Lucy se mira y se cuenta
La obra de 25 creadoras africanas se muestra en el CAAM y Casa África en Las Palmas de Gran Canaria
Lucy es el nombre que los antropólogos occidentales dan, en 1974, al descubrimiento en el desierto de Afar (Etiopía) del homínido más antiguo hasta ese momento de la Historia. Denominado científicamente australopithecus afarensis, cuenta con 3,2 millones de años de antigüedad. Bípeda y de género femenino, Lucy fue considerada la abuela de la Humanidad durante mucho tiempo.
Su nombre está rodeado de toda una leyenda: el antropólogo que dirigía la excavación, Donald Johanson, bautizó a este homínido mujer como Lucy, pues era parte del título de la canción que sonaba, en el momento de su descubrimiento, en la radio que tenían en su campamento. Esa canción resultó ser Lucy in the sky with diamonds, de Los Beatles.
Orlando Britto Jinorio (Las Palmas de Gran Canaria, 1963) no se cansa de contar y recontar esta historia, origen de un proyecto que arrancó en su cabeza hace ya 11 años y que estos días se expone entre el Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM) y Casa África, en Las Palmas de Gran Canaria, con el título de El iris de Lucy. “Este hecho, aparentemente anecdótico, tiene una enorme relevancia”, señala Britto, que además de comisario del proyecto es el director actual del CAAM. “Es un ejemplo más del sistema de pensamiento occidental, de su carácter dominante y excluyente, de un sistema autoreferencial, incapaz de ver el mundo más allá de su eurocentrismo, incapaz de ponerse en el lugar del espacio que visita o en el lugar del otro”.
El iris de Lucy adopta la mirada de las creadoras africanas contemporáneas, girando alrededor del eje que es Lucy y de su apropiación por parte de un continente que se ha acostumbrado a ser nombrado, interpretado y explicado por otros. Exactamente igual que sucede con las mujeres. África y mujer, realidades tradicionalmente invisibles y alienadas, recuperan sus voces en esta muestra que se desarrolla en todos los formatos posibles, desde videoinstalación, performance e instalación a fotografía, pintura y escultura.
Este proyecto expositivo llega a la capital grancanaria tras su exhibición en 2016 en el MUSAC de León y en el Museo Departamental de Arte Contemporáneo de Rochechuart, Francia.
Invisibilidad y silencio
La identidad vertebra esta exposición, profundamente política y arriesgada: el conflicto entre la manera en que nos ven y cómo nos vemos y construimos nosotros. Nosotras, en este caso. Destaca la mirada de las artistas árabes de la muestra, fijada sobre el papel de la mujer en sus sociedades, en contextos represivos y asfixiantes en muchos casos, en los que se les exige pasar inadvertidas, sumisión, silencio.
La marroquí Saafa Erruas (Tetuán, 1976) presenta su instalación Invisibles en la primera planta del CAAM: una delicada arquitectura de estructura metálica e hilos de algodón para sustentar una miríada de miniaturas fotográficas de ojos femeninos que nos observan desde una nebulosa en la que las mujeres no están presentes más que por la mirada.
Erruas aprovechó la ocasión de presentar su obra, poética y sutil, para explicar que sus inquietudes artísticas le han llevado a emprender un trabajo comunitario con mujeres en entornos rurales del Atlas. Un proceso que la transportó a un pequeño pueblo bereber entre las montañas, donde paseó con ellas por el bosque, las estimuló a recoger elementos naturales sobre los que trabajarían, blanqueándolos, purificándolos y modificándolos con habilidades propias como la costura, y las animó a devolverlos al medio natural y fotografiarlos. Un proyecto con mujeres analfabetas, sin contacto previo con el arte, que les descubrió nuevas sensibilidades, una sororidad reforzada y una forma diferente de relacionarse con el entorno físico y social.
Su compatriota Fatima Mazmouz (1974) reivindica su propia figura preñadísima, recortada en diferentes tipos de tela de tapizar y bautizada como Super Oum (super madre). Una superheroína a la que llegó tras un largo trabajo conceptual y una evolución, desde una serie de caftanes abiertos por el vientre en los que se combinaba la moda y la vida, representada por las tripas enormes, “monstruosas”, de mujeres embarazadas.
"Soy autodidacta", explicó sencillamente Mazmouz, antes de narrar cómo la práctica artística llegó de manera tardía a su vida, como manera de comprender la colonización y responder a sus propios interrogantes sobre la identidad. "Comencé a trabajar con marionetas antes de empezar a trabajar con mi propio cuerpo", dijo. Desde el aborto y la ruptura, llegó a la relación entre naturaleza y cultura, a los estereotipos femeninos en el imaginario colectivo, a las siluetas en paño que salen de lo íntimo para entrar en lo político, a una Super Oum que se pasea por su casa en lencería negra y botas de cuero, con un pasamontañas tapándole la cara, como la fantasía desquiciada de un fetichista enloquecido.
25 Lucys
Las artistas que participan en el proyecto El iris de Lucy son: Jane Alexander, Ghada Amer, Berry Bickle, Zoulikha Bouabdellah, Loulou Cherinet, Teresa Correa, Safaa Erruas, Pélagie Gbaguidi, Amal Kenawy, Kapwani Kiwanga, Nicène Kossentini, Michèle Magema, Mwangi Hutter, Fatima Mazmouz, Julie Mehretu, Myriam Mihindou, Aida Muluneh, Wangechi Mutu, Otobong Nkanga, Yapci Ramos, Tracey Rose, Berni Searle, Sue Williamson, Billie Zangewa y Amina Zoubir.
Super Oum es resistencia en un contexto en el que Fatima Mazmouz cuestiona el concepto "obsoleto" de Madre Patria y defiende identidades complejas e híbridas, dinamitando las bases de lo monolítico, de las categorías y de lo compartimentado. Cuando Super Oum aparece, se unen creación y procreación.
La argelina Amina Zoubir (1983) muestra obras como el rostro de la mítica reina bereber Kahina o su propio retrato, a la manera del Cristo de Dalí, suspendida en el abismo, desnuda, entre útiles domésticos y de bricolaje. "El cuerpo de la mujer en mi cultura está vedado, escondido. Con el arte salimos del cuerpo y formamos parte de una experiencia colectiva", precisó Zoubir, antes de describir el espacio público en el que creció y donde imperan la violencia política y social.
Amina Zoubir habló de saber de dónde viene el cuerpo, de compartir experiencias y de convertirlo en un símbolo universal a través del arte y la sensibilidad propia. Disertó sobre espiritualidad y política. "La relación con los hombres [en la sociedad argelina] es una relación que se da en espacios separados, a la manera del apartheid", dijo. Sus acciones performativas en mercados y cafés tienen la vocación declarada de ponerse en lugar del otro y ver así lo que normalmente no vemos y el otro sí ve.
Zoulikha Bouabdellah (Moscú, 1977) expone una instalación de carácter simbólico, en la que alinea zapatos de tacón dorados y alfombras de oración. "Quise combinar los espacios sagrado y no sagrado y ver los límites entre ambos", apuntó, precisando que habla de espacios definidos por los hombres y que a las mujeres les vienen dados, de tal forma que deben arreglárselas sin poder ejercer el control sobre sus propios cuerpos ni sobre la realidad -tanto privada como pública- por la que transitan.
La obra de Bouabdellah está cargada de simbolismo, de feminismo y de política. Homenajea a Louise Bourgeois con una araña en la que se conjugan diferentes estilos arquitectónicos representativos de diferentes culturas y se embarca en una fascinante charla visual con la palabra silencio. "Cuando dices silencio, estás hablando, es una especie de contradicción", señala. Dibuja, en laca de uñas roja como la sangre, el cuerpo derramado y simple de una mujer visitada por el demonio o el deseo. "La mujer no puede ser pura, inocente. Hay algo malo siempre", lanza.
Cuerpos
Otras posibles impurezas se presentan en esta exposición a través de agujas y vidrios machucados que atraviesan medias y otras formas de violencia contra representaciones simbólicas de lo femenino. Myriam Mihindou (Libreville, 1964) volvió a pasear su figura espiritual, en permanente ascensión, por las salas expositivas de Casa África y el CAAM. Esta vez, para rendir homenaje a los cuerpos heridos de las prostitutas. "Cuerpos valientes de niñas, madres, mujeres mayores", enumeró, emocionada. Myriam recordó que el comercio del cuerpo para vivir llega habitualmente emparejado con situaciones familiares complejas que empujan a elecciones duras, con falta de acceso a estudios, con una sociedad injusta. "No hay que ignorar la existencia de una minoría fragilizada", advirtió la artista.
La herida ambulante
La intención de la congoleña Michèle Magema (Kinshasa, 1977) es buscar historias de personas, a veces anónimas, y unirlas a la gran historia a través de sus vídeos, instalaciones y performances. En su obra -críptica e hipnótica- mezcla metáfora, mitología, sincretismo, política, mirada femenina, maternidad, temporalidad y espacio. Su interés se centra en las fronteras: le obsesiona el territorio. "La gente no puede apropiarse del territorio por intereses economicos", lamenta, en referencia al caso concreto de su país. Comparte inquietud con otras compañeras de proyecto, como la nigeriana Otobong Nkanga. También con Pélagie Gbaguidi, que realizó un mural con performance en el que intentaba sanar -sin éxito- a su continente de la predación y la agresión constantes. Los minerales de sangre, el conflicto y el colonialismo también subyacen en la mirada de Lucy.
Ingrid Mwangi y Robert Hutter son pareja artística y sentimental y plantearon el entendimiento a través del arte: una alternativa para crear un terreno común frente a los problemas y conflictos que nacen de las diferencias. "Queremos diagnosticar los problemas humanos y crear para el futuro, para nuestros hijos", explicaron al alimón, prendidas las manos bajo la mesa. Robert, único hombre en la exposición junto con el comisario y auténtica "diva" del grupo, según Mwangi, es además extranjero. O africano de adopción. El tándem muestra una videoinstalación dividida en tres planos diferentes con el mismo decorado y diferentes acciones desarrollándose en ellos.
En el centro, gravita una cama: "algo básico en la actividad humana, muchas cosas emocionantes pasan en la cama". En ella, Ingrid acuna a Robert, ambos desnudos o se despliega un jardín mágico sobre sus pieles. Mwangi y Hutter hablan de ir hacia el otro, de trabajar con un material duro, con temas difíciles, y de sanar de manera poética. De una rebelión inicial que ha mudado en una obra más calmada, liberadora. "Todas las personas están fundamentalmente conectadas", concluyeron.
Pélagie Gbaguidi (Dakar, 1965) también acarrea su propio hatillo imaginario de heridas y luz. Habló de sí misma como una griot, más que una artista visual, y centró su disquisición sobre su obra, en el marco de la presentación de El iris de Lucy, en la historia de trauma y violencia de los negros a lo largo de los siglos. Gbaguidi planteó una reflexión sobre arte e historia de un colectivo, propuso limpiar iconografía tóxica con esponjas mojadas y voluntad y planteó el drama de la predación de los recursos naturales africanos. Optimista, a pesar de repetir la palabra "trauma" y trabajar con un material pesado y doloroso, Pélagie Gbaguidi gritó el nombre de Nelson Mandela como tributo a su legado. "Hay una desertificación del planeta y también de las relaciones entre personas. La naturaleza es más resiliente que nosotros y tenemos que aprender de ella", señaló.
Concluyó contando que tuvo una revelación en noviembre pasado en Johannesburgo, precisamente en la Cuna de la Humanidad: "África es la tierra de asilo de todos".
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