Ahmed, que tuvo peor suerte que la mayoría, llegó a su cárcel en un estado de ánimo similar al de aquellos niños desamparados en las obras de Charles Dickens. Solo que sus circunstancias reales excedieron la imaginación del gran novelista inglés. Ahmed se había llegado a creer un soldado feroz en una guerra santa, pero llegó a la prisión juvenil con la coraza destrozada, reteniendo en la retina la imagen de su padre degollado, descubriendo súbitamente que en el fondo seguía siendo un niño mimado. Sus nuevos compañeros le asustaban. Muchos de ellos eran fieras de verdad, obligados casi desde que aprendieron a dar sus primeros pasos a defenderse por sí solos y a sobrevivir como fuese, con todas las armas o artimañas a su disposición, en lugares de una pobreza que Ahmed no hubiera sido capaz de imaginar.
Según el informe de Unicef, Ahmed se abstuvo de hablar con los demás niños durante sus primeros meses en el centro. No quiso tener nada que ver con estos vulgares delincuentes comunes, evadió el contacto humano y se refugió en la religión. Como el Profeta exige, rezaba cinco veces al día. No confiaba en nadie. Solo en su Dios.
Todo empezó a cambiar cuando irrumpió en su vida, y en los demás chicos del centro, otra religión, sin promesas de vida eterna, eso sí, pero la más grande del mundo, la que reúne a musulmanes, judíos, cristianos, ateos —a todos, independientemente de sus creencias, razas, lenguas o nacionalidades—. El instructor físico del centro, llamado Azad, anunció un día a principios de este año que venía a predicar una nueva doctrina, la del fútbol. Concretamente, una variante de la gran fe secular patentada por la Fundación FC Barcelona y propagada con el apoyo de Unicef. Se llama FutbolNet y contiene más reglas que el deporte que juegan en el Camp Nou o en el Bernabéu.
Operativo hoy en 25 centros de Bangladés y en 50 países más, FutbolNet aspira no solo a divertir a los niños, sino a fomentar valores elementales para la convivencia pacífica como el respeto, el esfuerzo y la humildad. La metodología de los partidos que disputan los niños es más compleja que la de un juego de fútbol ortodoxo. En primer lugar, es obligatorio prestar solemne atención al sermón que les ofrece el instructor antes de salir al campo. Lo que ahí se les explica es que en este modelo didáctico del fútbol el equipo que gana no es necesariamente el que mete más goles. Se suman o se quitan puntos según el buen o mal comportamiento de los jugadores. Las faltas y el mal humor se castigan como si fueran goles en contra; el juego deportivo y el trabajo en equipo, medido entre otras cosas por el número de pases seguidos por jugada, pueden contar como goles a favor.
Al principio, Ahmed no quiso participar, pero no pudo evitar mirar de reojo desde detrás de las rejas. Empezó a sentir envidia de los niños jugadores, hasta que llegó un día en el que ya no pudo más. Sucumbió a la tentación. Bajó al campo, escuchó las palabras del maestro, se incorporó al juego y ocurrió un pequeño milagro: no solo su actitud hacia los demás experimentó una radical transformación, sino también su personalidad.
FutbolNet llegó al slum donde vive Nupur en marzo de este año. La niña no se lo pensó dos veces cuando se le presentó la oportunidad de apuntarse. Más importante aún, su madre y su padre tampoco. Si los padres de Ahmed hubiesen tenido una hija, jamás la hubiesen permitido caer en la herejía de jugar a la pelota con niños varones. Los de Nupur, musulmanes devotos de mentes más generosas, estaban encantados de dar alas a su hija. Vieron orgullosos cómo se lanzó a jugar sin miedo, dándole igual que el terreno donde jugaba se convertía en cemento cuando quemaba el sol o en barro cuando llovía, sin preocuparse de que cada vez que la pelota salía del terreno de juego se corría el riesgo de que cayera en la fosa liquida de desechos humanos que marca los cuatro límites del campo.
Nupur transmite un aire de seriedad y madurez difícil de imaginar en una niña europea de 12 años, pero queda claro que el fútbol la hace feliz como nada en la vida. “El instante en el que coloqué el pie sobre la pelota por primera vez supe que mi vida había cambiado”, cuenta. La madre añade que detectó el cambio casi de un día para otro. “Noté de inmediato que sonreía más y, a la vez, que se empezó a concentrar más en sus deberes y se volvió más responsable en la casa cuando me ayudaba con la limpieza y la cocina”.
El padre de Nupur, por su parte, no podría estar más encantado. En primer lugar, porque ahora su hija disfruta de los partidos en televisión a su lado, tan hipnotizado como él por las genialidades de Messi; pero, principalmente, porque ha visto su idea reforzada de que Nupur representa la gran esperanza de la familia. “No quiero que tenga que hacer un trabajo como el mío o el de mi esposa”, dice. “Yo no tengo alternativas, no tengo educación, así que no me queda más remedio que aceptar mi destino. Pero lo que quiero para Nupur es que gane un buen dinero y que le guste lo que haga”. El padre no comparte la fantasía de la madre de que Nupur podría acabar ganándose la vida con el fútbol. Nupur, como buena aficionada, también es consciente de sus limitaciones y comparte el sueño de su padre de un día poder estudiar medicina.
Ahmed se había creído un soldado feroz en una guerra santa, pero llegó a la prisión juvenil con la coraza destrozada, descubriendo que seguía siendo un niño mimado.
Hablar con Ahmed fue más complicado. Cuando pregunté en el centro de menores si podía entrevistarle, me respondieron, con cierta alarma, que no. Imposible. Primero, porque acababa de abandonar el centro después de una estancia de nueve meses, y segundo, porque, aunque un juez le había concedido la libertad y vivía ahora con un pariente, estaba bajo vigilancia policial las 24 horas del día. El juez consideró que el joven se había reformado y ya no representaba ningún peligro para la sociedad, pero la policía no estaba tan segura.
Insistí y al final lo que logré fue hablar con Ahmed por teléfono, bajo la condición de no hablarle de sus padres. Se inició el contacto, me presenté y le hice la primera de mis preguntas en inglés y con un traductor a mi lado.
Lo primero que me llamó la atención fue que, a diferencia de los demás niños en el centro con los que había hablado, Ahmed no solo me entendía, sino que en determinados momentos me contestó en inglés. Por ejemplo, cuando le pregunté al inicio de la entrevista cómo se sintió cuando llegó al centro, me respondió: “I felt sad and lonely”. Me sentí triste y solo. Pero no solo llegó golpeado en sus sentimientos, me explicó, sino perplejo de estar ahí, entre niños tan diferentes a él. “No solo no podía hablar con nadie, sino que no quería.”
Al inicio de la conversación dio respuestas cortas. Balbuceaba. Naturalmente, sentía dudas y sospechas. Pero cuando le pregunté por el fútbol se rompió el dique. “El fútbol tuvo un impacto transformador en mí”, dijo de repente, hablando con firmeza y claridad. “Prestaba mucha atención cuando nos hablaba el instructor antes de los partidos, jugaba de centrocampista y ahí, en el campo, aprendí por fin a ser menos ensimismado y menos egoísta. Apliqué esas lecciones en mi vida personal y empecé a ayudar a los demás”. Siendo un niño con un nivel educativo muy superior al de sus compañeros Ahmed se convirtió en una especie de profesor en el centro de menores, dando clases y ayudando a los otros chicos a preparar sus exámenes. “Aprendí a la vez a estudiar con más seriedad y a ser más feliz y más seguro de mí mismo”.
“En el campo aprendí a ser menos ensimismado y menos egoísta”, dice Ahmed. “Apliqué esas lecciones en mi vida personal y empecé a ayudar a los demás”.
¿Cómo salió del centro en comparación con cómo llegó? “No se puede comparar”, respondió. “Ante todo, acabé siendo amigo de seis o siete chicos con los que jamás hubiera pensado antes que podría congeniar. Entré triste y salí como si fuera otra persona. El fútbol es un deporte que te enseña muchas cosas”.
Ahmed insistió en dejar claro que tenía que agradecer no solo al fútbol y a su instructor, Azad, sino a varias otras personas del centro que se esmeraron en ayudarle a recuperarse de su trauma y a descubrir que es posible tener una vida digna y buena más allá del círculo cerrado del puritanismo yihadista. Conocí a varios empleados del centro y el que más me impresionó fue un señor mayor encargado de impartir clases de religión. Llevaba 25 años ahí y se llamaba Mohamed Abdul Halim.
Delgado, bajito, barbudo y vestido con una inmaculada túnica blanca, emanaba dulzura y serenidad. No se inmutó cuando le pregunté si veía un conflicto entre la religión del Profeta y la religión del fútbol. Le hice la pregunta porque recordaba haber leído que en el llamado califato del Isis en Irak se había prohibido el fútbol, que se habían reportado casos de jóvenes que recibieron palizas, o que incluso fueron ejecutados, por jugar o ver fútbol en televisión.
“El profeta Mahoma le dio a la gente ciertas reglas, y el fútbol tiene igualmente sus reglas”, contestó Halim. “Para mí, una cosa se nutre de la otra. Ambos enseñan responsabilidad, ambos unen a la gente, ambos estrechan las distancias entre las personas y, particularmente en el caso del fútbol que jugamos aquí en el centro, se enseña disciplina y respeto por la verdad. Si los chicos hacen algo mal en el campo, lo reconocen y piden perdón. Sí, lo tengo claro: la religión y el fútbol tienen muchas cosas buenas en común”.
Lo que no tienen tanto en común son el fútbol y la noción de la religión que tenía el padre de Ahmed. Más bien son enemigos. Lo que se ha demostrado en el caso de Ahmed, y de manera menos dramática en el de Nupur, es que el fútbol ganó la batalla. Una señora que sigue en contacto con Ahmed me dijo que, pese a las sospechas de la policía, el niño había eliminado definitivamente de su sistema el virus yihadista. Lo mismo me dijeron de su madre. La suya es una historia, como la de su hijo, de redención. Ha despertado de la pesadilla a la que le indujo su marido y ha renunciado al fanatismo religioso en el que la hizo caer. Las autoridades judiciales comparten este análisis y se espera que le concedan la libertad antes de fin de año. Parece que podrá volver a convivir con su hijo, que ya ha sufrido lo suficiente. Parece que ambos van a tener la fortuna de gozar de una segunda oportunidad.
Yo también quisiera tener una segunda oportunidad. Me explico. Una excelente persona llamada Iftikhar Ahmed Chowdhury que trabaja para Unicef en Bangladés me hizo un comentario provocador. Dijo que el problema del periodismo era que un día publicábamos una noticia y el siguiente nos olvidábamos de ella; que el frenesí mediático nos impedía hacer el seguimiento ponderado que toda historia humana exige si se va a contar la verdad; que la vida del periodista era un recurrente hola y adiós. Reconocí inmediatamente que Iftikhar tenía toda la razón. Admito mi culpabilidad y declaro un propósito expiatorio. En 5, o quizá mejor en 10 años, volveré a Bangladés a ver qué ha sido de las vidas de Nupur y Ahmed. Todo es posible, pero quiero creer que seguirá siendo una historia inspiradora y una victoria aplastante del fútbol contra la yihad.
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