Más gente, más comida, ¿peor agua?
Un estudio de FAO y del Instituto Internacional de Gestión de Aguas llama a transformar la producción de alimentos para preservar la calidad del recurso
Falta agua. Y la que hay disponible está cada vez más contaminada. Los asentamientos humanos, la industria y la producción de alimentos son los principales responsables. En economías emergentes y países de renta baja, las enormes cantidades de aguas residuales urbanas sin tratar son el gran problema. Pero la agricultura y la ganadería no se quedan atrás. Y, de hecho, en los países más desarrollados estas actividades ya sobrepasan a ciudades y fábricas en la polución de ríos, lagos y otros cuerpos acuáticos.
El reto es considerable: el constante crecimiento de la población obliga a obtener más comida mientras las señales de alerta del planeta piden reducir el impacto medioambiental de la producción de alimentos. La FAO (agencia de la ONU para la alimentación y la agricultura) y el Instituto Internacional de Gestión de Aguas (IWMI, por sus siglas en inglés) han publicado el avance de un estudio sobre la (importante) parte de culpa que tienen la ganadería, el cultivo de alimentos o la acuicultura (la cría de animales marinos para su consumo) en la contaminación del agua.
A la necesidad de producir más se ha respondido con más irrigación (de 139 millones de hectáreas irrigadas en 1961 a 320 millones en 2012) y un uso más intensivo de los suelos, fertilizantes (10 veces más hoy que en 1960) y pesticidas (el mercado alcanza los 35.000 millones de dólares anuales). Todo ello contribuye a contaminar las aguas subterráneas y los ríos y arroyos adyacentes a las zonas de cultivo.
Otro gran problema viene de la ganadería. La demanda de carne y alimentos de origen animal no deja de crecer, y la cría de animales también se ha intensificado. Cada vez se crían más animales en menos espacio, lo que pone mucha presión sobre las fuentes de agua cercanas y dificulta el tratamiento de sus desechos. A menudo, los excrementos de los animales —muchas veces usados también como fertilizante orgánico— no se tratan ni almacenan debidamente, y acaban sobrecargando las aguas de nutrientes y (sobre todo en la cría intensiva e industrializada) otros contaminantes, como bacterias fecales, antibióticos u hormonas.
La acuicultura también ha crecido enormemente y ya supone el 44% del pescado que comemos. Los países en desarrollo —sobre todo asiáticos, con China como líder indiscutible— abarcan el 91% de la producción. Pero esta creciente actividad necesita usar agua. Y, sobre todo cuando se realiza de forma intensiva, también vierte heces, alimento sin digerir o medicamentos a los distintos cuerpos acuáticos.
La comida que se produce y luego no se consume se lleva consigo a la basura una cuarta parte del agua utilizada en los cultivos
Los autores del estudio admiten, obviamente, que alimentar a la población mundial es una prioridad. Pero por esa misma razón insisten en que, por el camino, hay que minimizar la polución del agua. Y en primer lugar llaman a la conciencia de los consumidores.
Porque, obviamente, producir carne de forma intensiva tiene un mayor impacto sobre las reservas mundiales de agua que frutas obtenidas con prácticas sostenibles. Por eso creen que un cambio en la demanda (en las dietas) tendría un efecto en cadena sobre la actitud de los productores. Para eso, en primer lugar, hace falta que el ciudadano sepa de dónde viene lo que come. Pero no solo. Hacen falta campañas de concienciación y, según sugieron los expertos, también caben actuaciones fiscales.
A los consumidores también compete gran parte del reto de reducir la comida desperdiciada. Una parte se pierde en el camino de la granja al mercado (por falta de tecnología, de medios de transporte, de técnicas de conservación...). Pero otra, no menos importante, caduca en los frigoríficos o se tira en tiendas, hoteles o restaurantes. Y una cuarta parte del agua utilizada en los cultivos se va a la basura con todo ese alimento despilfarrado.
Más escépticos se muestran con las posibilidades de 'multar' o gravar a los productores más contaminantes por la dificultad de medir cuánto ensucia cada uno. Pero creen que pueden funcionar en combinación con otras medidas, como la práctica, aplicada en países como Noruega, de pagar a los agricultores y ganaderos que contribuyan a mantener el entorno con sus buenas prácticas medioambientales. Esto es, almacenar y gestionar mejor los excrementos animales, no desperdiciar agua, aplicar fertilizantes y pesticidas menos contaminantes y de forma más eficiente...
Todas estas obligaciones de preservar la calidad del agua —sostienen los expertos— deben hacerse cumplir. Pero llaman a ser realistas y fijar límites equilibrados y plazos de tiempo razonables en cada situación. Este tipo de acciones, junto con la formación de los productores en la gestión sostenible de sus animales, tierras, fertilizantes o pesticidas, son clave para evitar que los centros de producción de alimentos contaminen las aguas. Y que así, siga habiendo agua de calidad para producir alimentos suficientes para todos.
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