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Agnes Heller: “El islamismo radical es peor que una dictadura”

Zsófia Pályi
Guillermo Altares

Agnes Heller (Budapest, 1929) resume la historia de Europa o, mejor dicho, la tragedia de Europa. Esta filósofa, una de las pensadoras más influyentes de la segunda mitad del siglo XX, sobrevivió al Holocausto, aunque su padre fue asesinado en Auschwitz. Después de la II Guerra Mundial, esta discípula del filósofo marxista Georg Lukács se convirtió en una disidente en la Hungría comunista, después de la invasión soviética de 1956, y acabó por exiliarse, primero a Australia, donde fue profesora en Melbourne, y luego a la New School for Social Research de Nueva York. Sigue dando conferencias por medio mundo, aunque siempre regresa a un luminoso y aireado apartamento al sur de Budapest, desde el que se contempla una preciosa vista del Danubio. Es una mujer menuda, enérgica, cuyo desorden material contrasta con una mente ordenada, lúcida y sencilla. Los libros y revistas repartidos sobre las mesas de su salón, con temas que van desde el nazismo hasta Edmund Burke, reflejan una inagotable curiosidad intelectual, al igual que sus preguntas sobre el independentismo en Cataluña. Durante la conversación, ofrece una lección de vida cuando se le pregunta si confía en la razón. Responde que no, porque “en nombre de la razón han sido asesinados millones”. Entonces, ¿en qué cree? “En que siempre hay buenas personas, incluso en los peores momentos”, replica. Todo el peso de la historia del último siglo no le ha hecho perder su confianza en la humanidad.

¿Puede imaginar que Europa vuelva a una situación como la que usted vivió cuando era joven? El pasado no puede volver y tampoco repetirse. No podemos regresar a algo así. La situación ha cambiado, las sociedades han cambiado. El mundo también tiene sus peligros, aunque son diferentes a los que existían antes.

Usted ha sobrevivido a los dos grandes totalitarismos del siglo XX. ¿Qué siente hacia la Europa en la que vive? ¿Se la imaginaba así? Si la comparo con la Europa de mi juventud, la de la II Guerra Mundial, el Holocausto y el comunismo, claro que estoy feliz con el mundo en el que vivimos. Pero tengo que reconocer que no estoy nada satisfecha con la situación de Hungría, aunque incluso así es mucho mejor.

¿Cree que Hungría sigue siendo una democracia plena? ¿Qué significa democracia en nuestra época? Se convocan elecciones prácticamente en todos los países del mundo. Incluso en dictaduras como Irán o Venezuela se vota de manera periódica. Los dirigentes son elegidos, también se mantiene alguna forma de oposición, como en la Rusia de Putin o la Turquía de Erdogan. ¿Podemos decir que son democracias porque sus dirigentes sean elegidos en las urnas? La cuestión está en saber por qué una mayoría se convierte en una mayoría, qué clase de ideología influye a la gente para que vote una cosa y no otra. Los dictadores logran el apoyo popular basándose en su doctrina. En Europa, hay una ideología muy importante, el nacionalismo. Aquí en Hungría tenemos una dictadura, de Viktor Orbán, que ha sido elegido dos veces y puede serlo una tercera. No hay prensa libre, no hay equilibrio de poderes, no hay instituciones fuertes, pero tenemos elecciones. Por eso lo importante no es saber si es una democracia, sino de qué clase de sistema hablamos. Lo esencial es que exista el imperio de la ley, instituciones fuertes que garanticen las libertades. Es lo que llamo democracia liberal, y para mí es la única que puede ser descrita como un sistema de derechos pleno. Las demás están gobernadas por un partido, por un líder, que puede gobernar por la fuerza, como Erdogan, o sin la fuerza, como Orbán.

Desde el caso Rushdie, cuando el escritor británico fue condenado a muerte por una fetua del ayatolá Jomeini, usted se ha mostrado muy crítica con los peligros que representa el islamismo radical. ¿Ha ido a peor? ¿Es un peligro para la democracia? Sin duda, es peor que una dictadura, es un totalitarismo, su versión más extrema.

¿Y cree que en Occidente se ha sido tolerante con ese tipo de extremismo durante demasiado tiempo? Es un problema de las democracias liberales. Creen que todo el mundo comparte su misma visión. Le voy a poner un ejemplo de mi juventud. Sitúese en Múnich en 1938. Piense en [el primer ministro británico Neville] Chamberlain, que acudió hasta la ciudad alemana con un pedazo de papel en el que pedía a Hitler la renuncia al uso de la fuerza. Se lo dio y lo firmó. Y Chamberlain lo vendió como una victoria. Las democracias liberales pueden ser naífs, creen que una firma en un papel o una declaración de Naciones Unidas significa algo.

“El islamismo radical es una ideología totalitaria. Y las democracias liberales pueden ser naifs, creen que todo el mundo comparte su misma visión”.

¿Cree que algún día podrá entender cómo ocurrió el Holocausto, de dónde viene todo ese odio? Se me escapa completamente. Quería entender ante todo dos cosas: ¿cómo es posible que las personas se sintiesen moralmente capaces de hacer eso? y ¿cómo las instituciones sociales y políticas se pueden deteriorar de tal forma que dejen que ocurra algo así? Nunca he logrado una respuesta. Lo que sí he llegado a comprender es que la idea de la Ilustración del siglo XVIII, la imagen de un progreso social constante, era un gran error. En el siglo XX vinieron Auschwitz y el Gulag. ¿Eso es progreso? El mundo es un lugar peligroso y siempre lo será. Debemos aprender a vivir con ello.

Pero usted mantiene que todas las desgracias del siglo pasado podrían haberse evitado. Sin duda, empezando por la I Guerra Mundial, que es el pecado original de Europa. Sin ese conflicto, y sin la paz terrible que siguió, todo hubiese sido diferente. Pero no se puede reescribir la historia. Las cosas ocurrieron: el nacionalismo ganó la guerra frente al cosmopolitismo.

¿Cómo sobrevivió al Holocausto? Como todo el mundo que consiguió salir vivo de aquello, por accidente. Mi padre fue asesinado en Auschwitz, mi madre y yo estuvimos a punto de morir, pero de alguna forma nos libramos. Los Flechas Cruzadas (los fascistas húngaros) mataron a muchos judíos junto al Danubio, pero pararon antes de llegar a nuestra casa. También me dispararon, pero como soy baja, el tiro pasó por encima de mi cabeza. En otro momento nos pusieron en una cola. Supe que no debíamos quedarnos allí porque nos iban a matar y logramos escapar. Aunque eso no fue suerte, sino instinto.

Muchos países rechazan estudiar la participación de sus propios nacionales en el Holocausto, no admiten que no fue solo un crimen cometido por los nazis. ¿Es el caso de Hungría? Ningún país fue tan malo como Hungría. Piense que el 70% de los judíos franceses sobrevivieron a cuatro años de persecuciones nazis y que 500.000 judíos húngaros fueron asesinados en seis meses. [El oficial de las SS alemanas] Adolf Eichmann vino aquí con 300 personas. Los nazis no pudieron matar a 500.000 ciudadanos sin la ayuda de los húngaros. Hubo una complicidad enorme.

¿Y todo ese pasado es un peso para usted o, al revés, es algo que le hace más fuerte? Es una pregunta muy difícil. En la época del Holocausto, lo único que tenía en mi mente era la supervivencia, mi madre y yo debíamos sobrevivir a eso. Pero después, cuando me encontraba en dificultades políticas, cuando estaba en la oposición contra el régimen comunista hice algo diferente. No solo quería sobrevivir, quería preservar mi dignidad, seguir siendo una filósofa, no renunciar a mis propias opiniones, pero tampoco a mi libertad personal. En esa época, tal vez fui valiente porque serlo significaba seguir siendo una pensadora, no adoptar compromisos con un Gobierno que despreciaba.

Usted mantiene que no le gustan los ismos, como el marxismo, porque le hacen defender cosas en las que no cree. ¿Significa eso que su libertad como pensadora está por encima de todo? Fui marxista en una época, pero desde entonces no he querido ningún ismo, ni siquiera el de antimarxismo. Es algo que aprendí de Michel Foucault, que ningún filósofo puede sumarse a un ismo. Estábamos juntos en Nueva York y un joven se acercó a Foucault y le preguntó: “¿Profesor, es usted estructuralista o posestructuralista?”. Y él respondió: “Soy Michel Foucault”. No todos los filósofos contemporáneos pertenecemos a escuelas, tendencias…

Agnes Heller, en su casa en Budapest (Hungría).

¿El marxismo la obligó a tener posiciones que rechazaba? Siempre fui una hereje. Quiero pensar con mi propia mente lo que considero bueno o malo, falso o verdadero.

En muchos de sus libros defiende la modernidad, la razón. ¿Sigue confiando en la razón? No, ya no confío en la razón porque los totalitarismos nos han enseñado que los malos instintos pueden matar a miles, a decenas de miles, pero solo la razón puede matar a millones, porque la ideología basada en el pensamiento racional establece que matar es correcto. La maldad puede matar a unos pocos, pero es la persuasión, el llamamiento a la razón, lo que te puede llevar a hacer cosas mucho más terribles.

¿Y cree en algo que pueda hacer mejor a la gente? Es una pregunta difícil. ¿Tengo que creer en algo? Tal vez pueda responder a su pregunta. Creo en algo: las personas buenas existen, siempre han existido y siempre existirán. Y sé quiénes son las buenas personas.

“Siempre fui una hereje. Quiero pensar con mi propia mente lo que creo bueno o malo, falso o verdadero”.

¿Incluso en los peores momentos de la historia, como el nazismo o las dictaduras comunistas? Sí, eso es algo que le contará cualquiera que haya pasado por una situación así, por los gulags o por los campos de exterminio. Muchos de los supervivientes deben su vida a alguien que los ayudó.

Usted fue una de las primeras pensadoras que investigaron el poder de la tecnología sobre la sociedad. ¿Imaginó alguna vez que llegaría a ser tan grande? Claro que ha cambiado nuestra vida, pero no creo en la vieja fórmula marxista de que el desarrollo de la tecnología lleva al progreso de la humanidad. Es un fenómeno contradictorio: la innovación tecnológica puede ser utilizada para mejorar la vida humana, pero también puede destruirla. Es un medio, no un fin en sí mismo. Y no es una garantía del progreso en la historia.

¿Pueden los filósofos cambiar la sociedad en la que viven? ¿Se sigue escuchando su voz? Marx dijo que los filósofos son los intérpretes del mundo y que solo los ciudadanos deben cambiarlo. Aunque es algo que me provoca ciertos problemas. Primero, los filósofos siempre han querido influir en la sociedad en la que vivían. Nunca se conformaron con explicarla. Pero la pregunta es saber con qué medios y objetivos querían hacerlo. Y muchas veces han querido convencer a los líderes absolutistas para llevar a cabo esas transformaciones. Desde Platón y el tirano de Siracusa hasta Sartre con Fidel Castro o Kruschev. Es el camino equivocado, nunca llegaron a persuadir al dictador de nada, solo mancharon su nombre. Pero hay otro tipo de pensadores que quieren participar en la vida pública, convencer a la sociedad, ofrecer un servicio, como Spinoza o Kant. Su filosofía era: utilízalo o déjalo de acuerdo con tus necesidades y tus intereses, son solo recomendaciones. Es lo que hizo por ejemplo John Locke, que influyó en los padres fundadores de la Constitución estadounidense. Nuestro deber es escribir libros, dar charlas, servir al público.

¿Por qué hay tan pocas filósofas mujeres en la historia? También hay muy pocas pintoras o compositoras. Porque para dedicarse a eso se necesita la libertad, que es la primera condición de la productividad en la alta cultura. Ahora las mujeres pueden ser filósofas, directoras de orquesta, compositoras… La condición es la libertad.

De todos los cambios que ha vivido, ¿cuál es el más importante? ¿El cambio en la condición de la mujer? Es la única revolución que no considero problemática y es la mayor de nuestro tiempo, porque no es una movilización contra un periodo histórico, sino contra todos los periodos. La única totalmente positiva, tal vez junto al desarrollo de los derechos humanos. Aunque nunca se pongan en práctica totalmente, es esencial que se planteen.

¿Puede haber una vuelta atrás en ese tipo de avances? No creo que podamos regresar por un simple motivo: la tecnología, que ha cambiado la forma en que se organiza el hogar o la sexualidad, con el control de natalidad.

¿Y en ese sentido podemos ser optimistas? ¿Qué es el optimismo? La liberación de la mujer es la única revolución sin zonas oscuras. Ninguna otra se ha llevado adelante sin problemas. La igualdad de la mujer, que no está aquí todavía pero que va a ocurrir, también traerá nuevos problemas y también retrocesos.

¿Qué ha aprendido de sus exilios? Me gusta Melbourne, me gusta Nueva York, pero mi casa es Budapest.

¿Y cómo lidia con todos los recuerdos que tiene aquí, algunos terribles? Es mi casa. ¿Cómo puede una vivir sin sus recuerdos? Tengo buenos y malos.

¿Le preocupa el crecimiento del antisemitismo en Europa? Existe en toda Europa, el problema es cuando los Gobiernos lo apoyan o crean las condiciones para su desarrollo.

Ha citado a Spinoza y Kant como dos grandes defensores de la libertad. ¿Qué filósofos deberíamos leer? La nueva generación está formada sobre todo por pensadores analíticos, hay una cierta falta de originalidad, se dedican a resolver problemas, no a crear. La filosofía es un género europeo. Todos los pensadores fueron refutados por otros, pero resisten cualquier falsificación porque nos hablan directamente. Aristóteles dijo que Platón estaba equivocado; lo mismo pensó Spinoza de Aristóteles, y Locke sobre las ideas de Spinoza. No importa. Todos siguen vivos porque nos proporcionan algo precioso: la libertad de pensamiento.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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