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Las ciudades flotantes

Así concibe el Seasteading Institute las futuras ciudades flotantes que planea construir.
Así concibe el Seasteading Institute las futuras ciudades flotantes que planea construir.Searsteading Institute
Martín Caparrós

ESTO TAMPOCO TIENE nombre, todavía, en nuestras lenguas. En inglés lo llaman seasteading —una contracción de sea, mar, y homesteading, colonización— y en castellano, cuando lo llaman, lo llaman igual. El seasteading son esas tentativas de construir ciudades en el agua: Atlántidas modernas, Waterworlds sin desastre.

La palabra se acuñó a fines del siglo pasado y se oficializó en 2008, cuando un Patri Friedman, ingeniero de Google y nieto de Milton, el famoso economista liberal, fundó en California el Seasteading Institute para llevar adelante esos proyectos. Para eso consiguió algunos dineros; su donante principal fue el billonario Peter Thiel, el fundador de PayPal, el asesor de Trump, el señor que escribió por ejemplo que “la libertad no es compatible con la democracia”. Las ciudades flotantes serían, dicen sus impulsores, formas de conseguir la libertad.

Patri Friedman sintetizó sus ideas en un libro titulado Seasteading: cómo las naciones flotantes salvarán el medio ambiente, enriquecerán a los pobres, curarán a los enfermos y liberarán a la humanidad de los políticos, que empieza preguntándose si no pusimos la civilización en el lugar equivocado: la tierra firme en vez del mar. Para llegar a la pregunta de moda: “¿Está usted harto de la política y los políticos?”. Lo distinto es su respuesta: “¡Entonces lance su propio país!”.

La técnica no tiene muchos secretos: se trata de armar grandes plataformas al estilo de las petroleras, capaces de albergar a mil o dos mil persona.

La técnica no tiene muchos secretos: se trata de armar grandes plataformas al estilo de las petroleras, capaces de albergar a mil o dos mil personas. “Las primeras ciudades flotantes tendrán pisos, oficinas y parques en un clima de pequeño pueblo. Habrá escuelas, tiendas, restoranes, clínicas…”, dice el Instituto. Y que las poblarán sus miembros; dice que son “biólogos marinos, ingenieros náuticos, granjeros acuáticos, abogados marítimos, investigadores médicos, personal de seguridad, inversores, ambientalistas, artistas” —en ese orden.

Pero lo que más les importa es la posibilidad de escapar a las reglas del mundo. “La mitad de la superficie del globo no pertenece a ningún Estado”, dicen, y que las ciudades flotantes podrán regirse por sí mismas, según todas las fantasías tecnolibertarias de sus fundadores. Que lo plantean como un espacio de experimentación social: “No promovemos ninguna ideología o política particular. Queremos ofrecer una plataforma para que otros intenten las nuevas formas de vivir juntos que los hagan más felices. Algunos colonos pueden querer ensayar una renta básica universal, otros pueden preferir las soluciones del mercado libre. Algunos pueden confiar en la democracia directa electrónica, otros podrán entregar la Administración pública a burócratas, otros podrán usar servicios hechos a la medida del consumidor, o cualquier mezcla de todo eso”. Todos deben, eso sí, tener algún dinero.

Es, al fin y al cabo, una utopía. La primera, la de Tomás Moro, también era una isla, donde todo parecía perfecto. Aquí, la perfección consiste en escapar de los Gobiernos y las leyes y los impuestos del mundo conocido: las ciudades flotantes serán, si acaso, barrios cerrados por el mar, más cerrados que ninguno: cerrados a cualquier contacto, a cualquier migración, a cualquier intervención ajena. El ideal de yo para mí mismo porque yo sí que puedo se realizará en esas islas flotantes más que en cualquier otro lugar.

Y la primera puede empezar pronto. El Instituto acaba de firmar un convenio con el Gobierno de Francia para instalar una ciudad piloto —del tamaño de una cancha de fútbol— en las aguas tranquilas de la Polinesia Francesa. Millonarios que rechazan el Estado que les permite serlo se instalan en el espacio que otro Estado colonizó: sus ciudades deben flotar, no ser ­coherentes.

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