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Nápoles, tierra de fuego y basura

ILUSTRACIÓN DE LOLA BELTRÁN
Íñigo Domínguez

EL PRIMERO en abrir los ojos sobre lo que estaba ocurriendo fue un camionero que se quedó ciego. Fue el 4 de febrero de 1991. Mario Tamburrino se presentó en un hospital de Castel Volturno, cerca de Nápoles, diciendo que descargaba material de su camión en un vertedero y de repente dejó de ver, tal cual. Se abrió una investigación que al final se quedó en nada, como la mayoría de las ochenta y pico que se han emprendido desde entonces, naufragadas en la prescripción del delito. Lo que aquel camionero tuvo entre manos fueron 158 bidones de sustancias tóxicas de una fábrica de los Alpes. Los estaban metiendo en una fosa para sepultarlos bajo tierra.

La Camorra comenzó a crear en los ochenta empresas de reciclaje de residuos especiales. Aparentemente tenían todos los papeles en regla para realizar sofisticadísimos procesos de tratamiento de basura peligrosa. Pero sobre todo ofrecían precios imbatibles. Lógico, porque en realidad lo que hacían era tirarla por ahí y se acabó. Hay más de 1.200 vertederos ilegales en la región de Campania, que se sepa, porque siguen apareciendo. En descampados, cunetas, simas, cuevas, cimientos de bloques de pisos, zanjas de obras públicas, junto a cultivos y granjas, incluso en piscifactorías. Cualquier agujero donde pudiera caber.

Cuando uno circula por la autopista Roma-Nápoles viaja encima de desechos tóxicos, mezclados bajo el asfalto, igual que en la carretera Nola-Villa Literno, un monumento mafioso: la Camorra se llevó el 3% de las adjudicaciones –sí, el 3%, esa cifra–, obligó a las compañías a subcontratar a sus empresas y además aprovechó las obras para rellenar las excavaciones con su porquería venenosa. Eso cuando tenían la delicadeza de enterrarla. Otras veces simplemente le prendían fuego. Por eso la comarca donde actuaba, el norte de Nápoles hasta Caserta, ha acabado con un nombre siniestro: la Tierra de los Fuegos. No pasaba un día sin una columna de humo negro en el horizonte.

El estremecedor documental Biùtiful cauntri, de 2007, muestra ovejas agonizantes y melocotoneros cubiertos de polvo tóxico.

El estremecedor documental Biùtiful cauntri, de 2007, muestra ovejas agonizantes y melocotoneros cubiertos de polvo tóxico. Fue el primero en dar la voz de alarma en Italia y abrió una sucesión de reportajes escalofriantes. Con coliflores amarillo fosforito, saturadas de mercurio y arsénico, 400 veces por encima del límite consentido. Pueblos con vertederos frente a las casas donde es rara la familia sin un enfermo de cáncer. Miles de vecinos acostumbrados a no abrir las ventanas y vivir siempre con una peste nauseabunda. Y lo más trágico, los funerales de niños, que, antes que las estadísticas, revelaban una tragedia oculta. El comité de madres víctimas de la Tierra de los Fuegos entregó hace un mes su último parte: 8 niños muertos por tumores en 20 días, con edades entre 7 meses y 11 años. Algunos arrepentidos aseguran que incluso se enterró material radiactivo.

Este increíble desastre humano y ambiental se conoció pronto, pero tardó mucho en salir a la luz. Fue sobre todo con Gomorra, el libro de Roberto Saviano, que es de 2006. Pero habían pasado ya 14 años desde que en 1992 el fiscal Franco Roberti fuera el primero en descubrir el secreto de la Camorra, gracias a un arrepentido, Nunzio Perrella, capo de Rione Traiano, un barrio de Nápoles. “Dottò”, le dijo, con la abreviación napolitana de dottore, doctor, fórmula para dirigirse al magistrado: “Yo ya no estoy con la droga, no. Ahora tengo otro negocio, que da más dinero y menos riesgo. Se llama basura, dottò. Para nosotros la basura es oro”. En 1995 llegó el gran arrepentido de este asunto, Carmine Schiavone, de los Casaleses, el clan que se había hecho rico, potente y temido con la basura. Lo más increíble de esta historia es lo que tiene de cretinismo primitivo y suicida, la metáfora más perfecta de una mentalidad incomprensible: envenenaban su propia tierra, la de sus hijos, el agua de los grifos donde bebían, los tomates que se comían, pero no pensaban más allá de mañana, del beneficio inmediato.

El relato de Schiavone, como el de otros pentiti, describe cómo hacían lo que querían porque eran una pieza más de un engranaje corrupto a gran escala. Esta triste historia no es solo mafiosa, criminal, sino, como muchas otras, de podredumbre política y económica. Eran las empresas del resto de Italia las que buscaban a los clanes, encantadas de resolver el problema al coste más bajo posible, a veces hasta un 80% más barato. Y eran los alcaldes, los jefes de Policía, los campesinos que les vendían las tierras los que miraban para otro lado a cambio de fajos de billetes. Fue Licio Gelli, jefe de la logia masónica clandestina P2, de la que formaban parte altas personalidades, quien puso en contacto a las empresas del norte de Italia con los Casaleses. Schiavone ha contado una anécdota que resume hasta qué punto eran poderosos. Les solían pedir enchufes para los exámenes de Medicina y él se iba a la Facultad a hablar con profesores de confianza. En varias ocasiones, para divertirse, se puso una bata blanca y fue él mismo, en lugar del docente, a hacer los exámenes, que en Italia son orales. A los agraciados les ponía la nota máxima.

Una vez más en italia, en medio de este derrumbe moral, aparecen ciudadanos íntegros que solo por eso son heroicos.

Una vez más en Italia, en medio de este derrumbe moral, aparecen ciudadanos íntegros que solo por eso, en ese contexto degenerado, ya son heroicos. En este país, el mero sentido del deber, por sí mismo, a menudo conduce a eso, a la gesta ejemplar, a la soledad y a la muerte. Michele Liguori era en los noventa el único policía municipal que no se había vendido a la Camorra e investigaba los delitos ambientales en Acerra, 60.000 habitantes. Hurgaba en los vertederos en busca de amianto, cuando llegaba a casa las suelas se le habían desintegrado, una vez se quedó sin voz, por la noche en la cama su mujer le decía que transpiraba productos químicos. Para pararle los pies, sus superiores le destinaron una temporada a abrir y cerrar la puerta del castillo, atracción turística local, acusándole de exceso de celo. Nunca le hicieron ni caso, pero él siguió realizando su trabajo. Hasta que un día se puso amarillo. Murió de cáncer en 2014, con 59 años. Días antes, en su última entrevista, un vídeo de La Stampa, decía en su cama: “Yo vivo aquí, mi hijo vive aquí, no podía hacer como que no veía, a mí los cobardes no me gustan”.

Dos meses después murió, con 54 años, otro policía, Roberto Mancini, también por un cáncer contraído en su trabajo. Fue el primero en escribir, en 1996, un informe exhaustivo sobre lo que estaba ocurriendo, que sus jefes metieron en un cajón. Al mando de un grupo de hombres, la mitad de los cuales acabaron con tumores, fue decisivo para sacar a la luz el escándalo, pero solo gracias a su ­tozudez. En su lecho de muerte todavía andaba estudiando papeles. Un amigo le dijo que mejor pensara en su salud, en sí mismo, y contestó: “No me digas que tú también te vas a amalgamar”, un verbo dicho con sarcasmo romano, pero preciso, para referirse a quien se acaba mezclando con el resto, con la porquería del sistema, y ya no ve porque le parece todo lo mismo.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Corresponsal en Roma desde 2024. Antes lo fue de 2001 a 2015, año en que se trasladó a Madrid y comenzó a trabajar en EL PAÍS. Es autor de cuatro libros sobre la mafia, viajes y reportajes.

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