Año nuevo, vida nueva
LAS REFERENCIAS clásicas se pierden: pocos relacionarán el título de esta columna con aquel libro de Dante Alighieri que convirtió a Beatrice en una de las mujeres mejor cantadas del último milenio, y al toscano en un idioma que con el tiempo llamarían italiano. Muchos –yo, sin ir más lejos– pensaremos más bien en la frase pavota: “Año nuevo, vida nueva”. Y algunos nos reiremos.
Empieza uno de esos ciclos perfectamente ilusorios que antaño acordamos llamar años, así que en estos días celebramos una de nuestras supersticiones más tozudas: que el 31 algo se acabó y ahora empezará otra cosa. Pensándolo un momento nadie diría que lo cree; sin pensarlo, todos lo creemos. Así son las creencias: por no pensar, por aceptar lo que le cuentan, uno sigue conductas que le harían gracia si las examinara.
El resultado, en cualquier caso, es simpático, medio salvaje, primitivo. Cada fin de año volvemos al tiempo de aquellos hombres que, a fuerza de ver que el sol y la luna y las estaciones se iban y volvían, imaginaban que el tiempo era una rueda que giraba y giraba para llegar siempre al mismo sitio: el ciclo empezaba y sólo terminaba para volver a empezar, otra y otra vez, siempre igual a sí mismo, siempre ligeramente diferente. Era un alivio.
Y era una idea posible. A lo largo del tiempo, distintas culturas imaginaron el tiempo de formas muy distintas. Pero la globalización occidental también llegó a la temporalidad. Ahora sólo sabemos pensar un tiempo que “avanza”, progresivo y lineal, hacia el futuro, y nunca vuelve. (Para compensar este despojo, el futuro se prometía globalmente mejor que el pasado: lo llamaron progreso. Tantos creyeron tanto en él que ahora, lógicamente, muchos descreen: que esas mejoras trajeron desastres, dicen, que la técnica ha devastado la Tierra, y es cierto. Pero hay datos indudables: vivimos el doble que hace mil años, por ejemplo, nos curamos las muelas, leemos y escribimos).
El tiempo de la modernidad se quedó con el mundo; ya no sabemos imaginar ningún otro. Salvo, faltaba más, esta semana: cada fin de año volvemos a actuar aquella idea del eterno retorno, y repetimos palabras, muecas, despedidas de ese tiempo “que termina”, esperanzas para el “que está por empezar”.
Un mito nunca es gran cosa sin sus ritos: lo bueno es que resulta tan fácil entregarse a ellos. La vida suele ser sucesión de rituales, pero estos días se nota más: el protocolo es más preciso. Todo está guionado con esmero: es cómodo. El ritual hace, deshace, habla por nosotros, y nosotros gozosamente nos dejamos: son esos momentos en que lo que hacemos no necesita ninguna reflexión, porque está avalado por la seguridad de que, durante siglos, millones y millones han hecho lo mismo. Y así, nos hundimos en los lugares comunes tan orondos, con esa sonrisita de paz y amor y compras.
Es una opción. Dicen que la revolución pasó de moda, los rencores se arman y disparan, para el reino de los cielos falta mucho, Trump acecha y en algo hay que creer. Así que durante estos días entre paréntesis nos llenamos de buenas intenciones e imaginamos que, por pura magia calendaria, vamos a ser distintos. La autoficción, esta semana, se llama Vida Nueva. El Dante, en el octavo círculo, se ríe a carcajadas.
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