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Columna
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Una taza de té para salvarnos

Rosa Montero

HAY EN MI barrio una mujer de 95 años que vive sola y siempre va guapísima. Viste con primorosa elegancia, se peina y maquilla a la perfección y camina sandunguera sobre unos taconazos con los que yo sería incapaz de dar media docena de pasos sin descalabrarme. Tiene un perrito diminuto al que saca a pasear bien protegido de los fríos con abrigos monísimos y que trota alegremente a su lado, los dos tan gallardos, tan limpios, tan radiantes. Tan alejados de la idea de la vejez marchita, desorientada y devastadora. Esta mujer es un milagro; su energía y su fortaleza son inhumanas. Desde luego la lotería genética debe de jugar un papel fundamental en este triunfo, pero no creo que se trate sólo de eso. Para llegar a los 95 años y salir a la calle así todos los días hace falta una tenacidad heroica. Cuánto valor, cuánto respeto a la idea de uno mismo hay que tener para seguir levantándote cada mañana disciplinadamente, para lavarte y maquillarte y escoger tus ropas con coqueto cuidado y calzarte los zapatos vertiginosos y vestir al perrito con sus avíos. Y todo eso sola (nunca la he visto acompañada) y para nada, es decir, para todo, para ella misma, para poder mantener la dignidad.

La lotería genética debe de jugar un papel fundamental, pero para llegar a los 95 años y salir a la calle así todos los días hace falta una tenacidad heroica.

Mi vecina me recuerda a los exploradores británicos del siglo XIX, aquellos que se internaban en las profundidades de África, en la terra incognita y hostil, y que, en mitad de una selva feroz, tomaban el té a las cinco en punto todas las tardes, en tazas de porcelana de Wedgwood y con mantel de encaje. Se suele citar esta anécdota como ejemplo risible de cierto temperamento inglés, como muestra de hasta dónde puede llegar la chifladura y la impermeabilidad ante el entorno, pero yo veo en ello algo grandioso, veo el empeño de seguir siendo fiel a uno mismo pese a todo. Es un afán que anida en los humanos, al margen de la situación en la que nos hallemos. Ayer me crucé con una pareja de ancianos; la mujer iba en silla de ruedas y mostraba esa mirada incierta de quien está soltando amarras de este mundo. Él, sin duda su marido, tenía una edad parecida, pero se le veía muy capaz y de hecho empujaba la silla con soltura. Ella iba como una reina, algo atónita pero majestuosa, envuelta en un abrigo de pieles y aferrada a su bolso negro de charol, el típico bolso de las abuelas. Me enterneció el cuidado con el que alguien la había arreglado tan bien: el peinado, la bufanda. Imaginé a su marido dándole antes de salir la cartera de charol, ese objeto totalmente inútil para ella a estas alturas, pero al que la mujer se agarraba como un náufrago al único madero, como un explorador a su taza de china, como un niño a su mejor juguete. Seguro que la anciana conservaba en algún rincón de su cabeza el eco de lo que le gustó ese bolso, es decir, el vago recuerdo de lo que ella fue mientras lo usaba. La vida porfía por seguir viviendo incluso en aquellos que ya fueron derrotados.

Hay un precioso documental que nos habla del animal tenaz que nos habita. Se titula Eternos; dura 24 minutos y lo rodó Gonzalo Gurrea hace un par de años, aunque ahora lo acaba de colgar en Internet. Trata del genial estudio que hizo José Antonio Serra, jefe de geriatría del Gregorio Marañón, junto con Alejandro Lucía, catedrático de Fisiología del Ejercicio de la Universidad Europea, y que consistió en coger a 20 ancianos entre los 90 y los 97 años y ponerlos a hacer ejercicio en un gimnasio tres veces a la semana durante dos meses: pesas, aparatos, bicicleta. Parece un disparate, pero fue un éxito. No se lesionó ninguno y todos mejoraron su capacidad motora y su calidad de vida. El documental muestra su entusiasmo, la avidez con la que se aferran a una opción que los rescata de la melancolía nonagenaria, el esfuerzo con el que intentan recuperar algo de lo que un día fueron. Y lo mejor es que la investigación demuestra que uno puede ponerle ciertas trabas a la decadencia, aunque para eso haya que presentarle batalla cada día. La vida es una selva salvaje y peligrosa, un territorio desconocido cada vez más asfixiante, y en nuestra travesía conviene prepararse el té todas las tardes. Espero ser capaz de hacerlo, como lo hace mi admirable vecina.

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