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Las abuelas solares de Cachimbo

Norma Guerra instala el equipo solar 
a un vecino de Cachimbo.
Norma Guerra instala el equipo solar a un vecino de Cachimbo. Cédric Houin

POR NO HABER NADA, en Cachimbo tampoco había luz. Hasta el año 2014, cuando doña Norma regresó de su viaje a India con sus compañeras Rosa, María y Lilia. Durante seis meses, las cuatro mujeres habían estado formándose en la Universidad Pies Descalzos. Cuando volvieron a casa, transformadas en ingenieras solares, las cuatro venían decididas a adelantar un par de siglos las agujas del reloj en Cachimbo. La prensa local las bautizó, con gloria, “las abuelas solares”.

“Imagínese que llega en barca un hombre que cuenta que viene de India. Reúne al pueblo y dice que se quiere llevar a cuatro mujeres mayores a montar lámparas”.

“Me fui con todos los riesgos. Me fui para que viniera la luz a Cachimbo. Yo quería que esto saliera bien”. Doña Norma Guerra Ramos habla con sus manos precisas, trabajadas, pero aún jóvenes a sus 55 años. Muestra su pasaporte mexicano con visado —“de student”, señala entre divertida y orgullosa— para la República de India, fechado el 15 de octubre de 2013. Hasta ese día, doña Norma apenas se había alejado de la isla de Cachimbo unos kilómetros para vender su pescado en los mercados locales. No tenía siquiera un acta de nacimiento. Nunca le habían hecho falta papeles oficiales: nada había hecho presagiar que fuese a emprender viaje alguno. Esta mujer de arrugas sonrientes, fuerte e inusualmente alta para el pueblo ikoot vagamente recuerda haber ido a la escuela. A unos 30 kilómetros de Arriaga, el núcleo urbano más cercano, la existencia de los habitantes de este rincón de México transcurre silenciosa, inadvertida. “La gente en México es muy conforme. Pero hay que luchar, cuando es posible”, reflexiona doña Norma.

La isla de Cachimbo se extiende frente al golfo de Tehuantepec, separada del continente por la laguna del Mar Muerto, en la frontera entre los Estados de Oaxaca y Chiapas, de los más pobres de México. La región es un istmo donde el tránsito se estrecha y se tensa, donde casi todo se trafica. Mercancías, drogas, armas, personas. A escasos 200 kilómetros de los all-inclusive resorts de las bahías de Huatulco, en Cachimbo no hay agua potable, ni servicios de salud, ni profesores que atiendan la escueta escuela Juan Jacobo Rousseau a la que solían acudir un par de veces por semana los tres hijos de doña Norma. Entre las 50 familias que habitan la isla se acantonan enfermedades prácticamente erradicadas del resto del país: lepra, sarna, dengue. Cachimbo solo aparece en el mapa de las autoridades mexicanas cuando algún huracán tropical golpea la costa y solo cuando la magnitud del destrozo atrae —­momentáneamente— el foco mediático.

Rosa Hernández y Norma, formadas como ingenieras solares en India. / CÉDRIC HOUIN

A 15.000 kilómetros de allí, en Tilonia (Rajastán), la Universidad Pies Descalzos presume de haber formado a cerca de 800 ingenieras solares que han llevado la luz a más de medio millón de hogares en el mundo. El centro se basa sobre uno de los principios de Gandhi: que el camino hacia el desarrollo lo dirijan las comunidades. Su fundador, Sanjit Bunker Roy, fue galardonado por la revista Time como una de las 100 personas más influyentes en 2010. Educado en un entorno elitista, Bunker abandonó pronto la carrera hacia el éxito social para la que estaba programado y se aferró a lo que en Tilonia llaman “los valores no-negociables”. Equidad, autosuficiencia, austeridad. La Universidad Pies Descalzos no otorga diplomas, pero lleva décadas desmitificando tecnologías y formando profesionales. Y donde más profesionales en potencia ha encontrado Bunker es entre mujeres iletradas y jóvenes abuelas como doña Norma. De preferencia es a ellas a quienes beca: considera que “los hombres están obsesionados por los títulos”.

A su regreso de India, las abuelas empezaron a combinar sus tareas domésticas con el trabajo para el comité solar: dejaron de ser esposas al uso.

Doña Norma y Bunker Roy cruzaron sus caminos en julio de 2013 gracias al Comité Melendre, un colectivo de jóvenes zapotecas que promueve iniciativas comunitarias en el istmo. Ellos acogieron a Bunker y le condujeron hasta la isla de Cachimbo cuando aterrizó en México para seleccionar becarias en localidades remotas. Ellos acompañaron a las cuatro abuelas solares desde el embarcadero de Cachimbo hasta el aeropuerto internacional Benito Juárez de la Ciudad de México, donde abordarían su primer vuelo. Doña Norma recuerda aún hoy los nervios y la ilusión: “El avión uno lo toma la primera vez y es como tener el primer hijo”.

Pero al principio no lo tuvo nada claro. “Imagínese que ahí, donde la arena, llega en barca un hombre con faldas largas que cuenta que viene de India. Nos reúne a todo el pueblo y dice que se quiere llevar a cuatro mujeres mayores a montar lámparas. Y que sí, que luego las regresa”. Hubo que abordar muchas inquietudes aquel día. Los jóvenes sí querían irse, pero Bunker los rechazó: “Tienen que ser abuelas, ellas poseen las raíces más profundas de Cachimbo, no tienen ansias de correr hacia nuevos horizontes; con ellas el proyecto estará seguro”. Doña Norma escuchó con interés lo que las ingenieras solares podrían aportar al pueblo a su regreso. Delante de todos, los maridos de las abuelas seleccionadas fueron consultados. “Nosotras mirábamos a nuestros esposos como diciendo no-me-dejes-ir”. Pero ellos no se atrevieron a negarse, así que doña Norma ya no pudo contenerse más: “Bueno, y usted, ¿qué obtiene a cambio?”. Bunker replicó con una sonrisa satisfecha: “Usted se viene”. “A mí me convenció la mirada, el hablar del señor… Yo creo que a él le gustó que no temí preguntarle”.

Al caer la noche, el pueblo se ilumina gracias a la energía del Sol.

Treinta y seis horas de vuelos y escalas aeroportuarias entre México e India, nueve horas de jeep hasta Tilonia. En la universidad, las abuelas de Cachimbo compartieron aulas con mujeres de Comoras, Brasil, Nepal y Zambia. El idioma de trabajo era el inglés, también el hindi, unos códigos numéricos y de colores y lo más valioso: las manos. “Al principio te chiveas, pero luego te acostumbras. Aprendimos a decir cosas: me-no-malum /no lo entiendo, same-same /esto es como esto… Por suerte, al menos los números eran en español allí también. Pero sí, fue duro. Todos los días me decía: ‘Norma, trabaja tu inteligencia”. Las abuelas aprendieron a ensamblar circuitos, soldar con estaño, conmutar interruptores, conectar baterías, montar y reparar lámparas. El día en que a la hora del chai empezaron a hablar con soltura de vatios y amperios, el idioma se había vuelto lo menos importante.

Cuando regresó a Cachimbo, doña Norma estaba cambiada. Juntas, las cuatro abuelas montaron su taller de ensamblaje. Durante los primeros meses trabajaron febrilmente preparando equipos: siete horas al día, cinco días a la semana. El 24 de noviembre de 2014 se encendieron las tres primeras lámparas en Cachimbo. Todos asistieron al evento, expectantes y tal vez incrédulos, como buscando confirmar o refutar que todo aquello del viaje a India había sido una fábula. Lo primero que doña Norma quiso electrificar, después de su casa, fue la escuela. Y luego siguieron montando circuitos, armando lámparas e instalando dispositivos, paneles y baterías en cada espacio público y vivienda de la isla. Cada equipo daba para alimentar un par de lámparas y una linterna. Si se administraba bien la batería, también para un cargador de celular con el que salir del aislamiento. Ignorados desde siempre por los tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal), los habitantes de la isla disfrutaban al fin de un servicio básico. Cada día, al caer la oscuridad, Cachimbo estrenaba ocho horas de luz.

A la izquierda, Rosa y Norma dirigiendo el taller de ensamblaje.

Para gestionar el proyecto se montó el comité comunitario Sol de Cachimbo, que administra la distribución y reparación de equipos. La instalación no se cobra, pero el comité recauda cinco pesos (0,24 euros) diarios por el servicio de mantenimiento en cada vivienda para asegurar la sostenibilidad del esquema (acceder a una bombona de gas, la alternativa energética en la isla, cuesta unos 500 pesos, 24 euros). Las abuelas reciben los materiales de India y hablan con sus profesores cuando es necesario —“a veces también con Bunker, él dice no problem, me money money”—. Los proyectos de Pies Descalzos se mantienen con contribuciones de financiadores variopintos: fundaciones, empresas, agencias de Naciones Unidas, personas a título individual.

Espoleadas por la diligencia de las abuelas solares, las autoridades de Ixhuatán —cabecera municipal de la que depende la isla— se decidieron a instalar recientemente otros equipos en las comunidades vecinas. “Las placas del Gobierno tienen más capacidad que las de India y las pusieron gratuitas, pero se mantienen peor: las conexiones van a presión y se malogran con la arena del viento y la sal marina. Y luego ellos nunca reponen las piezas”, lamenta doña Norma. “La individualidad es la estupidez más grande que comete el ser humano”, sostiene, así que cuando los nuevos equipos del Gobierno fallan, las abuelas los reparan.

Las cuatro mujeres empezaron a combinar sus quehaceres habituales con el trabajo para el comité solar: dejaron de ser esposas al uso.

Si antes su vida oscilaba entre las tareas domésticas y las incursiones al mercado, la agenda de las abuelas se intensificó a su regreso. Las cuatro mujeres empezaron a combinar sus quehaceres habituales con el trabajo para el comité solar: dejaron de ser esposas al uso. Al principio el proyecto otorgó relevancia a sus familias dentro de la comunidad, pero pronto las relaciones comenzaron a enrarecerse fuera y dentro de casa. Muchas horas fuera, mucha distancia recorrida, muchas iniciativas. Demasiadas para algunos. Al tiempo que a sus esposos se les iba esponjando el ego, a algunas abuelas se les fue apagando el entusiasmo. Entre tiranteces, llamadas perdidas, excusas y perezas, fueron espaciando sus visitas al taller y desligándose del proyecto.

No fue el caso de doña Norma, a quien la experiencia en India no había transformado únicamente en ingeniera solar. Lo dicen sus amigos del colectivo Melendre y su esposo, José, lo confirma.

Mientras descama el pescado para el almuerzo, doña Norma hace cábalas para organizar la actividad de las próximas semanas. Le acaban de trasladar una petición de la localidad cercana de Santa María del Mar: las dispu­tas con el pueblo vecino han vuelto a terminar con los postes del tendido eléctrico en el suelo y ahora quieren montar paneles para evitar males futuros. También está el pedido de un grupo en Arriaga que organiza una capacitación sobre instalaciones solares para exportar el modelo de Cachimbo a otras comunidades. Por último, una invitación de la Universidad Autónoma de México y el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología: en pocos días, doña Norma y su compañera Rosa asistirán como ponentes a un simposio internacional sobre envejecimiento e interculturalidad. No es su primera charla pública. De la mano de Bunker, en 2015 doña Norma y doña Rosa asistieron a la Exposición Universal de Milán —Energia per la vita— en calidad de “huéspedes distinguidas”. De la pared del taller, palidecida por el sol tropical, cuelga una foto de las abuelas frente a una catedral gótica.

En 2014 se encendieron las primeras lámparas de Cachimbo.

Sentado a cierta distancia, el esposo de doña Norma la escucha con paciencia de pescador. Tiene los ojos estirados y la piel curtida por el mar —los ikoot son “hombres de viento y agua”—. Viven juntos en una casa de tres cuartos, oreada y sencilla, hecha de ladrillos de concreto y tejado de uralita, al borde de una laguna aparentemente imperturbable, pero cuyos fondos ya no son lo que eran. El recurso se agota. Los hijos hace tiempo que “cruzaron” y viven en Phoenix, Estados Unidos. Una de las tres estancias de la casa es ahora un almacén, donde se entremezcla el desorden de los artilugios de la tecnología solar —placas, resistencias, cables— con el orden de los aparejos de la pesca —redes, anzuelos, flotadores—. Una gata merodea atenta a los restos de pescado.

Sin perder de vista a su esposo, doña Norma echa una mirada al embarcadero de la isla: hay una sola barca. La misma de la que el marido descargó en la mañana los repuestos de paneles solares. En la tarde, la barca regresará al continente. Doña Norma concede: “Entonces, ¿esos sacos de pescado desecado me los llevo al mercado de Arriaga?”. El esposo sonríe levemente.

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