Elogio de la holganza
HACE UNAS SEMANAS se publicó en España el libro de David Wagner De qué color es Berlín (Errata Naturae). Se trata del enésimo título que recupera la figura del flâneur, ese viajero a pie sin destino fijo que guía sus pasos al ritmo de los latidos de la ciudad y que, en su versión actualizada, ha decidido prescindir del móvil y de tecnologías como el GPS en sus expediciones urbanas. Si en esta ocasión el terreno de las caminatas lo propiciaba la capital alemana, en los últimos años se han editado volúmenes sobre Londres (La ciudad de las desapariciones, de Iain Sinclair), París (El peatón de París, de Léon-Paul Fargue) o, en general, sobre las bondades de deambular para el cuerpo y la mente (Wanderlust, de Rebecca Solnit, o Elogio del caminar, de Frédéric Gros). Existen incluso relatos que desbordan las fronteras naturales del flâneur en su sentido más estricto –las marcadas por los límites de la metrópolis– para dar un paseo por el campo. Es el caso de Hacia una psicogeografía de lo rural, un texto de Paco Inclán basado en una acción artística desarrollada en el pueblo vigués de Valladares e incluido en Incertidumbre (Jekyll & Jill).
Aunque el planteamiento se puede rastrear hasta el París del siglo XVIII, en cuyas noches ya se aventuró el escritor Rétif de la Bretonne, la idea del flâneur como algo más que un mero zascandil fue caracterizada por Baudelaire en el XIX.
Hace 100 años se vagaba sin mayor pretensión que la de pasar el tiempo, pero este esparcimiento daba frutos en forma de vivencias y experiencias entre la multitud.
Posteriormente, Walter Benjamin revisó su significado para izarlo como clave de la moderna cosmovisión capitalista. Hace 100 años se vagaba sin mayor pretensión que la de pasar el tiempo, pero este esparcimiento daba frutos en forma de vivencias y experiencias entre la multitud. A partir de los cincuenta, las tardovanguardias nimbaron esta noción del espíritu del juego y acuñaron términos como deriva o psicogeografía. “Al ser una actividad desinteresada”, apunta el fotógrafo Manolo Laguillo, “es normal que se asimilara a la ocupación artística”. Esta “idea situacionista del azar”, agrega Paco Inclán, estaba vinculada con otra opuesta y complementaria: la de la “toma de decisiones”. “Todo lo que tenga que ver con experimentar es una manera de mirar desde otra perspectiva”.
En el presente, como señala la escritora y crítica María Virginia Jaua, la urbe como espacio social se ha transformado hasta el punto de que “ya no hay ciudadanos, sino consumidores”. “Antes los barrios tenían su personalidad, se daban otro tipo de relaciones”. Siendo así, ¿cómo explicar este boom literario? ¿Qué relevancia tienen hoy –cuando Internet se ha elevado a la categoría de territorio– esas historias sobre azarosos itinerarios? Laguillo aporta una respuesta: “Porque estamos hartos de una ética del trabajo que impulsa a planificarlo todo”. Como artista (amén de estudioso de Benjamin y traductor de Franz Hessel, el autor de Paseos por Berlín), él lleva décadas volcado en la flânerie, con un enfoque estético y moral sobre la periferia. Inclán, escritor y editor de la revista Bostezo, intuye también que este retorno al vagabundeo plantea una reacción ante la digitalización de todo: un impulso por “recuperar lo físico y dejarse llevar por las sensaciones”. “Quizá sea una cuestión melancólica”, barrunta Jaua, “un mecanismo inconsciente para renovar la manera de transmitir la experiencia de la ciudad desde un punto de vista contemporáneo”.
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