Realidades automatizadas
A nadie le importa la soledad que sentimos en este mundo veloz y digital

No me adapto a este mundo de realidades automatizadas. Cuando tengo que hacer transferencias en el cajero soy lenta, me pongo nerviosa, confundo los números y se me pasa el tiempo establecido. Añoro las ventanillas con personas que respiran y me saludan y tratan de ayudarme. Hay teléfonos a los que llamo y me responde una voz pregrabada que me obliga a marcar teclas y seguir pasos interminables. Llamo para solucionar problemas y termino dando vueltas en el laberinto de Cnosos. Me siento sola en estos tiempos de ventas por Internet donde se abren y se cierran las pantallas, y nadie me orienta ni me acompaña. A veces me he equivocado con pequeñas compras. He confundido, por ejemplo, las horas de la noche con el día en un billete de autobús y he sido incapaz de cancelarlo o cambiarlo porque no había pautas claras que me ayudasen a salir del enredo cibernético de mi equivocación. Me he tenido que comprar otro billete y me he tragado el secreto de mi ridículo atolondramiento. Necesito a las personas. Necesito la voz cálida y real de alguien al otro lado del teléfono escuchándome, empatizando con mi angustia, resolviendo las dudas de mi tarjeta de crédito, de una factura o de un billete de tren, autobús o avión.
Me asusta esta realidad automatizada donde las cookies informáticas conocen mis costumbres pero nunca podrán ser mis amigas. Automatizan la realidad para ahorrar gastos, para no contratar personal que acompañe y consuele a los clientes. A nadie le importa la soledad que sentimos en este mundo veloz y digital. Se olvidan de que somos animales sociales. En nuestra naturaleza está la voz de los otros, la respiración de los demás al compás de la nuestra. Pienso en los hombres primitivos junto a una hoguera. Todas las manos y los rostros calentándose. Qué difícil debió de ser en aquel tiempo . El frío, el hambre, las constantes amenazas en un mundo misterioso e indescifrable. Pero estaban todos juntos en aquellas noches inquietantes.
Las realidades automatizadas nos aíslan. Hace muchos años trabajé en el departamento de atención al cliente de una empresa de alquiler de coches. Por aquel entonces los originales de las facturas de las tarjetas eran de papel y teníamos que buscar las referencias y comprobar los errores en la copia original. Escuchábamos la desolada voz de los clientes a los que tratábamos de tranquilizar. Estábamos vivos, no éramos voces automatizadas, no éramos laberintos de teclas y números, no éramos la desolación fría de las pantallas programadas.
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