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Migrados
Coordinado por Lola Hierro

Diario de un cubano (XIII): Las olas del tiempo

En esta nueva entrega de la vida de un cubano en España, el autor recuerda cuando encontró un cadáver en un hotel donde trabajaba

Eugene Triguba (Unsplash)
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El chico se apoyaba a la pulida y larga barra de aquel hotel donde solía ir cada invierno. Al principio lo hacía por aburrimiento, después porque le llamaba tanto la atención de aquel pequeño televisor donde se acoplaba un teclado que llego a cambiar las sesiones de piscina por el placer de ver a aquellos hombres hablando diferentes idiomas y recurriendo continuamente al ordenador para sacar, como por arte de magia, los datos.

Entonces corría el año 1986 y los ordenadores eran una novedad. Tal fue la constancia de su visita que hasta una vez lo entraron detrás de la barra y le enseñaron el manejo de aquella maravilla. Ese día su vida cambió y, secretamente, sin él saberlo, había tomado una decisión: quizás un día sería recepcionista.

Pero la vida dio muchas vueltas y, aunque los caminos presumiblemente lo llevaron por otros andares, aquel niño, o sea, yo, no podía imaginar que aquellas imágenes me acecharían como si de una marea de tiempo se tratara. Así de caprichoso es el pasado. De pronto me vi, sin tener conciencia de ellos, en un país tan lejano, dando vueltas con un desconocido entre un laberinto de hoteles rumbo a un puerto con la intención de cuidar unos almacenes.

Algo en mi interior me impulsó a preguntar si entre tantos hoteles no habría posibilidad de trabajar para quien supiera algo de idiomas e informática. El hombre, algo confundido, me preguntó si yo era capaz de trabajar como recepcionista. Fue un giro del destino, las olas del tiempo y la memoria impactaron en mi interior, nunca fui consciente de que me había estado preparando la vida entera para aquel momento.

El coche cambiaba de trayectoria, ya no íbamos al puerto; en un par de minutos estaba dentro de un hotel. La misma barra, quizás más pequeña, anacarada, reluciente. En una esquina un ordenador y detrás de la barra un hombre completamente uniformado y luciendo su mejor sonrisa, casi igual al de mis recuerdos. Después del obligatorio saludo me quede allí durante toda la noche aprendiendo los detalles, aún sin creerme que aquello estaba pasando.

Me encontré de bruces con un cuerpo ensangrentado y varios hombres a su alrededor

Se sucedieron muchas noches después, detrás de aquel frio mostrador, peleando con el sueño que pretendía vencerme y sin otro aliado que una pequeña radio donde se repetían las canciones cada cierto tiempo. Por suerte la prensa llegaba todos los días a las seis de la mañana y podía leer un poco.

El tedio y el aburrimiento pronto pasaron a ser parte de aquellas interminables jornadas que sacaban de mí no solo las horas de placentero sueño, sino también todas mis fuerzas. Rara vez venia alguien a charlar, las familias que estaban de visita iban y venían y yo allí, como parte del mobiliario, con mi sonrisa de “hola y adiós”. Al menos tenía un trabajo, al menos ya no tenía que salir corriendo con un manojo de billetes y afrontar las deudas que me esperarían si hubiese llegado a irme cuando todos los caminos se me cerraron.

Las monótonas noches comenzaron a tornarse diferentes; los vagabundos pretendían entrar a quedarse en los sofás, los alcohólicos trasnochados pedían mecheros, los artistas venían cansados de cantar en los restaurantes de la zona, los animadores ya traían algunas copas de más, las parejas entraban y salían… La noche tomaba vida y aquellos eran sus personajes.

El cuerpo inerte fue sacado envuelto en bolsas de basura

Una de esas noches llenas de fábulas y transeúntes recibí una llamada de unos vecinos que escucharon gritos en una de las escaleras. Salí hacia el lugar y allí me encontré de bruces con un cuerpo ensangrentado y varios hombres a su alrededor. Me quede inmóvil, sin saber qué decir, qué hacer. Uno de los presentes se me acercó y me dijo con voz muy tranquila, en un español muy mal hablado: "No has visto nada, aquí no ha pasado nada… No llames a la policía, nosotros nos ocuparemos de todo".

Viré la espalda, caminé por el largo pasillo acompañado de este hombre que, con simulada gentileza, me abrió la puerta del ascensor y me indicó que buscara los ruidos en la planta superior… No sabía qué me esperaba arriba. El estómago se me encogió, empecé a sudar a pesar del frío y cuando se abrió la puerta del elevador no había nadie esperando.

Caminé por la terraza hasta el bloque contiguo y bajé a recepción por otro camino. Tomé el móvil y tecleé el 112, pero cuando salió la operadora colgué. Me invadió de nuevo la zozobra, la inclinación a salvarme; parecía que todo ocurría dentro de una película.

Un coche a lo lejos me dio luces para que abriera la barrera. Unos pasos muy apurados, casi sincronizados, se escuchaban por la escalera. El cuerpo inerte fue sacado envuelto en bolsas de basura. Justo salieron por el ángulo en el que la cámara no grababa: todo estaba calculado fríamente. El coche abrió su maletero y salió rechinando las gomas; solo me quedé con la mirada de quien me acompañó al elevador antes. Un leve giro de su cabeza me repetía la sentencia.

Se alzan las olas. Sus crestas se enfurecen,

fíjate en las luces de los mástiles.

Se han desperdigado, han naufragado,

todos salvo mi buque,

que remonta la ola y se desliza en la galerna

Virginia Woolf

Media hora después el mismo hombre vino sonriendo, bajo el brazo una caja como si fuera de una pizza. Se me acercó y me preguntó en tono acusativo: "¿llamaste a la policía?". Un silencio se hizo en mi interior, mis ojos quedaron fijos tratando de escudriñar qué podía haber en aquella caja. Negué tímidamente con la cabeza y traté de pensar en mi hijo, en la vida que dejaría detrás...

Hubo una pausa, una eterna pausa de varios segundos. El hombre abrió la caja y me enseñó una pizza acabada de hornear. "La compré para ti", me dijo. Me dio las gracias y estrechó mi mano. Yo temblaba, pero acopié el valor que me quedaba y extendí la mía sin reparos. El hombre se marchó sonriente, mis piernas flaquearon y caí sobre las sillas. Corté un pedazo de pizza y supe entonces cómo sabía el primer bocado después de que perdonaran a un penitente.

Aquella noche fui consciente de que me encontraba navegando en un mar de olas cruzadas y que yo solo era un simple galeón que se dejaba llevar, quizás con la única alternativa de aprender a sobrevivir en la cresta de la primera ola y sabiendo que también debajo de esa ola se esconden los peligrosos y perfectos arrecifes.

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