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Ahora que vuelvo a casa (solo de vacaciones), camino por Madrid con otra certeza reforzada
Después de casi dos años en Colombia, tengo la certeza de que, como española, me parezco más a un colombiano que a un noruego. No soy hija de La Malinche, como decía el escritor Héctor Abad Faciolince. Tampoco heredera de la chingada, la definición de Octavio Paz para todos aquellos que nacieron del cruce entre Hernán Cortés y las indias seducidas (en el mejor de los casos) por los conquistadores. Soy de otra mezcla, de esa que encuentra su patria en el idioma.
Ante cada reto que me pone delante Colombia, la lengua aparece como salvavidas. Me llaman señora o su merced. Por cada transacción, recibo de vuelta: "Siempre a la orden". Con cada dificultad, surge: "Qué pena con usted". Me monto en carros, no en coches. Bebo jugos, no zumos, y son de lulo, de corozo, de granadilla o de guayaba. Como zapallo, patacón, maní, arepa, sancocho, ajiaco.
Detrás de cada una de estas palabras hay una historia compartida entre personas que no se parecen ni en el color de la piel, pero que se encuentran en el castellano y lo que eso significa.
Ahora que vuelvo a casa (solo de vacaciones), camino por Madrid con otra certeza reforzada. Solo necesito sentarme en la barra de ese bar, pedir una caña y un pincho, y, como siempre, todo parece más sencillo. Esta vez lo hago con la sensación de que la nostalgia será futuro. Y de que esa tortilla ahora también sabe a papas y no solo a patatas.
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