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MIRADOR
Columna
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Porcinazo

Sería pertinente y necesario traer a primera línea de la discusión pública los mataderos animales y las granjas de explotación intensiva

David Trueba
Cerdos en su explotación de porcino en Cantimpalos (Segovia).
Cerdos en su explotación de porcino en Cantimpalos (Segovia).Uly Martín

Lejos anda el director coreano Jong Bong-hoo de la pericia con que resolvió un tópico criminal en Memories of Murder o vadeó el terror de género en The Host. Gracias a Netflix, cuya opacidad para ofrecer datos veraces camina de la mano con su exhibición de músculo publicitario, logró con su última película entrar en la sección a concurso del Festival de Cannes, la más mediocre que recuerdan los comentaristas cinematográficos según sus crónicas unánimes. Adscrita a la moda de las distopías alegóricas y las fábulas pretenciosas, en este caso Okja prolonga el trauma eterno de cómo evitar comerte a tu mascota. No parece demasiado maduro reivindicar un terrorismo ecologista, lo que sucede es que cualquier crítica más sofisticada cuesta muchísimo ponerla en imágenes. Pero en su favor hay que decir que traer a primera línea de la discusión pública los mataderos animales y las granjas de explotación intensiva, los peligros del transgénico y el creciente monopolio en el cultivo y la alimentación mundial, sería pertinente y necesario.

Mucha peor suerte han tenido a lo largo de los últimos años los grupos vecinales de Aragón que llevan reclamando desde Loporzano hasta la comarca del Matarraña que los españoles, tan patriotas pero tan depredadores del país propio, les prestemos un poco de atención. El crecimiento desmesurado de las granjas porcinas, más de 4.000 en la región, algunas con un modelo masivo y desproporcionado que no soportaría ni un reportaje fotográfico meramente testimonial, está condicionando el equilibrio ecológico de ríos y valles. No parece que las autoridades políticas tengan la prevención y el orden sostenible entre sus prioridades. Como apuntan los expertos, la salida de la recesión económica a lo que más se ha acabado pareciendo es al desarrollismo franquista, en nombre del cual fueron sacrificadas las costas nacionales, la arquitectura urbana más elogiable y se implantó la dependencia económica del turismo y su empleo precarizado. No se trata de la reivindicación zafia de un ecologismo que justifique el integrismo violento, ni el aplauso indiscriminado a un animalismo en tantas ocasiones incoherente, ni la imposición de una dieta sobre otra como si en la variedad ya no estuviera el gusto, sino en el estudio concreto de las desmesuras industriales. El porcinazo y otras batallas pueden estar delatando una burbuja, y son varias, en nuestra economía de arreones, regida por líderes tan estúpidos que boicotearon las energías renovables para rendirse ahora a cualquier chollo dañino que garantice algún empleo del que presumir en estadísticas de esas que te salvan un telediario.

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