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Columna
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Fibromialgia. Añadir dolor al dolor

Rosa Montero

EN UNA DE esas tontas carambolas de la actualidad, este verano se ha puesto de moda en nuestro país la fibromialgia. María José Campanario, esposa del torero Jesulín, ha tenido la doble desgracia de sufrir este mal y de convertirse por ello en noticia para los programas del corazón. La fibromialgia es una enfermedad incurable y dolorosa que puede hacer de tu vida un infierno; pero lo más infernal de esta dolencia, así como del síndrome de fatiga crónica y otros achaques semejantes, es el hecho de que mucha gente minimiza el mal, lo ignora, lo desprecia o incluso considera que es un puro cuento, una trola de aprovechados o de histéricas (lo sufren sobre todo las mujeres), una queja cansina de chifladas…

Y así, en las chismosas tertulias veraniegas han dicho de los enfermos de fibromialgia cosas demenciales, como que son personas egoístas que sólo piensan en sí mismas, o que utilizan la dolencia para obtener ventajas laborales. He aquí el prejuicio brillando en todo su esplendor y añadiendo el sufrimiento de la incomprensión social al dolor verdadero de la enfermedad. Resulta que tanto la fibromialgia como la fatiga crónica están definidas como enfermedades muy reales (la primera reumática, la segunda neurológica) dentro del listado de la Organización Mundial de la Salud. Fueron incluidas en la décima revisión del Catálogo Internacional de Enfermedades (CIE-10), que data nada más y nada menos que del año 1992. Pero mientras que en la mayoría de los países industrializados el CIE-10 ha sido trasladado de manera íntegra a la práctica médica, al parecer en España hemos seguido rigiéndonos por el CIE-9 por puro lío administrativo. Aunque el ­CIE-10 se implantó por fin en enero de 2016, 24 años más tarde, aún no está del todo adaptado y no ha llegado a todos los médicos. Lo que quiere decir que muchos profesionales sanitarios continúan anclados a los prejuicios del pasado; que los enfermos a menudo sufren también la incomprensión de sus médicos, y que todo esto redunda en una clamorosa falta de diagnóstico, de terapia adecuada y de un reconocimiento justo de su incapacidad laboral en la Seguridad Social. Un estudio asegura que los aquejados de fatiga crónica visitan de media a 15 médicos antes de ser diagnosticados.

Muchos profesionales sanitarios continúan anclados a los prejuicios del pasado; que los enfermos a menudo sufren también la incomprensión de sus médicos.

¡Y luego los acusan de estar deprimidos e inventarse los síntomas! Yo diría que, si padeces un dolor o un cansancio crónicos e inhabilitantes y nadie te cree, lo más natural es que te agarres una depresión de caballo. En fin, siempre ha sido así; cada vez que la medicina desconoce algo, los galenos tienden a culpar al paciente, no a su propia ignorancia. Cuando la radiactividad empezó a deshacer los huesos de Pierre Curie, provocándole atroces dolores y dificultad de movimiento, los doctores a los que visitó, que no sabían los efectos del radio, le dijeron que eran imaginaciones suyas, pura neurastenia. Y aquí ruego a los médicos (a los que admiro: la mayoría de ellos, más que en otras profesiones, cumplen una vocación de servicio al prójimo) que no se sientan obligados a trompetear corporativamente su excelencia. Esto, el creer que lo que uno no sabe es erróneo o no existe, es propio de la soberbia humana y nos sucede a todos, aunque yo, que soy de letras pero siempre amé y mitifiqué la ciencia, creía que ésta mantenía un mayor rigor de pensamiento e intentaba buscar la verdad y eludir prejuicios. Pero ahora ya empiezo a sospechar que los de ciencias pueden ser tan arbitrarios como somos los de letras. Lo dice el neurocientífico Mariano Sigman en la genial entrevista que le hizo Martínez Ron en Vozpópuli: “Los científicos también tienen un pensamiento tribal (…) sin una opinión informada, también estás cometiendo un error igual (…) solo que lo cometes desde un lugar en el que te sientes mucho más valorado. En psicología hay mucha evidencia de que la gente que hace ciencia se hace más tribal que la gente que no hace ciencia”. De modo que un cierto nivel de conocimiento nos puede hacer más cerrados de mente y más arrogantes, cuando debería ser al revés. Como decía Einstein, “si quieres ser un buen científico, dedica un cuarto de hora al día a pensar lo contrario de lo que piensan tus amigos”. Eso quizá hubiera evitado, por ejemplo, añadir más dolor al dolor de estos enfermos.

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