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La Francia marchita que se enfrenta a las urnas

Una señora camina por 
un solitario cruce de calles de Albi (Francia) completamente vacío.
Una señora camina por un solitario cruce de calles de Albi (Francia) completamente vacío. DMITRY KOSTYUKOV

L a pintura del escaparate se cae a trozos, pero la palabra “alimentation” aún se distingue con claridad. Parece el cartel de un escenario colocado en la fachada de una vieja tienda vacía. Enfrente hay un estudio de tatuajes. Nadie entra ni sale. La calle está desierta. Si uno sigue andando por Albi, una localidad del sur de Francia, se encuentra con más escaparates vacíos desperdigados por un casco antiguo en el que sobresale una impresionante catedral gótica del siglo XIII. Los establecimientos para turistas y los locales de las cadenas de ropa están abiertos, pero han desaparecido las típicas cafeterías, los comercios o las carnicerías que en otra época bullían de actividad y que definieron durante siglos la Francia de provincias.

Medir el cambio y la decadencia no es una tarea fácil en el país galo, repleto de rincones de enorme belleza detrás de cada esquina. Puede dar la impresión de que la vida sigue igual que siempre. Sin embargo, el declive que resulta evidente en Albi también se repite en cientos de lugares. Francia está perdiendo los cascos antiguos de sus históricas ciudades, densos núcleos urbanos situados en medio del campo, donde los jueces juzgaban, Balzac ambientaba sus novelas, los prefectos promulgaban edictos y los ciudadanos compraban 50 clases distintas de queso. En enero fui a Albi mientras cubría las elecciones presidenciales. Conozco este lugar desde hace casi 35 años y lo he visitado en varias ocasiones desde que mi familia se instalara en París cuando yo apenas era un niño. La primera vez que vine hasta aquí fue con mi novia de la universidad en 1982. Entonces me encontré con una localidad bulliciosa y repleta de tesoros, conocida por el tono rojizo de los ladrillos de sus edificios, que llevan empleándose desde la Edad Media. El mismo color que el cálido sol meridional. Me quedé fascinado.

Unos turistas pasean por el casco viejo de Albi, conocida por sus edificios de ladrillo de color ocre.

Cuando volví hace unos meses no lo hice para seguir a ningún político, sino para comprender mejor una paradoja que ha estado implícita en esta última campaña electoral: el profundo orgullo que sienten los franceses por lo que ellos consideran un estilo de vida inigualable se entremezcla ahora con un sentimiento de angustia al ver cómo su propia identidad local está en peligro de extinción. Estos comicios, que hoy celebran la segunda vuelta en la que se enfrentan el candidato centrista Emmanuel Macron contra la líder de la extrema derecha Marine Le Pen, tienen pocos precedentes en el país debido a la inquietante posibilidad de que esta última se alce con la victoria. Le Pen ha hecho una promesa visceral a los votantes: no solo que va a proteger Francia, sino también todo lo que tenga que ver con lo francés. Con independencia de que la amenaza se identifique con el islam, la inmigración o la globalización, lo que dice es siempre lo mismo: que ella es la mujer que va a preservar el estilo de vida de sus compatriotas. El desvanecimiento visible de tantos centros históricos está relacionado con esa inquietud que siente la gente por perder su propia identidad cultural. Un estudio llevado a cabo en varias localidades francesas demostró que la cantidad de locales comerciales vacíos casi se ha multiplicado por dos, hasta llegar al 10,4% en los últimos 15 años. El voto a la derecha ha crecido a medida que estos municipios se han ido desvaneciendo. Albi es un lugar tradicionalmente centrista, pero el declive político ha hecho mella como en el resto del país. “Si no se hace nada, una parte muy importante del espíritu francés desaparecerá, llevándose por delante a más de la mitad de la población del país”, ha escrito recientemente el famoso empresario Charles Beigbeder en Le Figaro, publicación en la que también pedía un “plan Marshall” para “la Francia de la periferia”.

Llego a Albi (de 49.000 habitantes) a última hora de una tarde de jueves, tras haber hecho el trayecto en coche desde Toulouse, que queda a una hora de distancia. Paso por delante de un gigantesco centro comercial a las afueras llamado Les Portes d’Albi. Es tal la cantidad de coches que alberga el aparcamiento que se ve todo negro. En la ciudad que yo conocía, la gente vivía en el centro, encima de las tiendas. Siglos de trasiego y gentío se acumulaban entre las sombras de los árboles del bulevar. Salir a comprar era una actividad social, no solo comercial. Antes de llegar, consulto un informe gubernamental que más bien parece la autopsia de un gran número de capitales de provincia: Agen, Limoges, Bourges, Arrás, Béziers, Auxerre, Vichy, Calais… En este tipo de núcleos urbanos, la arquitectura y la vida pública siempre han ido de la mano conformando la propia historia del pueblo francés. Pero ahora se encuentran amenazados. Muchos de ellos están en peor situación que Albi.

Vistas del río Tarn a su paso por la ciudad episcopal.

Florian Jourdain es un parisiense que se trasladó hace unos años a esta localidad del sur y que ha dado visibilidad a este problema. Jourdain no se ha dedicado a sacar a la luz la corrupción local. Él habla sobre la decadencia del lugar, algo evidente, pero en lo que nadie se había fijado. La prensa francesa se ha hecho eco de las reflexiones que vierte en su blog Albi Centre-Ville. Pero las críticas no se han hecho esperar. El año pasado, la asociación de comerciantes organizó una manifestación en su contra en la plaza Mayor. Jourdain, que es licenciado en Historia y que también ha estudiado Geografía, publicó en Internet un mapa en el que señalaba cada tienda vacía con una calavera y unas tibias cruzadas. Así descubrió que casi el 40% de los establecimientos que aún estaban abiertos en Albi vendían ropa y sospechó que gran parte del negocio lo hacían para los turistas. Solo quedaba una boulangerie (o panadería tradicional) en el casco antiguo y ninguna carnicería minorista.

Entonces llevó a cabo su labor de forma casi clandestina; pocos habitantes del lugar, ni siquiera algunos de sus partidarios, parecen conocer su apellido. Me reúno con él una mañana de viernes en la ventosa plaza de la catedral de Sainte-Cécile, una gigantesca fortaleza de ladrillo erigida hace ocho siglos para impresionar a los díscolos herejes de la zona. Cuando echa a andar por la Rue Mariès, la principal arteria comercial, Jourdain se tapa la cabeza con la capucha para que no lo reconozcan. “Creo que, si expones algo con precisión, no tienen por qué atacarte”, dice, refiriéndose a su labor. “Para mí supone un gran problema que no haya tiendas de alimentación en el centro. Tampoco hay cafeterías de barrio”.

Calle tras calle, vamos evaluando hasta dónde llega la fragilidad de Albi. Faltan algunos nombres en los telefonillos de las puertas de los edificios más antiguos. Las contraventanas están cerradas día y noche; se calcula que el 15% de estas viejas viviendas están desocupadas. Poco después de llegar de París en 2013, Jourdain supo que algo andaba mal. “Me di cuenta enseguida”, asegura. “Justo delante de donde estamos ahora mismo nosotros había dos edificios espléndidos vacíos. Me pareció muy raro”.

Una de las muchas tiendas en venta del centro de Albi.

La Place Lapérouse es llamada así en honor a un gran explorador francés que nació aquí en el siglo XVIII. Me viene un recuerdo repentino. Muchos años antes, en una cálida tarde, yo había estado sentado en un banco de esta plaza mientras contemplaba las viejas casas que me rodeaban con tanto silencio que incluso se oía a los pájaros escondidos en los plátanos centenarios que daban sombra al lugar. Ahora se ha convertido en un frío cruce de caminos sin carácter alguno. Los coches van pasando a toda velocidad. Seguimos avanzando y dejamos atrás dos escaparates en los que se lee la inscripción: “Liquidación total”. “Mire, eso de ahí era una cafetería”, dice Jourdain mientras me señala una tienda de ropa para mujer en la que aún resultan visibles unos leves vestigios del tradicional toldo de un café.

Florian Jourdain pensó que su papel consistía en despertar a sus conciudadanos. “Nuestra preciosa ciudad episcopal corre grave peligro”, escribió en su blog. En la Rue Peyrolière distinguimos la escuela primaria abandonada, clausurada en 2013, un clásico edificio de la Tercera República en la que se educaron generaciones de albigenses. En una pared del interior se sigue viendo un dibujo infantil del último curso. Cuando el colegio cerró, el periódico regional La Dépêche du Midi publicó: “Los gritos de los niños ya no resonarán”. Tras pasar varias horas de un viernes soleado en el casco viejo, en algunos sitios no aparece prácticamente nadie. “Se nota claramente que estamos en una calle que se está muriendo”, asegura Jourdain en la Rue Emile Grand cuando termina la visita. Llamar al Ayuntamiento para reunirse con la alcaldesa, miembro del partido de centroderecha, tiene como respuesta que su portavoz ofrezca largas y la promesa de telefonearme a la semana siguiente. Cuando al fin localizo a la regidora, Stéphanie Guiraud-Chaumeil me explica que la “desvitalización” ha tenido un “impacto relativamente moderado”. También critica con enfado a Jourdain. “Es un extraterrestre que ha venido a que hablen de él”, critica. El presidente de la asociación de comerciantes, que había encabezado la manifestación en contra de Jourdain, se muestra también escurridizo. No aparece por el anodino supermercado subterráneo que dirige, situado debajo del Marché Couvert. Nadie sabe cuándo llegará ni cómo ponerse en contacto con él, y la oficina que tenía la asociación en el centro lleva mucho tiempo cerrada.

Dos ciclistas circulan por una tranquila calle de esta localidad turística al suroeste de Francia.

El sábado es el día de mayor actividad de la semana en Albi: las tiendas prometen rebajas y hay clientes en los comercios de ropa. Se percibe cierto recuerdo de la animada ciudad que yo tenía en mi cabeza, pero ahora los consumidores son solo de fin de semana y muchos de ellos viven en otras localidades. He quedado con Fabien Lacoste, concejal socialista, bajo la sombra de la catedral. El edil se encuentra hoy trabajando en su puesto de comida al aire libre donde prepara crepes. Para él, el destino de su pueblo ha sido una desgracia cultural. Los gobernantes locales invirtieron grandes cantidades de dinero en un nuevo espacio cultural de estilo modernista pensado para todos los públicos y situado en el límite municipal. Entonces se construyó el centro comercial. También se crearon a las afueras grandes hipermercados con aparcamiento gratuito. No es que Albi se empezara a quedar sin comercios ni actividad, sino que la esencia de la antigua ciudad se comenzó a perder poco a poco.

El auge de los grandes almacenes se corresponde con el fuerte incremento del nivel de vida que se produjo durante la etapa que los franceses denominan los trentes glorieuses, los gloriosos años que van de 1945 a 1975. En esa época, el crecimiento estaba en torno al 4%; el poder adquisitivo del salario del trabajador medio aumentó un 170%. El aumento de la demanda de los consumidores no quedaba cubierto con la estructura de tiendas pequeñas de los viejos cascos urbanos. En la actualidad, Francia tiene la mayor densidad de centros comerciales de toda Europa. Al mismo tiempo, el porcentaje de locales vacíos en los cascos viejos de las ciudades ha pasado del 6,1 en 2001 al 10,4 en 2015. Esta es la paradoja francesa: una sociedad recién entregada al consumismo despojó al país de su “alma”, un fenómeno que ahora ha empeorado debido al desplome del crecimiento económico. “No hay bares, no hay cafeterías. ¡Que estamos en el suroeste, por Dios! Esto es un escándalo”, se queja Lacoste mientras les sirve crepes a los clientes. “Hemos perdido ese buen humor que era nuestra seña de identidad. Antes, todos los barrios tenían un centro propio, un café. Todo eso ha desaparecido”, asegura. “Lo que lamento mucho es esta desvitalización”, añade. “Nadie sale por aquí de compras”.

Los domingos Albi vuelve a su letargo de los días de entre semana. Salgo a correr por la orilla del verde río Tarn y me cruzo como mucho con seis personas. Da la impresión de que la ciudad está abandonada con la luz del ocaso. Al final me encuentro al presidente de la asociación de comerciantes justo cuando sale del supermercado. Parece que no se alegra mucho de verme, y que le agrada aún menos lo que hace Jourdain. “Hay centros urbanos en los que la situación es mucho más complicada”, afirma.

La última entrevista antes de partir es con Eric Lamarre, que el año pasado cerró la juguetería de Albi. “Hace 20 años todavía había animación en el centro”, asegura. “La gente sí que venía a comprar. Había muchísimas cosas bonitas y esto era un hervidero”. El gran centro comercial se inauguró en 2009 y el negocio de Lamarre fue decayendo hasta el final, cuando llegó a perder 50.000 euros al año. “Esto es un problema político”, ­sentencia. “Han engañado a estas ciudades, que siempre les dan el sí a los promotores de centros comerciales”. Albi, según concluye, “sigue siendo una ciudad espléndida… para los turistas”.

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