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Perfil

Carolina Herrera, la emperatriz de Manhattan

Carolina Herrera en su estudio, recientemente.
Carolina Herrera en su estudio, recientemente.Fernando Sancho
Jesús Rodríguez

UNO SE TOPA con “la señora” de espaldas, a contraluz, en mitad del salón bañado por el sol de mediodía de su estudio de la Séptima Avenida, y se le ocurre que podría ser una maestra de danza, con esa silueta menuda, erguida y hierática; la melena corta; la cabeza alta; las manos (desnudas y masculinas), reposando en las caderas; un atuendo estricto, de un minimalismo militar, y un armonioso balanceo al andar, desenvuelto y cimbreante, a bordo de sus tacones de ocho centímetros. Se mueve como si estuviera entrando en el restaurante más cool del Uptown. Dicen en el mundo de la moda que nadie lo hace como ella.

“Soy una malísima cocinera que no sabe ni hervir agua. Fui educada para ser la señora de su hogar, Dirigir bien al servicio y tener muchos hijos”.

Su voz es autoritaria, profunda y teatral, con un ligero deje venezolano. Su sentido del humor, refinado e irreverente. Como sus trajes de noche. “Pero siempre con buen gusto, no se confunda”. Podría ser un personaje de Scott Fitzgerald. Una Zelda en sus cabales. Tiene ojos negros de latina y cutis de adolescente. Solo hace una concesión a la frivolidad con su lápiz de labios rojo ferrari, como el retrato que le hizo Andy Warhol y que cubre una pared de su despacho, rodeado por una gran terraza con cantos rodados y macizos de boj y repleto de libros de amigos desaparecidos (Dalí, Diana Vreeland, Gore Vidal) y viejas fotografías. Entre ellas, en la que posó en blanco y negro para el maldito Robert Mapplethorpe, al que conoció en Mustique, en el Caribe, en el entorno de la princesa Margarita (hermana de la reina de Inglaterra), Mick Jagger y el dueño de la isla desde 1958, lord Glenconner. “Bob Mapplethorpe era guapo, encantador y muy educado. Coincidimos en un vuelo privado y nos caímos muy bien. Era muy talentoso; rompedor. Me rogó que posara para él. Era pobre. No tenía ni asistente. Mi marido le ayudó con las luces. Murió muy joven. Como Halston [el gran modista americano] y Steve Rubell [el dueño de la discoteca Studio 54, donde se mezclaban lo más salvaje y lo más chic de Manhattan]. Los ochenta fueron bellos y terribles”.

Carolina Herrera, el pasado 5 de diciembre en su estudio de la Séptima Avenida.

–¿Cómo se llevaba con esa gente tan diferente a usted?

–Éramos amiguísimos. Y luego cada uno llevaba la vida que quería. ¡Qué aburrimiento si tus amigos son todos iguales! Lo que no aguanto es la envidia y el cotilleo. Lo odio y lo odio. Que cada uno viva como le dé la gana.

No es fácil entrevistarla. No es solo una vertiginosa agenda que la mantiene continuamente en danza, es su legendaria impaciencia. Le cuesta centrarse. Pierde el móvil, recuerda y olvida anécdotas, salta de la niñez a la madurez; tiene alergia a entrar en la letra pequeña de su vida. Se zafa. Es una tímida proyectada al estrellato sin que aún se explique cómo y por qué. “Soy una persona normal que juega con sus nietos y pasea rápido por Central Park para que le lata fuerte el corazón. No me paso el día en un avión, ni de fiesta, ni llevo siempre blusas blancas y jamás tomo champán. Prefiero tequila. En casa soy una malísima cocinera que no sabe ni hervir agua, pero la dirijo muy bien. Fui educada para ser la señora de su hogar, dirigir al servicio y tener muchos hijos…”.

Antes de ser diseñadora de moda ya era un icono de estilo. En la imagen, junto a Bianca Jagger en la discoteca Studio 54 en 1979.

Es la última exponente de un mundo en extinción, pero resulta entrañable tras su gélida envoltura de alta sociedad. Puede ser dura, lo reconoce, pero jamás levanta la voz. “No es que sea dura…, es que no me rindo. La moda es un mundo lleno de egolatrías donde no puedes ceder. Te comen. Pero nunca he dado un grito. Yo trato esta compañía como si fuera mi familia. Y consigues más diciendo a uno de tus empleados: ‘No te preocupes, vamos a hacerlo juntos’, que si vas humillando. Aunque tengo la última palabra. Cada prenda que sale de este taller tiene que gustarme a mí. Hago una moda que me agrada para que las mujeres luzcan femeninas, sofisticadas, elegantes, refinadas y con glamour. No trabajo en la industria de la moda; trabajo en la industria de la belleza: Chanel decía que la moda pasa y el estilo se queda. Hay casas que solo piensan en cambiar cada temporada; aunque no tenga sentido. Y yo les pregunto: ‘¿Hacia dónde y para qué?”.

–¿Y qué le contestan?

–Para hacer que las mujeres parezcan más jóvenes. Y no se dan cuenta de que el primer signo de vejez es intentar parecer más joven. Lo que te pones debe ir con tu edad. El primer complemento de belleza de una mujer tendría que ser un espejo de cuerpo entero para que vea qué le queda bien. Yo sé qué me queda bien. Y prefiero pasar por vieja que por ridícula.

–¿Cuál es el objetivo de sus diseños?

–Mujeres bellas, seguras y modernas. No creo que haya ninguna que quiera ser admirada porque la visten como un payaso semidesnudo, como hacen ciertos diseñadores. Las mujeres para las que trabajo quieren ser admiradas por estar lindas, no por ser adefesios.

“el primer complemento de una mujer es un espejo de cuerpo entero para que vea qué le queda bien. Prefiero pasar por vieja que por ridícula”.

–¿Y otros por qué hacen adefesios?

–Para llamar la atención de la prensa y las redes sociales, que lo rigen todo. ¿Y cómo se hace para que la prensa te siga prestando atención? Algunos piensan que hay que hacer algo loco tenga o no tenga sentido. Algunos diseñadores humillan a las mujeres para conseguir el éxito.

Circula con decisión por el estudio con la barbilla alta, la mirada perdida y una mueca severa, contraída, como un mariscal pasando revista a las lánguidas modelos púberes que desfilan en privado con su colección pre fall 2017 para críticos y compradores distinguidos. Alisa una pechera, palpa un dobladillo, revisa un ojal, observa la caída de una falda de noche de un terciopelo tan ligero y fluido como la seda. Sus estampados favorecen y son eternos. Se realizan en el taller, en el piso 16º, una planta debajo de este estudio, donde están clasificados por colecciones. Esta temporada se inspiran en la paleta de colores de Tamara de Lempicka. “En esta casa cada prenda tiene que estar bien terminada. Tiene que ser impecable hacia fuera y perfecta por dentro. Es nuestra seña de identidad. Lo aprendí de mi madre y mi suegra, a las que vestían Dior, Balenciaga y Lanvin”.

Siempre encabezó la lista de las mujeres mejor vestidas, con Paloma Picasso., y era amiga de Steve Rubell, dueño de Studio 54. / CORBIS Y GETTY

Cuando unas horas más tarde uno intenta constatar esa afirmación sobre la perfección de sus prendas husmeando entre los vestidos de su boutique de la Avenida Madison, esquina con la 75 (un espacio que antes albergó el estudio de Givenchy y está a 15 minutos del elegante palacete victoriano de la diseñadora), piezas de prêt-à-porter con ecos de alta costura que cuestan entre 2.000 y 10.000 euros, no tiene más remedio que rendirse: están confeccionadas con un primor conventual y, al tiempo, aderezadas con un estilo genuinamente neoyorquino. Sus modelos son básicos muy elaborados, cómodos, destinados a una mujer activa, a la que aportan confianza, y con una extrema atención a los complementos. A ese estilo americano, que comparte con los diseñadores de su generación (Calvin Klein o Donna Karan) y de la siguiente (Marc Jacobs, Vera Wang o Tom Ford), ella añade un punto de sofisticación atemporal. Sus prendas caen bien. Sabe cómo conseguirlo. Veinte años antes de convertirse en diseñadora ya era un icono de estilo.

Tiene el récord de haber vestido a más moradoras de la casa blanca que ningún otro diseñador, desde Nancy reagan a Michelle Obama.

Se llama Carolina Herrera, acaba de cumplir 78 años y es la diseñadora más famosa del planeta. Su nombre factura (según The New York Times, porque ella dice no saberlo) más de 1.000 millones de euros, entre su línea top (Carolina Herrera New York, con tiendas propias y puntos de venta solo en EE UU), una segunda cadena más asequible (CH, con más de 150 locales en todo el mundo), que incluye hombre, mujer y complementos; una treintena de establecimientos de su potente división de novias y, sobre todo, su poderosa gama de perfumes, creados y comercializados desde 1988 por Puig, y que se distribuyen a través de 25.000 espacios en los cinco continentes.

Carolina Herrera, junto al retrato que le realizó su amigo Andy Warhol (se lo pagó con un bolso-joya) y que preside su despacho.

Una proeza para alguien que llegó a la moda por casualidad. Hace 35 años. Acababa de cumplir 42. Tenía en su biografía una infancia dorada entre la oligarquía militar, terrateniente y petrolífera caraqueña; un primer matrimonio infeliz; un divorcio escandaloso; un segundo marido, Reinaldo Herrera (un aristócrata y periodista venezolano culto y seductor, que había sido amante de la primera mujer de Onassis, y amigo de los Rothschild, los Agnelli y varias familias reales); cuatro hijas y un nieto. De la noche a la mañana se convirtió en diseñadora. No había pasado por ninguna escuela. Se había casado con 18 años. “Pero tenía ojo e instinto. Y en este negocio eso es más importante que saber cortar o pegar un botón. Yo tengo las ideas y detrás hay un equipo que procede de las grandes casas. Les explico lo que quiero; les digo cómo quiero las mangas y los hombros, el largo de la falda, la cintura, la mezcla de colores. Hay que tener sentido de la proporción, del color, de las formas. Y eso no se aprende. Se tiene. La moda es para agradar al ojo. Y yo tengo ojo. Sé lo que sienta bien. Veo estudiantes que se han graduado en las grandes escuelas y no llegan a nada porque son demasiado técnicos. No transmiten. No tienen imaginación. La moda es un sueño que se tiene que convertir en realidad. En la vida hay que dejar espacio a la fantasía”.

“Me educaron para estar en mi casa. Y estuve conforme con esa existencia hasta que con 42 años pegué la espantá, como los toreros. En mi vida solo había trabajado seis meses, como relaciones públicas del modista Emilio Pucci en Caracas. De pronto me entró la necesidad de hacer algo en la moda; era algo que tenía dentro, como larvado, dormido, y aquí, en Nueva York, me abrieron las puertas para desarrollarlo. Y aquí nos vinimos a vivir. Los estadounidenses son gente muy generosa. Si tienes talento, te abren las puertas”.

Con Marla, la segunda esposa de Trump.

–¿No era un capricho de señora desocupada?

–Eso pensaban. Decían que me iba a aburrir. Y llevo 35 años. Y en esto tienes que echarle 12 horas diarias. Es un trabajo durísimo. A mí me animó Diana Vreeland [la legendaria editora de Harper’s Bazaar y Vogue]; fue mi mentora. En 1980 le dije que quería hacer estampados para telas. Y me contestó: “¡Qué aburrimiento! Déjate de tonterías. ¿Por qué no haces una colección de moda?”. Ahí me entró el gusanillo. La suerte fue que mi marido me apoyó. Me repetía: “Lo puedes hacer y lo tienes que hacer”. Tuve suerte con Reinaldo, porque si tu pareja te machaca, no consigues nada; no levantas el vuelo.

–¿No fue un antojo que le ha salido bien?

–Ya le he dicho que no. Antes de la primera colección, que la presentamos en abril de 1981 en el elegante Metropolitan Club (en la calle 60 Este, junto a Central Park), ya había una compañía constituida. Necesitas tener una base industrial y de distribución. Yo no salí a desfilar en 1981 sin tener establecida una empresa. Lo vi muy claro. Y lo hice con mi primer partner, Armando de Armas, que era un editor venezolano, al 50%.

Aquella primera colección de Carolina Herrera fue un bombazo social, con Warhol y Bianca Jagger en la front row e Iman sobre la pasarela, aunque cosechó malas críticas en la prensa especializada. Se vendió bien. Pronto ocupó los estantes de Neiman Marcus, Saks y Bergdorf Goodman y, sobre todo, el escaparate de Martha’s, la boutique más sofisticada de Park Avenue. Los grandes prescriptores de la diseñadora novata serían sus distinguidos clientes, empezando por su vecina Jacqueline Kennedy, a la que vestiría y reinventaría hasta su muerte, en 1994. “Soy una diseñadora estadounidense, siempre he trabajado en Estados Unidos. Me encanta Caracas, me encanta Venezuela, pero qué le voy a hacer, siempre he trabajado aquí. Soy una diseñadora estadounidense”. Durante 35 años lo ha demostrado prestando lo mejor de sus creaciones al crisol de estrellas de Hollywood, ya fueran latinas (Penélope Cruz), wasp (Renée Zellweger o Taylor Swift), afroamericanas (Lupita Nyong’o) o de origen asiático (Lucy Liu).

Modelos de su colección pre fall 2017 y vestido de noche.

Dentro del eclecticismo y pragmatismo que ha marcado su carrera, Carolina Herrera tiene también el récord de haber vestido a más moradoras de la Casa Blanca que ningún otro diseñador de la historia. Después de Jackie K. O., pasarían por su estudio de la Séptima Avenida Nancy Reagan, Hillary Clinton, Laura Bush y Michelle Obama, que se despidió de la presidencia con un modelo de Carolina Herrera en la portada de Vogue. La señora nunca tuvo prejuicios de si eran demócratas o republicanas. Incluso vistió a la primera y a la segunda esposa del presidente electo Donald Trump (Ivana y Marla), y hoy afirma que “sería un gran honor hacerlo con la nueva primera dama, Melania Trump”, algo a lo que se han negado otros dos grandes modistas americanos, Tom Ford y Marc Jacobs.

En 1988 Carolina daba el mayor salto de su carrera firmando un acuerdo con Puig, la multinacional española de la perfumería y la moda creada en 1914 y una de las seis más importantes del mundo, para realizar un perfume que le iba a dar máxima proyección mundial y tras el que llegarían una veintena más de fragancias. En 1995, Puig aún iba más lejos en su apuesta por Herrera, al hacerse con el total de acciones de su casa de moda (Carolina Herrera New York, el reactor nuclear de todo el negocio). Puig tenía el músculo financiero necesario para producir y distribuir su trabajo por todo el mundo, contar con el marketing y la gestión adecuados y seguir creciendo. En 2000, mediante la alianza de la empresa catalana con Lonia, la compañía textil de los hermanos Domínguez, nacía una segunda marca (CH) con un aura de lujo a precios razonables. Y en 2010, la multinacional italiana De Rigo (una de las tres más poderosas del sector) conseguía la licencia para producir sus gafas, un negocio hoy enormemente rentable para las firmas de moda.

En 2004 junto a su marido, Reinaldo Herrera, en una fiesta en la Frick Collection, y en un retrato de los setenta.

La señora se apea de su Mercedes vestida de largo y de negro con lunares blancos en la entrada del Lincoln Center en una terrible noche de lluvia y atascos. Los flases se reflejan en sus pendientes de perlas. Aguardan unos centenares de solícitos invitados vestidos de etiqueta peleándose por el champán. Hay actrices, it girls, modelos, aristócratas y millonarios con apellidos latinos y centroeuropeos. Va a recibir el prestigioso Women’s Leadership Award por sus 35 años en la brecha. Un aniversario que también ha celebrado con la publicación de un libro de lujo y fotografía. Parece más menuda y con el perfil más afilado que el día anterior. Está nerviosa tras su máscara de anfitriona. “No nací para ser una persona pública. Me educaron para ser privada. No me gusta ser la protagonista. Pero qué remedio…”, cuchichea. Tiene 78 años y niega cualquier posibilidad de retirada. Ni hablar de sucesión. Ella es Carolina Herrera. “Y no voy a dar ni un paso atrás”. Aunque a su lado uno piensa que quizá sea una carga demasiado pesada para esos frágiles hombros de patricia. Ella no se arredra. Sonríe a todos. Lanza un breve discurso de agradecimiento que concluye con un vibrante God Bless America! Cuando todo termina, me comenta: “¿Le ha gustado? He hablado poquitico porque la gente se aburre y no es cuestión de amargarles la noche y menos antes de cenar”. Echa la cabeza para atrás y se ríe con ganas. Es la emperatriz de Manhattan.

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Sobre la firma

Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

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