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Columna
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Humanidad o inhumanidad

Manuel Rivas

QUISIERA CREER y de alguna forma creo en los milagros. Y estoy convencido de que algunos, que hoy vemos como leyendas, fueron verdad. Como el que se cuenta de aquel ermitaño irlandés de Glendalough, Kevin, que vivió en el siglo VI, y que tenía la costumbre de permanecer orando toda la Cuaresma con los brazos en cruz, inmóvil, las palmas hacia el cielo en posición de gracias. En las manos anidaron los mirlos y, pasada la Cuaresma, Kevin decidió no moverse hasta que las crías alzaron el vuelo./

Tengo querencia por el milagro animal, así que otro de mis preferidos es el que trata del sermón de san Antonio de Padua a los peces en Rímini. Como los humanos no le prestaban atención, con imaginación ecológica, decidió ampliar su audiencia a toda la creación. Una muchedumbre de peces acudió a escucharlo en la orilla, con la cabeza sobresaliendo del agua. Y seguro que agradecieron una cierta ironía en el santo: “Al sobrevenir el diluvio universal, todos los demás animales murieron. Y el creador os ha dado las aletas para poder ir adonde os agrada”.

Quisiera creer y de alguna forma creo en esa variante del milagro (o de la física cuántica) que se ha dado en llamar causalidad mágica. Un hecho, gesto o frase, a veces con apariencia menor o azarosa, que puede generar grandes consecuencias a distancia. Mucho hiló Borges sobre la casualidad como causalidad. Todavía no sé si en esta categoría incluiría un gol de Messi. Pero un buen ejemplo es el que relata Martin Buber en su cuento El descuido. El emperador austrohúngaro se dispone a firmar un edicto de persecución de los judíos. En un lugar de la Galitzia –región de Europa del Este–, conocedor de lo que se trama en Viena, un rabino vuelca un cuenco de sopa. En ese mismo instante, el emperador vuelca sin querer el tintero sobre la orden firmada. Rompe el papel. Y el edicto queda en suspenso.

Tenía la secreta esperanza de que un milagro frenaría los planes más inmediatos de Trump. Los vetos a los refugiados y a los inmigrantes.

Tenía la secreta esperanza de que un milagro frenaría los planes más inmediatos de Trump. Los vetos a los refugiados y a los inmigrantes. La arquitectura canalla del muro fronterizo con México. La violencia catastral de los nuevos oleoductos, cruzando la reserva siux. ­Preferiría que fuese un milagro tradicional. Una llamada divina. En Trump casi todo resulta inverosímil, pero nadie se extrañaría de que Dios llamase a la Casa Blanca dadas las circunstancias. Pero acabo de ver ese milagro cinematográfico que es Silencio, de Martin Scorsese, y casi puedo entender el silencio de Dios. Lo que resultaría imposible de entender sería el silencio humano frente a Trump. Porque la confrontación que el magnate presidente ha puesto en marcha en las conciencias del mundo no es, como él pretende, si estás o no con Estados Unidos de América, sino si estás con la humanidad o con la inhumanidad.

Intenté por mi cuenta el segundo remedio. La causalidad mágica. Vertí platos de sopa y tinteros con la esperanza, esta vez, de provocar con los derrames que la tinta embadurnase las nuevas cortinas doradas de la Casa Blanca. Algo que desequilibrase, antes de firmar las órdenes, a ese superego digno de estudio en el Instituto Tecnológico de Massachusetts o en el Museo de la Boina de Balmaseda. Algún crítico dijo de Lacan que era un psiquiatra que necesitaba un psiquiatra, Trump es un presidente que necesita con urgencia un presidente.

Quisiera creer y creo en el poder del humor. Trump utiliza ese mecanismo perverso de ensalzar a su público, haciéndoles creer que son mejores que otros. Su industria ha pasado de ser el cemento y el hormigón a la producción de odio y a la fabricación del enemigo. La forma en que ha firmado las primeras órdenes recuerda el modo que mejor caracteriza al gobierno autoritario: el decisionismo. La idea de que los actos del jefe, por ser del jefe, tienen rango de ley. Tal vez sí. Tal vez el humor crítico pueda desactivar su discurso. Si unas palabras lo han llevado al poder, otras pueden desnudarlo. Groucho Marx ya anticipó a un personaje así: “Este hombre puede que parezca idiota y se comporte como un idiota, pero no deje que eso le engañe: realmente es un idiota”.

En lo que más creo es en el poder de la vergüenza. Espero el día en que la verdadera “gran América” se avergüence de un presidente así.

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