Los moradores del desierto, abiertos a negociar
Los atacameños, indígenas de Chile, quieren beneficiarse del turismo y la minería y proteger su tierra
“Bienvenidos a Calama, la ciudad del sol y el cobre”, anuncia un cartel a la entrada de esta ciudad situada a su vez a las puertas del desierto de Atacama. Un poco más lejos, los primeros letreros reciben al turista: “Reserva Nacional Los Flamencos”, “Valle de la muerte”, “Desierto de sal”. Es la descripción del lugar: las minas de cobre, los parajes naturales únicos y el turismo dan forma hoy en día al paisaje de esta zona del norte de Chile. Este altiplano es conocido por la inmensidad de su desierto, su salar y sus flamencos rosas, pero no tanto por un pueblo que lo habita desde hace 12.000 años y negocia a diario su supervivencia.
¿Cómo puede un pueblo vivir desde hace tantos años en el desierto más árido del mundo? Como es de esperar, en grupos, en pequeños oasis, y alrededor de los puntos de agua. Pero sorprende más saber que los atacameños son agricultores y ganaderos. La clave su superviviencia es la gestión del agua.
Manuel tiene unos 40 años y muestra orgulloso su uniforme de guarda de la Reserva Nacional Los Flamencos. Le gusta hablar de sus raíces. “Ser atacameño es ser un hijo de la tierra. Cada uno sabe dónde están sus antepasados. En la ciudad ustedes conocen a sus abuelos, y quizás a sus bisabuelos, pero han perdido a los antepasados. Nosotros sabemos", dice. También saben seguir vivos en el desierto más árido del mundo, presume Manuel. Pero, naturalmente, también han perdido cosas. "Nuestro idioma, el kunza, ha sido prohibido y casi ha desaparecido. Ahora todos hablamos español”, dice con un acento que delata sus orígenes.
Felicia pasa de los 70, pero sigue cuidando su huerto, organiza la recuperación de la escasa lluvia, acarrea agua del río y vive de su pequeña explotación. También recuerda su juventud. Antes de la dictadura de Pinochet, antes de las minas y antes del turismo. “Aquí vivíamos en la abundancia porque teníamos sistemas de irrigación. Ahora, sabe usted, quieren traernos sistemas de irrigación de Israel, pero tenemos nuestros propios sistemas", se queja Felicia.
Y recuerda. Recuerda que su pueblo sabía cultivar el trigo y el maíz con poca agua. Que para lavar la ropa no necesitaban detergente, porque conocen unas pequeñas bayas que crecen y dan jabón. Que cuando ella era joven, hacían su propia cerveza y su vino para las ceremonias, y usaban en ellas las plumas de los flamencos rosas. Para los augurios o para animar a las montañas en las que nace el agua. "Allí donde va el agua, se crea vida. Es sencillo”, dice Felicia.
Sin embargo, la dictadura, el desarrollo de la minería y, más recientemente, la llegada del turismo han cambiado la vida del pueblo atacameño que se ha decidido a adaptarse a los nuevos tiempos. “La política y los Gobiernos cambian”, opina Manuel. “Esta es nuestra tierra, y tenemos que negociar. Los mineros quieren explotar nuestras tierras, las empresas de geotermia se interesan por ellas, la NASA ha querido construir aquí un centro y por todas partes surgen hoteles", enumera. Y admite que "esa gente" da trabajo, pero también coge el agua.
Sin embargo, aunque otros pueblos han decidido luchar contra situaciones similares, su postura —defiende— es la de negociar. "Las cosas cambian cada día en el desierto y nos adaptamos. Negociamos el futuro de nuestros hijos", continúa. La cultura de los atacameños, sostiene Manuel, tiene 12.000 años, y el Estado chileno unos 200. "Hemos entendido que para que nos escucharan teníamos que adaptar nuestros métodos, crear comités oficiales y tener una personalidad jurídica. Y lo hemos hecho”.
La conservación de la naturaleza: una oportunidad invasiva
Que les invadieron los incas, luego los españoles, los chilenos y los mineros, dice Manuel. Ahora han llegado los conservacionistas y los turistas. "Todos pasan, y nosotros seguimos aquí", presume de nuevo. ¿Es el turismo una invasión más? En 1990, el Gobierno chileno creó la Reserva Natural Los Flamencos. Y como sucede a menudo, las comunidades locales vieron llegar a una serie de agentes del Estado para encargarse de establecer nuevas reglas, cobrar entradas y administrar su territorio.
La reserva de Los Flamencos es el primer caso de cogestión de una zona protegida entre el Estado y un pueblo indígena. Se estudia como un ejemplo de éxito y, hoy en día, las dos partes lo consideran una alianza estratégica que permite a cada una de ellas proteger mejor el medio ambiente, pero también canalizar el turismo.
Leticia nació en Toconao, uno de los pueblos atacameños del desierto. Después del instituto agrícola, pudo irse a estudiar y volvió a casa titulada en Ingenería agrónoma. Según ella, esa gestión compartida d ela reserva les ha permitido abrirse al emprendimiento y les ha dado oportunidades de trabajo y de formación. Las comunidades han creado una asociación con fines no lucrativos para recibir y redistribuir los beneficios que obtienen. “Es un beneficio para la economía y para el desarrollo, pero también es un reconocimiento de nuestra cultura. Seguimos negociando para encargarnos de una parte cada vez más importante de la gestión aprovechando el hecho de que el Gobierno no tiene la capacidad, ni los medios, para invertir más", explica. El Estado ahorra, y las comunidades se desarrollan.
La CONAF, el organismo que coordina la gestión de las zonas protegidas en nombre del Gobierno chileno, lo confirma. “Se trata de un sistema de colaboración que nos permite paliar la falta de personal técnico en nuestros equipos. Eso nos da una visión constante y más amplia de la situación. Los atacameños son considerados miembros del personal”, desarrolla Alejandro Santoro, el director regional del ente. “Firmamos acuerdos con las comunidades, que así se pueden beneficiar del turismo, mientras nosotros nos centramos en la protección de la biodiversidad. Trabajamos con ellas en varios aspectos de la gestión de la reserva, desde la planificación hasta la gestión de proyectos de ecoturismo”, precisa Ivonne Valenzuela, que dirige una unidad específicamente dedicada a las relaciones con las comunidades autóctonas.
La explosión del turismo: una bendición descontrolada
La reserva tiene tanto éxito que, hoy en día, es la más visitada de Chile con más de 200.000 visitantes al año. Pero las opiniones sobre los beneficios de esta afluencia de turistas están divididas en el seno de la comunidad. Si bien algunos se alegran de los beneficios económicos relacionados con la reserva, otros deploran el turismo descontrolado y la implantación de agencias que no respetan sus costumbres y con las que mantienen unas relaciones difíciles.
Hoy en día, la pequeña ciudad de San Pedro de Atacama es una sucesión de hoteles, restaurantes, bares, tiendas de recuerdos y agencias de turismo. Un paraíso artificial para mochileros donde no hay ningún lugareño. Allí, las noches son animadas, los restaurantes ofrecen cocina internacional y los más sensatos se retiran a descansar antes de madrugar para descubrir los géiseres y los flamencos rosas del salar. El mensaje de las agencias es claro: salvajes e infinitas extensiones, calma, maravillas de la naturaleza en el corazón de un desierto enorme... y deshabitado.
¿Deshabitado? ¿De verdad? Basta con entrar en una agencia llamada Atacameños Tour para comprender que los pueblos locales no forman parte de lo que se vende. Cuando preguntamos quiénes son los atacameños y si los podemos conocer, hablar con ellos y hacer visitas con ellos, la respuesta del agente de viajes es clara: “Los atacameños son un pueblo desaparecido desde la colonización española. Todos han sido exterminados”, cuenta el guía con un aire apenado. “¿Ha visto la cruz en la carretera? Es en recuerdo de ellos. El desierto está vacío hoy en día. Pero tenemos autobuses que salen todos los días para visitar los espléndidos lugares del desierto. Estas son las fotos”...
Sandra Flores se indigna al escucharlo: “Lo que les interesa es llenar los autobuses y visitar los parajes, no ofrecer la posibilidad de vivir una experiencia diferente. Para nosotros es muy duro saber que se niega nuestra existencia, y no conseguimos entrar en el mercado del turismo", se lamenta. Los guías, denuncia Flores, cuentan que el desierto está vacío, que no hay pueblos autóctonos. "Sí, es verdad, no estamos en San Pedro, pero en el desierto estamos por todas partes. Nos dedicamos a nuestros animales y a trabajar la tierra. No nos ha dado tiempo a reaccionar bien y a aprender a montar negocios. Pero existimos. Para nosotros es una lucha continua para existir”.
Hace cuatro años, Sandra montó una pequeña empresa de turismo, Caravana Ancestral. Con algunos miembros de su comunidad, reciben a los turistas en sus casas, comparten momentos, hablan de su modo de vida y les proponen salir con las llamas y ver un yacimiento arqueológico atacameño, que no está registrado en ningún lugar en San Pedro. Pero ninguno de ellos habla inglés, y el enfoque todavía no es demasiado profesional. Lo que, por otro lado, no deja de tener su encanto.
“Hemos entendido que para que nos escucharan teníamos que adaptar nuestros métodos. Y lo hemos hecho”
Pero hay algo peor que esa negación de su existencia al repartir el pastel turístico. La explosión de las visitas ha empeorado la situación hídrica de los atacameños. Los cientos de hoteles que se han construido en sus tierras consumen mucha agua. La comunidad local no lo había previsto y ahora sufre las consecuencias. “Los hoteles han querido comprar terrenos, y se los hemos vendido. Eso ha empeorado los problemas de agua que ya nos creaban las minas. No sabíamos que iban a coger toda el agua que hay debajo de la tierra", explica Felicia. "Ya no tenemos suficiente agua para cultivar, y tenemos que ir a buscarla a otro río que antes no usábamos".
El agua que usan ahora pasa por una salina, lo que significa que les llega muy salada, pero también cargada de minerales más o menos tóxicos, como el arsénico. Aunque no se hace nada para que los atacameños no la consuman, se les ha prohibido vender a los hoteles su producción hortícola y ganadera para proteger la salud de los turistas. “El problema del turismo es que no está regulado". Ni racionado. "Es como el vino: te dicen que es ‘un buen antioxidante’. Sí, pero si tomas litros todos los días te vas a sentir mal”, observa Leticia, la ingeniera.
“¿Por qué no podemos vivir bien también nosotros?”
Por todo esto, las negociaciones prosiguen en este frágil ecosistema y los atacameños saben que si no hacen algo, su futuro podría ser mucho peor. Antonio Cruz lo sabe bien. Vive en Calama, al lado de la mina más grande del mundo, y es el director del Consejo de los Pueblos Atacameños, que dirige como un empresario. “Los mineros atacan. Es la economía de un país a cambio de la vida de un flamenco rosa, y tenemos que demostrar que somos capaces de resistir", defiende.
Cruz insiste en establecer alianzas con sus "hermanos autóctonos de Perú, de Bolivia y de Argentina". "Hemos decidido negociar con el litio, el oro, la geotermia y la reserva. Pero eso tiene que pasar primero por unas consultas internas. Es el pueblo quien decide, eso es todo”. El director del consejo, que corre de una reunión a otra, se plantea incluso pedir un préstamo para recomprar una mina del desierto y asegurarse así personalmente de que cumplirá con todas las normas medioambientales.
“No queremos un enfrentamiento, queremos una vida mejor. Nuestro mayor problema es el agua. No queremos que exploten nuestra agua y que tengan un impacto negativo sobre ella. Por eso preferimos negociar ahí donde se instalan y velar porque tengan el menor impacto posible en nuestro entorno", dice Cruz. Y también que su pueblo es rico desde un punto de vista cultural, pero que también quiere forjar su propio destino. "¿Por qué no tenemos derecho a vivir bien también nosotros?", se pregunta. Los atacameños, como los demás pueblos indígenas de Chile, siguen formando parte de las franjas de población más pobres.
Para ellos, quienes abogan por la conservación de la naturaleza y los que buscan explotar las minas, son lo mismo: gente que ha venido de otros lugares que quiere apropiarse de sus territorios y con la que hay que negociar. Los ven como parte de unas industrias, sean extractivas o turísticas, que los han despreciado durante mucho tiempo. Pero ahora intentan aprovecharse ellos también, al tiempo que protegen su territorio.
Para que les ayuden en sus negociaciones con estos grupos de presión, acuden a organizaciones de derechos humanos que apoyan a los pueblos autóctonos. Felipe Guerra, un activista chileno de unos 30 años, es abogado del Observatorio Ciudadano. “Los pueblos autóctonos desarrollan su cultura en armonía con el territorio. El sentimiento de pertenencia es fundamental, y si desean mantener su modo de vida, hay que reconocer sus derechos sobre la tierra y sobre los recursos naturales", apunta.
Hoy, en Chile, los pueblos autóctonos están reconocidos. Se ha firmado el Convenio Internacional 169 sobre los derechos de los pueblos indígenas y tribales. "Pero, en realidad, se suele favorecer a las industrias por razones económicas", denuncia Guerra. "La tierra se privatiza, y es un proceso que amenaza a estos pueblos”. En el sur del país, otras comunidades luchan contra la explotación forestal o la creación de reservas naturales en sus tierras, de las que son los propietarios legales.
En este contexto, la experiencia de cogestión y de negociación de los atacameños es algo inédito. Pero ¿se puede llevar a cabo en otro lugar? “No es tan sencillo”, responde Guerra. “Sería un error homogeneizar a los pueblos autóctonos y considerar que todos se parecen. En realidad, hay que permitir sobre todo que cada pueblo reflexione y decida lo que quiere. Algunos querrán crear su propia zona protegida y otros querrán otro tipo de gestión”. Los atacameños, lejos del mito del buen salvaje o del de una naturaleza inerme a la ONG o gobiernos bienintencionados deben proteger, tratan de coger las riendas de su futuro y de encontrar una vía intermedia entre el desarrollo y la conservación de su entorno.
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