Ponte en mi lugar
TENGO UN amigo al que hace un año operaron del corazón. Era una operación sencilla y de poco riesgo, realizada a través de un catéter, sin necesidad de cirugía mayor. Unas semanas antes de la intervención se lo contó a una compañera, con la que tiene mucha confianza. Ella, con gran consternación, le expresó que suponía que estaría preocupado (“el corazón es el corazón, y nunca se sabe”, le dijo) y él, con una sonrisa, le contestó que no, que, aunque una operación de corazón impresiona mucho, era muy sencilla y sin casi riesgos.
El día antes del ingreso, la compañera le llamó.
–Mañana es la operación. ¿Cómo lo llevas?
–Bien, preparado –contestó mi amigo.
–Te lo pregunto porque cuando me lo contaste te vi tan preocupado… –añadió ella.
Este es sin duda un fallo empático. Realizado con la mejor de las intenciones, pero un fallo al fin y al cabo. Porque esa compañera, que es una persona que se caracteriza por preocuparse habitualmente mucho por los demás, no estaba captando lo que su amigo sentía, sino que expresaba lo que ella hubiera percibido si le hubieran dicho que la tenían que operar del corazón. Es lo que llamamos empatía proyectada.
La empatía proyectada nos hace pensar que la persona que tenemos enfrente está experimentando lo que nosotros sentiríamos si estuviéramos en sus circunstancias.
La auténtica nos permite percibir con precisión lo que la otra persona siente, para poder acompañarla en el proceso. Es una habilidad fundamental para que nuestras relaciones funcionen. En cambio, la proyectada nos hace pensar que la persona que tenemos enfrente está experimentando lo que nosotros sentiríamos si estuviéramos en sus circunstancias. No estamos captando su realidad, sino reflejando la nuestra. Este tipo de empatía no facilita nuestras relaciones, porque el otro sentirá que no le entendemos.
En algún momento, todos, con la mejor intención, creemos estar poniéndonos en el lugar del otro sin percatarnos de que no lo hacemos de forma auténtica, sino proyectada. Por ejemplo, podemos tener un amigo que nos cuenta algo muerto de miedo y, como a nosotros su situación no nos lo provoca, no llegar a entender su pánico. La consecuencia es que banalizamos ese temor y nuestro amigo se sentirá profundamente incomprendido. Y lo peor es que, como nuestra intención es comprender al otro (y creemos que lo hacemos), nos ofenderemos si ellos nos dicen que no lo sienten así aunque sea la realidad.
La empatía determina lo que es bueno que hagamos o no hagamos en las relaciones. Cada emoción tiene una respuesta adecuada, y es lo que la otra persona espera de nosotros. Pero si no captamos ese sentimiento en nuestro interlocutor, si lo que hacemos es proyectar el propio, ofreceremos una respuesta equivocada.
En nuestras relaciones con los demás tenemos dos retos: que las expresiones emocionales de las personas no nos pasen inadvertidas y que nuestros juicios internos no nos desvíen de lo que estamos captando.
Las claves para reconocer las expresiones las tenemos. Forman parte del paquete estándar de programación de nuestro cerebro. Lo que nos falla es la práctica.
La capacidad de percepción. ¿Somos capaces de identificar una mirada triste? ¿De ver el brillo de los ojos en la alegría? ¿Podemos distinguir una sonrisa auténtica de una que lo que pretende es esconder lo que se siente realmente? Las claves para reconocer estas expresiones las tenemos. Forman parte del paquete estándar de programación de nuestro cerebro. Lo que nos falla es la práctica, porque tenemos nuestra facultad de apreciación adormecida. Necesitamos practicar más la observación y hacerlo con más atención.
Nuestros juicios. ¿Podemos escuchar a las personas para captarlas de verdad, no para juzgarlas? ¿Podemos dejar de lado nuestras opiniones, creencias y valores a la hora de escuchar? Los juicios anulan nuestra capacidad de discernimiento. Hacen que veamos solo lo que queremos. Necesitamos escuchar con mirada de niño, con mente que no juzga lo que escucha, sino que solo atiende a lo que le dicen. Siendo buenos observadores y no cayendo en los juicios, conseguiremos una empatía auténtica, captaremos lo que de verdad siente el otro. Por cierto, según diversos estudios científicos, la empatía es tendencialmente más femenina que masculina. Y más proclive en la madurez que en la juventud, o al menos en esa dirección apuntan todos los indicios.
- Captar con precisión la emoción del otro (no lo que yo sentiría, sino lo que capto que el otro siente ante una situación) es la base de la empatía auténtica. Paul Ekman, psicólogo americano, identificó siete emociones básicas y demostró que su expresión facial es universal. Esas emociones son: alegría, tristeza, sorpresa, miedo, repugnancia, desprecio y enfado. Cuatro de ellas están muy presentes en el día a día de nuestras relaciones y precisan una respuesta empática muy distinta.
- Alegría. Una respuesta acertada será sumarnos a ella, compartirla, y compartir la expresión animada. No ayudará mantener la frialdad o la distancia.
- Tristeza. Este sentimiento pide pocas palabras y muchos gestos. Acompañarla desde la presencia es muchas veces la mejor respuesta. No ayudará relativizar la situación.
- Miedo. A veces se enmascara con expresiones contundentes. Proporcionar seguridad será la mejor solución para vencerlo. Negarlo no ayuda.
- Enfado. A menudo nos sitúa en reacciones agresivas viscerales, irreconocibles para la propia persona que las está teniendo. Esperar a que baje la intensidad emocional será clave. Intentar hacer entrar en razón al otro no es una respuesta acertada.
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