Óscar Sánchez, papel de artesano
CUANDO ÓSCAR Sánchez Lozano abrió su negocio en el madrileño barrio de Malasaña, los vecinos hicieron apuestas sobre cuánto tardaría en cerrar. Corría 2005 y, tras una larga temporada trabajando en Londres, había regresado a su ciudad natal y se había instalado en una antigua autoescuela. Muchos se preguntaron con pavor si pretendía abrir otro bar. Cuando se enteraron de sus verdaderas intenciones, el recelo fue aún mayor. Pero La Eriza, su taller de encuadernación, cumplió el año pasado una década de existencia. Contra todo pronóstico. Como una provocadora respuesta a la pregunta más insistente: ¿acaso no sabe todo el mundo que la del libro es una muerte anunciada?
Sánchez Lozano, de 45 años, discrepaba y discrepa. “El libro está experimentando una revolución física. Ahora es posible tirar 100 o 200 unidades de un fotolibro gracias a la impresión digital. Antes era impensable”, explica. Además, dos señales lo reconfortaron en los orígenes de su quijotesco empeño: “Parecía que los caseros hubieran estado esperándome. No paraban de recibir ofertas para abrir tiendas de ropa, pero ellos se negaban. Querían reservar el espacio para un negocio que aportase algo al barrio, que fuese útil para la comunidad”. Días antes de la inauguración, un diseñador se topó con el taller, le gustó el proyecto y decidió realizar un generoso encargo. “Y desde entonces no he parado. Fotolibros, álbumes de boda, restauración de ejemplares antiguos, encuadernación de coleccionables, de tesis… La crisis ha alterado mi plan porque aspiraba a ampliar plantilla, pero estoy satisfecho”.
Sánchez Lozano llegó a la encuadernación por pura casualidad. Estudiaba Historia del Arte y, mientras tomaba un café con un amigo, leyeron en el periódico un obituario en el que se contaba que el honrado –cuyo nombre no recuerda– encuadernaba sus propios libros. “Pensamos que tenía que ser muy chulo y nos apuntamos a un curso. Yo me enganché por completo, mi amigo no”. Tras acabar sus estudios en Madrid, a los 23 años, se mudó a Londres para iniciar Bellas Artes. Pero nunca terminaría esa segunda carrera. “Allí compaginaba las clases con un trabajo de aprendiz. Me dedicaba a cortar cartón, coser, montar. Ahí se acabó de encarrilar la génesis de La Eriza”. Durante una época, mientras ultimaba los proyectos de artistas como Anish Kapoor, Sarah Lucas o Isaac Julien, siempre trataba de reservarse tiempo para crear sus propios libros-objeto. “Pero ya apenas hago obra propia. La Eriza no significa que haya dejado de ser artista, ahora veo mi trabajo como una performance: mi labor artística consiste en tener un local como este y ayudar a crear libros a otros”. En una vitrina de la tienda, reservada a los volúmenes más inusuales, pueden contemplarse algunas de las creaciones de Sánchez Lozano, como su versión de Romeo y Julieta: dos ejemplares encuadernados por separado y atravesados por una flecha.
En la trastienda es donde pasa la mayor parte de la jornada rodeado de sus cizallas, sus plegadoras y las máquinas traídas desde Londres. En cambio, la tienda es el “área noble”: un espacio de paredes color amarillo chillón dominado por dos mostradores de haya “procedentes del mismo árbol, la veta es continúa”, aclara Sánchez Lozano, donde atiende a los clientes, organiza exposiciones y “donde no se puede comprar nada”. “Todo es por encargo, salvo en Navidad, que presento una colección que realizo con la marca de complementos Zubi. No puedes entrar y comprar, y esto es fuente de intriga y desconcierto para mucha gente que pasa por delante y no saben exactamente qué es. Resulta muy divertido. Muchas veces, después de un rato charlando, salen diciendo: ‘Y yo ¿qué podría encuadernar?”, relata. “El trato personal es mi gran baza y lo que da sentido a lo que hago. Los clientes te visitan, trabajas en su libro y se crea una relación que te hace sentirte respetado y realizado como artesano”.
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