¡Decídete!
TOMAMOS DECISIONES decenas de veces cada día. Banales la mayoría, otras que pueden cambiar nuestra vida para siempre. El objetivo de toda resolución es obtener de entre diferentes alternativas aquella que suponga la solución más adecuada a un problema que previamente hemos identificado; decidir cuál de las potenciales es la más apropiada para lograr nuestro objetivo, maximizando los beneficios, reduciendo los costes y logrando unos niveles de seguridad en los que consigamos sentirnos cómodos.
Para decidir, el primer paso consiste en asumir un grado de incertidumbre. No se puede tener la certeza de que nuestra elección va a ser la correcta, ya que existen factores imprevisibles que no podemos controlar. Hasta los resultados ostensiblemente seguros son variables. Siempre existe un riesgo que deberemos ponderar en función del beneficio esperado.
En la incertidumbre nos movemos con inseguridad, a veces con angustia. Esto puede hacer que tomemos decisiones precipitadas, impulsivas, inconvenientes, promovidas por una necesidad de tranquilidad más que por un trabajo bien hecho que pondera las consecuencias. Cuando nos enfrentamos a esta situación hay que considerar elementos fijos y variables. Se trata de un proceso intelectual, emocional y conductual, por lo que se verán implicados elementos objetivos, subjetivos y de posibilidad de acción.
Si las emociones nos influyen, es imperativo observar y tener paciencia.
Los primeros a tener en cuenta son los factores objetivos, más estables en el tiempo. Es el proceso intelectual de la decisión, los datos con los que contamos, las premisas. Se trata de elementos sobre los que podemos realizar una investigación más o menos pormenorizada. Si queremos poner en venta nuestra casa, tendremos que plantearnos en qué situación se encuentra el mercado inmobiliario en la zona, pero también otros elementos propios de nuestro piso: si es interior o exterior, si necesita reforma… Si queremos dejar de fumar, deberíamos pensar en los estudios de investigación sobre la salud, el cáncer, la patología cardiovascular, las enfermedades pulmonares, el tabaquismo pasivo, etcétera.
No realizar ningún tipo de indagación puede hacer que vendamos por un precio excesivamente bajo y perdamos una buena inversión, o que nunca consigamos deshacernos de nuestra casa porque hemos establecido un importe demasiado elevado. En el otro ejemplo podremos negar la existencia de una relación causa-efecto entre el tabaco y la enfermedad o bien sugestionarnos y comportarnos como hipocondriacos.
En la actualidad, el acceso rápido y fácil al conocimiento nos proporciona una errónea sensación de control. Para tomar una decisión, intentaremos disminuir al mínimo el nivel de incertidumbre, pero nunca podremos eliminarlo. Si precipitarse para evitar la angustia que produce la pérdida de control sobre una situación puede ser muy perjudicial, dedicar un excesivo tiempo a la búsqueda de factores susceptibles de investigación –sumado al hecho de que las fuentes no siempre son fiables–resultará igual de infructuoso.
Pero existen otros factores que son subjetivos. Por ejemplo, la necesidad más o menos imperiosa de vender o el significado emocional que tiene para nosotros esa casa, o las motivaciones internas que tengamos para no fumar. Aquí no se busca ya el precio del inmueble, sino su valor, que obviamente va a ser diferente para nosotros que para el comprador, y esto está fuera de nuestro control. Ya no analizamos el riesgo de enfermar en la población general, sino en nosotros mismos, y si nuestra mayor motivación es nuestra la salud, disfrutar del tabaco, asumir los efectos colaterales de dejar de fumar –como aumentar de peso– o si ha llegado el momento de afrontar el esfuerzo que supone abandonar una adicción. Para ponderar estos factores subjetivos, la investigación que tendremos que hacer es interna.
El estado en el que nos encontremos también es determinante. Este puede facilitar o estorbar por igual el proceso de toma de decisiones en función de la cualidad, la intensidad y la duración de la emoción. Muchas de las consecuencias de nuestras determinaciones se hallan muy lejos de nuestro control. Pero, una vez asumido que esto ocurre, debemos considerar que algunos de los factores emocionales que actúan sí son controlables. En aquellos casos en los que podrían suponer una interferencia negativa será imperativo tomarse un tiempo para la reflexión, fomentando la paciencia y la observación.
En ocasiones, el control del estado emocional supera las habilidades propias de la persona. En estos casos deberíamos plantearnos la necesidad de un entrenamiento específico mediante técnicas psicoterapéuticas, de relajación o meditación que nos ayuden a realizar este ejercicio de decisión con la serenidad obligada. Existen técnicas de resolución de conflictos y toma de decisiones que pueden ayudarnos a superar esa enfermedad en la que se puede convertir la duda.
Decídase, asuma el riesgo intrínseco del camino elegido o el que supone la pérdida de la vía descartada. Decídase, no conviva con problemas que pueden solucionarse. Decídase y, si no sabe cómo hacerlo, láncese a aprender.
El agotamiento del ego
Según la teoría del agotamiento del ego –enunciada por el psicólogo Roy Baumeister, de la Florida State University–, tenemos un pozo finito de autocontrol.
— Siempre que ponemos límites estamos utilizando una porción de dicho autocontrol, por lo que nos quedará un poquito menos para afrontar las tentaciones que surjan simultáneamente.
— Desde un punto de vista práctico, según esta teoría, si tenemos una decisión importante que tomar, es mejor estar “saciados de tentaciones”. Debemos intentar consumir lo menos posible, para que todo nuestro autocontrol quede a disposición de una decisión ponderada y razonada.
— Las reservas se pueden agotar de multitud de formas. Por ejemplo, intentar parecer interesado durante una reunión aburrida ya conlleva un grado de autocontrol que mermará nuestra capacidad para evitar comernos el tentador aperitivo hipercalórico que han dispuesto sobre la mesa. Aguantar las ganas de decir algo cuando estamos enfadados puede llevarnos directos a la despensa en busca de una compensación a la que nos costará resistirnos, pues ya nos estamos conteniendo para no hablar.
— Muchos sabemos también que a la compra hay que ir sin hambre. Si necesitamos controlar el apetito, nos costará más hacerlo frente a la ventana de tentaciones que se abre ante nuestros ojos en un supermercado.
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