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Perfil

James Rhodes, diario de campaña

El pianista y escritor James Rhodes, en un receso en uno de los hoteles donde hizo recientemente parada durante su gira musical por España.
James Rhodes

El pianista y escritor narra sus viajes por España. Con ‘Instrumental’, su autobiografía, cambió la vida de muchos lectores. Tras publicar su segundo libro, reflexiona sobre sus miedos y obsesiones.

San Sebastián, 5 de mayo – 20.00

ES LA PRIMERA vez que visito España por trabajo. Fumo un cigarro para calmarme. Es lo que hago continuamente, así que esto sería normal si no fuera porque fumo en la puerta de una iglesia de San Sebastián absolutamente impresionante. No tan habitual. Minutos después de dar un concierto aquí, con las notas flotando en el aire una eternidad, sabiendo que hasta Dios ha estado escuchando atentamente. Esto no me había pasado jamás./

Pero lo verdaderamente inaudito es lo que acabo de ver justo después de encenderme el pitillo. Entre las volutas del humo, una enorme cola recorre el claustro: algunas personas con lágrimas en los ojos, otras de sonrisa enorme, muchas, con mi libro autobiográfico, Instrumental, en las manos. Toda esta gente ha venido por mí. Por lo que he pasado. Por lo que he dicho. Por lo que he escrito. Por la música que acabo de tocar. Me saludan con bondad, empatía y algo que tiene toda la pinta de ser respeto.

El pianista y escritor James Rhodes, en un receso en uno de los hoteles donde hizo recientemente parada durante su gira musical por España.Albert Jodar

Barcelona, 6 de mayo – 10.30

En Barcelona me han invitado a un programa de radio para hablar de Instrumental. Jordi Basté es uno de los periodistas más importantes de Cataluña. Esther, una mujer de una valentía tremenda y a la que violaron repetidamente de niña, se ha puesto en contacto con su productor: ha leído mi libro y parece que la ha ayudado. Me impresiona haber contado algo que sigue siendo tan vergonzoso y peliagudo, y recibir tantos mensajes de apoyo y, sobre todo, de identificación. No solo por parte de supervivientes de abusos, sino también de sus amigos y familiares, personas que ahora pueden mirar a su sobrino, sobrina, examante o (que Dios los ayude) hijo y quizá entenderlos un poco mejor. Como a Esther, tan valiente, que se ha abierto en canal para nosotros. En la radio. Ante tantísima gente. Jordi queda tan embelesado por ella y por la conversación que nos comemos el espacio de las noticias y del tráfico; la entrevista acaba durando 45 minutos en vez de los 15 previstos. Entonces, de forma asombrosa, cuando recordamos que en España los abusos infantiles prescriben, Jordi le pide al productor, ahí mismo y en directo, que se cerciore de que a los políticos en campaña que van a acudir al programa la semana siguiente [el pasado 26 de junio se celebraron elecciones generales en España] se les pregunte por qué sucede esto, y qué van a hacer para cambiarlo. Supongo que siente, como me pasa a mí, que aquellos que sufren estos episodios deben vivir para siempre con la condena que estos conllevan, y que por tanto quienes los perpetran no deberían quedar impunes únicamente porque haya pasado el tiempo.

Conocer a Esther no hace más que confirmar una cosa: aunque encontré muchas excusas para no hablar de mi pasado, no existen motivos válidos para ello. Solo al hablar conseguimos arrojar luz sobre cosas que deben ser iluminadas.

Escenas del pianista y escritor James Rhodes, tomadas en la casa de su editor en España. Albert Jodar

Si soy del todo sincero, esto es lo contrario de lo que esperaba que sucediera. Durante un montón de años me habían dicho que me callase. Y cuando mi autobiografía se publicó en Inglaterra hubo un proceso judicial de 18 meses, que costó dos millones de euros, para lograr que permitieran su publicación. Afirmaron que era demasiado tóxico para que pudiera leerse. He estado luchando tanto tiempo solo para hablar de mi pasado, he sentido una vergüenza tan tremenda, tanto miedo, tanto pavor al plantearme la posibilidad de que al hablar no se me escuchase, que este programa de radio y la reacción de la gente en antena me han dejado completamente anonadado. Cada vez me parece más posible que, en vez de que sucedan cosas horribles si me expreso sin tapujos (algo que siempre he temido), cabe la posibilidad de que hacerlo tenga resultados positivos. Esto me produce una profunda alegría.

Madrid, 7 de mayo – 23.00

Estoy en un restaurante bullicioso, rodeado de gente que he conocido aquí, durante mi charla en el festival Primera Persona que se ha celebrado en La Casa Encendida. A esta hora suelo estar durmiendo, pero Madrid parece que acaba de despertar. Aquí y ahora no me siento excluido, sino incluido; este sentimiento desconocido se apodera de mí sin que me dé cuenta, aunque sigo con la sensación de ser el chico que se esconde en una esquina en la discoteca del instituto, con demasiada vergüenza para hablar con la gente. Pero ellos me preguntan, se interesan, piden más tapas. Y yo me abro.

Nos contamos muchas historias y comemos toda la carne y volvemos al hotel dando un paseo por Madrid. Me da la impresión de estar avanzando por un campus universitario lleno de amigos. Una sensación de comunidad, de simpatía y de naturalidad absoluta y relajada se apodera de mí, y resulta contagiosa. Por quincuagésima séptima vez me recuerdo que tengo que consultar los precios de las casas en España y me planteo seriamente instalarme aquí. El desastre vergonzoso del Brexit me ha brindado aún más razones para dar el salto. Duermo bien por primera vez desde hace semanas.

Redactando este diario.Albert Jodar

Madrid, 27 de agosto – 7.00

En Madrid hace un calor infernal. Incluso tan temprano, las sábanas se me pegan y la piel me huele a sudor rancio. No debería estar aquí. La propuesta me llegó hace semanas y la rechacé, pero no dejaron de llamar ni de insistir; mi mánager, mis promotores y todo el mundo se empeñaron en que esto era muy importante (como si hubiera algún concierto que no lo fuese) y en que tenía que acceder. Y eso hice. Porque soy débil y qué pasa si tienen razón y quién soy yo para rechazar las cosas y me hace falta el dinero y a lo mejor, ahora que me voy a divorciar, conozco a alguna chica guapa y la sala es increíble y los españoles son la hostia de simpáticos y me sé las piezas y por qué no y a lo mejor acaba siendo muy divertido, nunca se sabe.

Ahora estoy aquí: mi cabeza obsesiva me la está volviendo a jugar y no puedo evitar pensar que ya no tengo autonomía. Que Denis, mi mánager, me da la razón sin rechistar porque sabe perfectamente que después me puede convencer para que haga lo que a él le dé la gana. Un día me comentó que me entendía si no quería dar el concierto de hoy; no hay presión; te apoyaré en todo lo que decidas. Al día siguiente me volvió a llamar: es importante; deberías hacerlo; no nos conviene rechazarlo; tú mismo; tú.

Evidentemente, acabé accediendo. Y, tal como temía, ahora empiezo a lamentarlo. Porque estoy en la ciudad más calurosa del mundo, joder, y me quedan 14 horas (uf, empiezo a las nueve de la noche) para dar un concierto en el que voy a interpretar unas piezas que no me siento preparado para tocar, me duele todo y, como he hecho tantas veces en mi vida, me entran ganas de huir.

Escenas del pianista y escritor James Rhodes, tomadas en la casa de su editor en España. Albert Jodar

Madrid, 27 de agosto – 11.30

Salgo del hotel y voy paseando a la cafetería más cercana. Pido un café y un cruasán. El camarero pasa de mi cara. Sabe que soy inglés. Demasiado vago para aprender español. Seguro que he pedido algo que no hay que pedir.

Cuando era más joven estaba convencido de que me habían puesto micrófonos en el coche. Había gente que me seguía. Existía la posibilidad de que grabaran todas mis conversaciones y las utilizaran como prueba. Todavía hoy me fijo en mi entorno para comprobar si veo dos veces a la misma persona, tengo un atajo para llegar a la grabadora del móvil y registrar cualquier cosa que me pueda hacer falta como prueba. Las chicas quieren quedarse embarazadas y acusarme de violación. Los terapeutas buscan una excusa para internarme. Los abogados solo aspiran a joderme para lograr más dinero. Denis quiere ganar más, pasar a otra cosa y ocuparse de otros artistas que no estén chalados. Y reconozco a un tío de otra mesa que estaba en el aeropuerto en la tarde de ayer. Creo. Le lanzo una mirada asesina. Como si estuviera en una peli de espías de bajo presupuesto y me hubiera enterado perfectamente de lo que se trae entre manos. Sé quién eres. Vete a tomar por culo.

A lo mejor debería relajarme un poquito: estoy escribiendo un libro en el que hablo de cómo las ideas paranoides suelen adueñarse de mí y puede que eso me influya. Hoy, un nuevo capítulo. Cada día, un nuevo capítulo.

Le echo el humo del pitillo en la cara. Me atiborro de comida y miro el móvil con gran atención mientras intento parecer invisible. Entonces el camarero se me acerca. Lleva un ejemplar de mi libro Instrumental. Me sonríe y me cuenta, en un inglés buenísimo, que su novia se lo regaló hace unos días y que no puede dejar de leerlo. Por eso se lo ha llevado al trabajo. Y que siente mucho molestarme, pero que si no me importa firmárselo.

Quiere que se lo dedique a ella. Porque está claro que la adora. Una parte de mí se derrite. Que este tío me pida esto a mí, que me valore tanto para hacerlo… A mí. A este pedazo de tarado torpe y solitario al que le gustaría amar al mundo, pero que se ve obligado a odiarlo. No lo entiendo, pero tengo que creer a este hombre porque lo tengo justo delante. Evidentemente, firmo, le pregunto si quiere una foto y nos hacemos un selfie. Me ablando. Y creo que ahora mismo podría mirarme en el espejo y soportarme.

Escena del pianista y escritor James Rhodes, tomadas en la casa de su editor en EspañaAlbert Jodar

Madrid, 27 de agosto – 12.30

Le pago la cuenta al camarero simpático y decido volver al hotel. Durante unos instantes un ritmo saltarín se apodera de mis pasos.

En el trayecto acabo pasando por la calle del Barquillo y veo un cartel del Museo del Prado. Algo me dice que eche a andar en esa dirección; una llamada oculta que sale de la mejor parte de mí y que me insta a hacer algo que valga la pena, lo que sea, mientras estoy en esta ciudad. Y seguro que tienen aire acondicionado.

La verdad es que solo hay una sala que me muero por ver, porque he leído cosas sobre un cuadro en concreto que siempre me ha conmovido profundamente. Goya. El coloso. El equivalente pictórico de Beethoven. Goya y Beethoven se quedaron sordos en torno a la misma edad. Ambos idolatraron y después despreciaron a Napoleón, sobrevivieron a la Revolución Francesa y padecieron depresión. Los dos fueron bastante peculiares: los confundían con vagabundos, caían en depresiones y entonces todo se la sudaba, reventaron sus respectivas disciplinas artísticas con toneladas de explosivos, las sacaron a rastras del periodo clásico y las introdujeron en el Romanticismo. Pienso que, si hay un artista al que pueda respetar, comprender, del que quiera empaparme, es Goya.

Firmando ejemplares de Instrumental, su autobiografía.Albert Jodar

El coloso es un gigante que se alza sobre el gentío y que deja a los campesinos cagados de miedo. El equivalente de la sinfonía Heroica, de Beethoven, o su Sonata para piano nº 29. Es tremebundo y maravilloso. Más de lo que puedes soportar. Se apoderan de mí unas emociones infames y feas, que en el mundo real desatarían violaciones, vergüenzas y guerras. Pero miradas desde fuera, canalizadas en obra de arte, son magnéticas. Me asustan y cautivan.

Y encima ahora noto que los guardias de seguridad me miran incómodos, como si pensaran que me voy a poner a lamer el cuadro y a cagar en el suelo o, aún peor, por lo visto, a sacar una foto. La verdad es que este no es mi sitio. Esto me supera. Tengo que salir de aquí. Buscar mi refugio.

Madrid, 27 de agosto – 18.00

Debo dormir antes de ir a la sala a hacer la prueba de sonido para el concierto de esta noche. Vuelvo desde el museo hasta el hotel a pie muriéndome de calor. Ahora solo la música me ocupa la cabeza. Las palabras son peligrosas; la música, la salvación. Lo único que no tengo que temer que me haga daño. Mi campo de fuerza. Lo reproduzco todo con lentitud, interpreto mentalmente las piezas de esta noche a una velocidad muy inferior a la normal y noto cómo los latidos del corazón se me empiezan a acompasar, cómo me bajan las pulsaciones, cómo me pesan los ojos y se me empiezan a relajar los músculos. Para mí, este es el mejor de los lugares: la zona fronteriza entre la vigilia y el sueño en la que las cosas aparecen cálidas, borrosas, no definidas del todo. Y espero, espero, espero.

Momentos previos a una actuación de James Rhodes en Barcelona. /ALBERT JÓDARAlbert Jodar

Madrid, 27 de agosto – 18.15

Estoy en el backstage y me quedan 30 minutos antes del concierto. Todo se ha detenido. La locura de probar el piano, afinarlo, las luces, el sonido, las entrevistas de última hora, los mensajes de texto, los correos, todo ha cesado. Apago el móvil y me quedo solo. Tengo mis chocolatinas Kit Kat (no me juzgues), fruta, frutos secos y agua. Salgo a escondidas por la puerta de artistas para fumar el último pitillo antes de tocar. Y pienso. Si algún día dejo de fumar, seré aún más tonto porque cuando fumo veo todo algo más claro.

Cuando escribí Instrumental, me daba muchísimo miedo lo que pudiera pasar. Tener que entablar un proceso legal que llegó al Tribunal Supremo de Reino Unido para poder publicarlo confirmó mis peores miedos: si llegas a hablar de temas como este, te pasan cosas terribles. Aquello casi me mata. Es posible que una parte de mí haya estado esperando la muerte desde la primera vez que me violaron. Esperando a que me llegase e intentando llenar el tiempo hasta que sucediera de verdad. Muchos de nosotros, demasiados, no lo superamos. Muchos de nosotros no logramos vivir. Nos limitamos a existir, de un modo u otro a aguantar, inmersos en una guerra interna, terrible y callada, o tomamos la decisión de poner fin a nuestra vida.

Momento previo a una actuación de James Rhodes en Barcelona.Albert Jodar

Esta mañana, el concierto me producía tanto pánico que tenía ganas de marcharme de esta ciudad. De huir de lo que me asusta, como he hecho durante toda mi vida. Pero de repente estoy sentado en el escenario frente a un Steinway gigantesco, y me asombra la suerte que tengo. La suerte de haber encontrado una salvación gracias a la cual no me limito a existir sin más. La suerte de haber podido encontrar una voz. Sobre todo, la suerte de que mi experiencia quizá pueda resultar útil y esperanzadora para tantos otros. Empiezo a tocar y noto enseguida cómo mis demonios van desapareciendo. Sé que es de forma temporal y que están esperando con paciencia fuera del escenario mientras hacen flexiones. Pero ahora no me rodean.

Veo las 88 teclas que se extienden ante mí. Solo paz y sentimientos buenos. Me sumerjo en la música, a salvo. Porque la música es un lenguaje que todos hablamos con fluidez. A mí me brinda el significado, el consuelo y la evasión que he estado buscando desde los seis años, cuando terminó mi infancia. La música. Para mí lo es todo. Y no se me ocurre que haya nada que tenga mayor sentido que dedicarle mi vida a compartirla con el mundo. Traerla hasta aquí. Ahora.

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