La bata y el biquini
LOS LUNES en Sanxenxo, mi pueblo, había mercadillo. Cuando era muy niño bajaba con nosotros mi abuela, que por entonces aún le daba por andar (con los años decidió que no andaría más, y nunca volvió a levantarse del sofá; un día, cuando quiso hacerlo, ya no se acordaba de caminar). En aquel mercadillo del muelle hacíamos la ruta de la ropa interior de mujer, de las zapatillas deportivas, de las pulseras de cuero, los relojes-calculadora y de los vaqueros, que era mi campo de acción predilecto. Los vaqueros eran todos falsificados, y me costaba horrores encontrar uno que no lo pareciese: mi gran hit en el colegio Campolongo fue un Levi’s de pana negra etiqueta naranja tan falso, tan horriblemente falso, que el profesor de ética me echó de clase.
La huella que dejó ese biquini rojo fue tal que durante años si algo rojo se aproximaba a mi campo de visión los sentidos se ponían alerta.
Un mediodía de lunes mi abuela regresó del mercadillo con una bata de cocina azul, estampada, que no se volvió a sacar hasta que dejó de andar. Esa fue mi primera prenda femenina y estaba además llena de simbolismo, porque era la prenda omnipresente en la cocina, un territorio impuesto culturalmente a las mujeres (cuando la cocina empezó a ser cool, los carteles de cocineros-estrella se llenaron de hombres en una proporción 100/0). Era una bata que envejeció mejor que mi abuela y que todos nosotros; una bata que se movía pesada por las alacenas, por el patio, por el garaje al que luego se llevaron los hornillos para que no oliese la casa. El mejor recuerdo que tengo de ella, de la bata azul estampada llena de lamparones de grasa, es el día de la boda de la infanta Elena: la abuela se hizo traer la televisión del salón a la cocina, algo que me llevó a pensar que se estaba casando Dios.
La bata regía la casa y ordenaba el mundo. No la recuerdo nunca limpia como tampoco recuerdo ya a mi abuela de pie, pero sí sospecho que ambos haríamos una buena pareja si nunca hubiese tirado los Levi’s negros de pana con etiqueta naranja, que ahora no recuerdo en qué escala estaban de guayismo: supongo que la misma que los cinturones de taekwondo. Eran vaqueros pensados para gustar desde los 14 años, que es como intentar gustar desde un pozo. Por eso el día en que mi abuela colgó la bata de cocina azul estampada, y las riendas de la cocina y de la vida las cogió mi abuelo hasta que reventó de un ictus, yo me empecé a enamorar de otra prenda femenina: el biquini rojo de Estefi. De nieto a enamorado, sin solución de continuidad: la bata de la abuela evocaba todo lo que podía conseguir, y el biquini rojo de Estefi, el primer biquini de mi vida (como el primer bañador, producto de la vergüenza repentina de andar por la playa desnudo), era el mundo exterior donde se acababa la placenta y empezaba el extranjero, la vida de verdad.
La huella que dejó ese biquini rojo fue tal que durante años si algo rojo se aproximaba a mi campo de visión los sentidos se ponían alerta, como un reflejo pavloviano. Aquel biquini lo había descubierto en la playa de Silgar, y pasamos mis amigos y yo la adolescencia tumbados en la toalla mirándolo sin más. No había maldad, solo encantamiento. Un dos piezas rojo que brillaba entre la arena, en el agua cuando caía la tarde y todo el mar ya era destello de sol y de Estefi. Pasaron 10 años y no hubo modo de decirle nada, de acercarse siquiera a ella. Aquella generación fue silenciada y destruida por un biquini con el que cada uno soñaba a su manera, y se perdió en la noche de los tiempos anhelando haberlo tocado alguna vez. Es curioso porque no recuerdo su cuerpo, solo la melena negra y el biquini: una prenda femenina simple, básica, con la que se descifraban misterios inmensos. Un día dejó de ponérselo y cuando nos miramos nos habíamos hecho viejos: volví a la bata azul estampada de mi abuela, colgada del techo de la cocina como una camiseta de los Lakers, y no volvió a haber más prendas femeninas que las que yo mismo me ponía algunas ocasiones en las que me sentía un poco adulto y un poco triste.
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