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Coll & Cortés, los rastreadores de arte

Nicolás Cortés y Jorge Coll, retratados en su galería madrileña Coll & Cortés, rodeados de algunas obras de maestros antiguos en los que son especialistas.
Miguel Ángel García Vega

JORGE COLL, de 38 años, marchante de maestros antiguos, cruzó el Atlántico el pasado año para ver un lienzo atribuido a Antonio de Pereda, pintor español del siglo XVII. Estaba a la venta por 5.000 dólares (4.700 euros) en una casa de subastas de Boston. “¡Es falso!”, exclamó al contemplar un bodegón con frutas que llevaba ­cuatro siglos atrapado entre capas de barniz oxidado. Tuvo dudas y llamó a su socio, Nicolás Cortés, de 46 años. Seis meses después vendieron esa tela por más de cinco millones de euros.

Coll y Cortés se conocen desde 1996. Fue en una mañana luminosa en la calle de Aragón. Un paisaje de comerciantes de antigüedades en el Ensanche de Barcelona. Nicolás, madrileño, cumplía 26 años; Jorge, barcelonés, 18. Ambos procedían de familias de anticuarios. Y los dos –­reconocen– malgastaban su tiempo cursando Biología y Humanidades. Desde esos días comparten oficio. Al principio revendiendo los cuadros que compraban a sus padres. Después abrieron en Madrid una pequeña oficina en el barrio de Salamanca y en 2005 su propia galería (Coll & Cortés) en los arrabales del de Chueca. Tenían solo un cliente, pero la mirada necesaria para vender al Museo del Prado óleos de Francisco Rizi o Collantes. “Sin embargo, sabíamos que el negocio se moría”, recuerda Cortés. Un goteo de obras falsas, la escasez de grandes piezas y una generación hipnotizada por lo contemporáneo anunciaban el desastre. Arriesgaron.

“En vez de hacernos pequeños y sensatos nos volvimos grandes y locos”, ironiza Cortés. En 2015 adquirieron la galería inglesa Colnaghi. Quizá el marchante de maestros antiguos más importante de la historia. Fundada en 1760 en un trastero dedicado a la pirotecnia, sus archivos cuentan el cambio de manos de leonardos, botticellis, turners, rembrandts, rafaeles, goyas, riberas, tizianos. El relato de un tiempo increíble. En 1911 tuvieron a la venta nada menos que tres vermeers.

Pero esos años se fueron y Jorge y Nicolás han reinventado la forma de vender la pintura antigua en la era del big data. ¿Hay escasez de obras de primer nivel? Montan una red de 100 ojeadores que buscan piezas por todo el planeta. ¿Faltan nuevos nombres que atraigan coleccionistas? Crean un equipo de investigadores que recuperan artistas olvidados (Pedro de Mena, La Roldana, Juan de Mesa). Y prohibido equivocarse. “Cuando compras un cuadro de un millón de euros, un error sale carísimo”, observa Coll. Por eso se han repartido el esfuerzo. “Nicolás es un genio descubriendo obras y Jorge suma, además, el talento de los números”, admite Konrad Bernheimer, anterior dueño de Colnaghi. Pero sobre todo enseñan a sus clientes (Juan Abelló, Alicia Koplowitz, la familia Alba) que las obras antiguas son una vanitas. Un recuerdo de nuestra inevitable mortalidad. “Cuando falleces no te llevas la colección contigo, sino las experiencias. Los viajes, las personas, las exposiciones que disfrutaste”, desgrana Cortés.

En Boston, Coll tuvo una duda. El cuadro estaba reentelado, oscurecido y bajo la pintura surgió otra en la que podía leerse: Oppenheimer. Una colección alemana de principios del XX. “Es demasiado complejo para que la hayan trasteado”, le dijo por teléfono a Cortés. “¡Puja!”, lanzó su socio. Más tarde averiguarían que el cuadro estaba mal atribuido: no era de Antonio de Pereda, sino una obra maestra de Bartolomeo Cavarozzi, un caravaggista italiano activo en España. Un tesoro que un día, en Boston, costaba 4.700 euros.

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Sobre la firma

Miguel Ángel García Vega
Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

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