Oxígeno para Cataluña
Pese a la efervescencia judicial, Rajoy debe plantear soluciones dialogadas
Con el inicio de los juicios a dirigentes secesionistas por su actuación en la convocatoria del 9-N de 2014 y otros episodios del procés, la cuestión catalana entra en un bucle complicado y peligroso. Complicado porque dificulta aún más el planteamiento de un diálogo político estructurado, única vía para encauzarlo. Peligroso porque cualquier resolución judicial, por elegante, matizada y sofisticada que sea, acaba en un veredicto —inocencia o culpabilidad—, cuyo carácter binario suele ser materia inflamable cuando se procesa e interpreta desde la escena política.
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¿Significa eso que es ineluctable el descrédito o la humillación de los protagonistas, distintos e incluso opuestos entre sí, de este drama?, ¿que es ineludible el incremento de la tensión entre catalanes y entre buena parte de ellos y el conjunto de los españoles?, ¿que el choque de trenes —por más que desigual, siempre siempre dañino para ambos convoyes— está descontado?
No. El escenario pesimista es probable. Pero queremos creer que evitable. ¿Cómo? Encapsulando el bucle de tendencias que conducen al enfrentamiento. Y abriendo junto a él (por desgracia, no es realista el sueño de anularlo) una dinámica positiva de diálogo. ¿Siendo máxima la tensión? No sería el primer caso en la historia en que, mientras se agravan las hostilidades, se habla y se negocia, y con resultados.
Para ello, es indispensable que el Gobierno de Mariano Rajoy dé un golpe de timón a su política catalana. Durante muchos años fue agresiva, se dirigió contra las posiciones —acertadas o erróneas— de una mayoría de catalanes. Luego capotó en la pasividad, externalizando sus costes mediante su exclusivo reenvío al poder judicial. Recientemente, empezó a rectificar, mediante el intento de un diálogo, por el momento tímido e insuficiente.
El Gobierno de España, que lo es también de los catalanes, debe salir al encuentro de lo que a estos y a aquella inquieta, aunque incomode. Seguir hoy en la parálisis implica —dada la textura estratégica del secesionismo, que puede maldecirse, pero existe y persiste— que para proseguir con el discurso exclusivo del mantenimiento (indispensable) de la legalidad, habrá que endurecer posturas, adentrándose en indeseables vías represivas.
Y si estas llegasen a mellar, absorber o recortar la autonomía, la probabilidad de que la inmensa mayoría de los catalanes flanqueasen posturas radicales de las que hoy discrepan, sería elevada. El modelo de la Constitución de 1978, fraguado para organizar la democracia y para incorporar las ansias autonomistas —en primer término, de Cataluña—, se abocaría al fiasco. En ese caso, Rajoy será su primer culpable.
Cierto que la actual efervescencia no es el momento óptimo propicio a una oferta completa y articulada, porque quienes deberían escucharla están ahora en su autodefensa, en el cultivo de un martirologio rentable o en el cálculo preelectoral. Pero puede proponerse un método, un foro de debate creíble, un temario. Para decir en voz alta a los catalanes aún no abducidos por el enfrentamiento y la desobediciencia —todavía parecen constituir la mayoría social—, que son escuchados. Con lealtad.
Quizá España pueda gobernarse sin el entusiasmo de los catalanes. Pero no puede siquiera existir contra Cataluña.
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