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Columna
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Al mecenas más pobre de Francia

QUERIDO HERMANO, querido Xavier: El otro día fuimos juntos a Aviñón para asistir a la representación de la adaptación teatral de mi novela. Al final, cuando los actores me pidieron amablemente que subiera al escenario para saludar al público, en la penumbra, potenciada por el resplandor de los focos, pude distinguir tus ojos, húmedos y enrojecidos. Más que la alegría de comprobar que la obra era un éxito, lo que me conmovió fue tu emoción.

Hace ahora ocho años, cuando una vez más me despidieron de un trabajo, cuando tuve que dejar mi minúscula buhardilla por falta de dinero, cuando mi situación era más desesperada, se me ocurrió la fantasía de escribir una novela. Suele pasarme: cuanto peor es mi situación, mayor y más absurda es mi ambición. Por tu parte, acababas de instalarte en un piso con vistas a un puerto, cerca de Bretaña, y me dijiste lo siguiente: “Vente a casa y escribes la novela. Te doy un techo y una cama, te lleno el plato, te abastezco de cigarrillos y café, y tú escribes todos los días. No vienes a mi casa a pasar unas vacaciones y estar todo el santo día paseando por la playa, vienes a escribir”. Cuando nadie a mi alrededor, ni nuestra familia, ni menos aún mis amigos (vacunados hacía tiempo contra mis estupideces), creía en ese enésimo y descabellado proyecto, tú me ofreciste durante dos años la oportunidad de escribir mi primera novela. Todos los días, cuando te ibas a trabajar a las seis de la mañana enfundado en el mono, yo me sentaba a mi mesa de trabajo. Todas las tardes, cuando volvías agotado, me preguntabas si había hecho los deberes, casi como un padre a su hijo pequeño. Eras fontanero y no ganabas mucho dinero, pero empleaste la mitad de tu sueldo en ayudarme a plasmar un mundo imaginario sobre el papel. Eso tiene un nombre: mecenazgo. Los mecenas suelen ser millonarios. Tú fuiste el mecenas más pobre de Francia y, en consecuencia, el más generoso. Acabé mi novela de 500 páginas, de la que ningún editor quiso saber nada. Un fracaso más en mi larga trayectoria de perdedor. Pero gracias a ti tuve dos años de escuela. Gracias a tu apoyo, aprendí a escribir. Y gracias a eso pude acabar en tan poco tiempo mi segunda novela, Esperando a mister Bojangles, cuyo feliz éxito nos llevó a Aviñón.

Te aseguro, hermano, que los aplausos, las risas y las lágrimas del público de ese día te pertenecían. Tus lágrimas de alegría no eran de ese momento; venían de lejos, se remontaban a más de ocho años atrás. Este éxito te lo debo a ti. ¡Bravo! y gracias.

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